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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (12 page)

BOOK: El paladín de la noche
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El asunto quedó cerrado y Meryem fue enviada de nuevo al serrallo donde, según Yamina, la muchacha esperaba aterrada a que el amir cumpliese su promesa y la hiciese una de sus esposas. Feisal sabía que, dos meses atrás, éste había sido para la joven el sueño más acariciado de su corazón. No es que Qannadi fuese ningún portento en el dormitorio. Tenía casi cincuenta años, su cuerpo de guerrero estaba grotescamente labrado de cicatrices, sus manos ásperas y encallecidas y su aliento a menudo hedía a vino. No era, por tanto, por el placer de su compañía por lo que las mujeres se peleaban por ser su favorita, sino por el placer de las ricas recompensas que implicaba dicha distinción.

La posición de esposa en el harén del amir significaba para una mujer el unirse a las filas de las poderosas magas que se encargaban de la magia de palacio. Cualquier niño nacido de esta unión era hijo legítimo del amir, y como tal, a menudo le eran otorgados altos puestos en la corte; eso sin tener en cuenta el hecho de que cualquiera de ellos podía ser elegido heredero de Qannadi. Una concubina podía ser prestada o entregada como regalo a un amigo o asociado. Esto no era posible con una esposa, la cual era mantenida en rigurosa y cuidada reclusión.

Dicho aislamiento no significaba que las esposas no representasen una fuerza en la sociedad. Todo el mundo —grandes, nobles, sacerdotes y ciudadanos de diversa índole— sabía que Yamina, la primera esposa del amir, era la que en verdad gobernaba la ciudad de Kich. Más de una vez el imán había visto a Meryem observando y escuchando cuando él y Yamina se hallaban embarcados en conversaciones políticas. No había duda de que su ambición era conseguir tanto poder como le fuese posible.

Pero Qannadi seguía sin llamarla.

—Creo que el tiempo que pasó viviendo en el desierto la ha vuelto loca —había opinado Yamina durante una de las muchas conversaciones privadas y confidenciales con el imán, que ella se arreglaba siempre para concertar en los aposentos del templo—. Antes de marcharse, hacía todo lo posible para atraer la atención de Qannadi: danzando desnuda en los baños, pavoneándose de su belleza, apareciendo ante él sin velo…

Yamina siempre entraba en detalles cuando describía tales cosas al imán. A menudo, su mano rozaba, accidentalmente, la delgada pierna del sacerdote o se deslizaba con suavidad a lo largo de su brazo. Sentado solo en su maravilloso sillón, Feisal recordaba ahora las palabras de Yamina y también recordaba su tacto. Frunció el entrecejo con disgusto.

—Desde que regresó —había seguido diciendo Yamina con cierta frialdad después de que el sacerdote hubiese aumentado la distancia entre ellos en el sofá donde ambos se sentaban—, Meryem se baña por la mañana, cuando tiene la certeza que el amir se halla ausente, pasando revista a sus tropas. Se esconde cada vez que el eunuco aparece para seleccionar a la elegida por Qannadi para la noche. Si el amir solicita bailarinas, ella alega que no se encuentra bien.

—¿Cuál es la razón de tan extraño comportamiento? —preguntó Feisal recordando de pronto que no había tenido ningún interés especial en la muchacha aparte del de mantenerse al corriente de todo cuanto concerniese al amir—. Sin duda sabe el riesgo que corre, ¿no es así? Ya se halla en desgracia con Qannadi, quien está convencido de que ella mintió acerca de lo que le ocurrió en el campamento de los nómadas.

—Creo que está enamorada —dijo Yamina en un susurro ronco y gutural, inclinándose junto a Feisal.

—¿Del nómada? —preguntó el imán con cierto tono divertido—. ¿Un salvaje con olor a caballo?

—¿Un salvaje? ¡Sí! —suspiró Yamina recorriendo con sus dedos el brazo del sacerdote.

El velo se había desprendido de su rostro mientras su mano desplazaba sutilmente el fino tejido que cubría su cuello y sus pechos, permitiendo al sacerdote contemplar una belleza todavía considerada notable después de cuarenta años.

—Un hombre salvaje con ojos de fuego y un cuerpo fuerte y musculoso, un hombre acostumbrado a expresar lo que desea. ¡Una mujer enamorada de alguien así arriesgaría lo que fuese!

—Pero ese Khardan está muerto —dijo Feisal fríamente, poniéndose en pie y dando la vuelta hasta situarse tras el sofá.

Mordiéndose el labio de frustración, Yamina se levantó.

—¡Como otros hombres que podría mencionar! —susurró y, cubriéndose con su velo, abandonó los aposentos del imán con un irritado crujir de sedas.

Feisal no había prestado demasiada atención a las palabras de Yamina, quien utilizaba a menudo chismorreos como éste en sus intentos de despertar en él una pasión que su religiosa alma veía tan onerosa como desagradable y su sentido común veía como algo altamente peligroso. Ahora, sin embargo, él comenzaba a preguntarse…

—Meryem, la concubina —dijo el sirviente sobresaltando a Feisal.

El imán levantó la vista y vio una grácil y esbelta figurilla vestida con una
paranja
de color azul pálido que esperaba, vacilante, junto a la entrada de la cámara. La luz del llameante brasero se reflejaba sobre su cabello dorado, apenas visible bajo los pliegues de su velo. Unos vivos ojos azules observaban al imán con un brillo casi febril, según éste advirtió.

Despachando al sirviente, Feisal hizo un gesto a la joven invitándola a entrar.

—Acércate, hija —dijo asumiendo un tono paternal pese a que él mismo no era más que unos pocos años mayor que la muchacha.

Meryem se adelantó tímidamente y se arrojó al suelo delante de él con los brazos extendidos. Mirándola con atención, el imán vio que la muchacha estaba aterrorizada. Temblaba de pies a cabeza; la tela de su vestido se agitaba como movida por una suave brisa, mientras sus pendientes y pulseras tintineaban en nerviosa agitación. Feisal sonrió satisfecho para sus adentros, viendo todas las monedas de oro de sus pensamientos caer juntas en una sola bolsa. Inclinándose hacia adelante, la cogió de la mano y la ayudó a colocarse de rodillas, más cerca de él.

—Meryem, hija mía —comenzó con un tono dulce, atrapando con sus ojos almendrados la mirada de ella y reteniéndola con firmeza—. He recibido informes diciendo que no te encuentras bien. Y, ahora que te veo, ¡sé que son ciertos! Estoy profundamente preocupado, tanto como tu consejero espiritual como, lo que es más importante, amigo tuyo.

Él no podía ver su cara, escondida tras el velo. Pero veía el miedo en sus ojos y sus cejas juntándose en un gesto de confusión. Esto no era lo que ella había esperado. El imán se mostró cada vez más seguro de sí mismo.

—¿Qué es lo que has oído de mí, imán? —preguntó ella arrojando el hilo a la pesca de información.

Feisal se apresuró a morder el anzuelo.

—Que crees que alguien intenta envenenarte. Que te niegas a comer y beber a menos que un esclavo pruebe tu comida primero. Que duermes con una daga bajo tu almohada. Comprendo que tus experiencias entre los nómadas del desierto deben de haber sido aterradoras, pero ahora estás a salvo de ellos. Ya ningún daño te pueden hacer…

—¡No es por los nómadas!

Las palabras estallaron en los labios de Meryem antes de que pudiera detenerlas. Dándose cuenta demasiado tarde de que el pez acababa de pescar al pescador, la muchacha se puso blanca como un cadáver y se tapó la boca con la mano.

—¿No es a los nómadas a quienes temes? —preguntó Feisal con una creciente dulzura que hizo saltar las lágrimas de aquellos ojos azules—. Entonces debe de ser alguien del palacio.

—¡No, no es nada! ¡Sólo manías mías! ¡Por favor, imán, déjame marchar! —suplicó Meryem intentando liberar su mano del asimiento del sacerdote.

—¿Qannadi? —sugirió Feisal—. ¿Porque le mentiste, quizás?

Meryem emitió un sonido ahogado. Casi asfixiándose, se dejó caer al suelo encogiéndose de terror.

—¡Hará que me maten! —gimió.

—No, no, hija mía —la calmó el imán.

Deslizándose desde su sillón, el sacerdote se arrodilló al lado de la muchacha, la tomó en sus brazos y le habló tranquilizadoramente. De haber estado presente, Yamina se habría retorcido de celos totalmente infundados. El único deseo que sentía Feisal era el de sacar a la muchacha la vital información que guardaba escondida en su corazón.

—Por el contrario —dijo el imán a Meryem cuando sus sollozos se hubieron calmado—, el amir ha olvidado por completo el incidente. Naturalmente, supo que le mentiste. Más de uno de sus hombres le informó de que habían visto a Gasim batiéndose mano a mano con Khardan. ¡A Qannadi le pareció muy extraño, por tanto, que su mejor capitán muriese de una cuchillada en la espalda!

Meryem lanzó un quejumbroso gemido.

—Tranquila, hija mía. Qannadi simplemente adivinó que estabas tratando de salvar a tu amante. Con la guerra en el sur, él tiene sin duda cosas más importantes en que pensar que la infidelidad de una concubina.

Los ojos azules abiertos de par en par lo miraron desde el borde del velo. Las lágrimas brillaban trémulamente en aquella mirada inocente. Feisal no se dejó engañar lo más mínimo por ellas.

—¿De… de verdad es eso lo que él cree, imán? —preguntó Meryem parpadeando coquetamente con sus largas pestañas.

—Sí, querida mía —dijo Feisal sonriendo y, levantando la mano, le apartó con suavidad un mechón de pelo rubio que se había deslizado desde el interior de su prenda de cabeza—. No sabe que estabas planeando derrocarlo.

Meryem exhaló un suspiro de sorpresa. Su cuerpo se volvió de piedra en los brazos del imán. Se quedó mirándolo fijamente con ojos enloquecidos y, de pronto, Feisal se encontró con otra moneda de oro que añadir a su creciente fortuna.

—No —agregó—. Eso no es del todo cierto. No
estabas
planeando derrocarlo. ¡
Estás
planeando derrocarlo!

Las lágrimas desaparecieron de aquellos ojos azules, evaporadas por la urgente y desesperada maquinación.

—¡Haré lo que sea! —dijo Meryem con una voz dura y tirante—. ¡Lo que me pidas! ¡Seré tu esclava! —afirmó impetuosamente quitándose el velo de la cara y apretando su cuerpo contra el de Feisal—. ¡Soy tuya… !

—Yo no quiero nada de ti, mi pequeña —repuso con frialdad el sacerdote apartándola de sí de un empujón y enviándola cuan larga era sobre el suelo de mármol—. Nada; quiero decir, excepto la verdad. Dime todo lo que sepas.
¡Todo
! —añadió, hablando de manera lenta y enfática—. Y recuerda. Es mucho lo que ya sé. Si te sorprendo en otra mentira, te entregaré de inmediato a Qannadi. ¡Entonces podrás contar tu historia al Alto Ejecutor bajo circunstancias mucho menos agradables!

—¡Te diré la verdad, imán! —dijo Meryem poniéndose en pie y mirando a Feisal con fría dignidad—. ¡Te diré que el amir ha traicionado los mandatos de Quar! El mismo dios ha ordenado su caída como castigo a su sacrilegio. Yo no soy más que su humilde instrumento —agregó bajando los ojos con modestia.

Feisal encontró difícil mantener su fría expresión durante este repentino e inesperado arranque de fervor religioso por parte de Meryem. Colocándose los dedos sobre sus temblorosos labios, hizo con la otra mano un ademán a la muchacha para que continuase.

—¡Es cierto que amo a Khardan, imán! —comenzó Meryem apasionadamente—. Y, porque lo amo, deseaba más que ninguna otra cosa traerlo al conocimiento del Único y Verdadero Dios. Desde luego, yo sabía que el amir planeaba atacar el campamento, y temía por la vida de Khardan. Por las palabras de Yamina, llegué a darme cuenta de que Qannadi tenía miedo de Khardan y con razón —añadió con altanería la muchacha—, pues él es fuerte y valiente y un feroz guerrero. Sospeché que el amir intentaría asesinar a Khardan.

»Antes de la batalla, por tanto, di a Khardan un objeto mágico para que lo llevara en torno a su cuello. Él lo tomó por un amuleto corriente, procurador de buena suerte, tal como los que hacen las anticuadas mujeres de su tribu.

—Pero no era así ¿verdad? —dijo Feisal con aire ceñudo.

—No, imán —respondió Meryem con cierto orgullo—. Yo soy una hábil maga, casi tan poderosa como la propia Yamina. Cuando pronuncié la palabra mágica, el medallón desprendió un encantamiento sobre el nómada y lo hizo sumir en un sueño profundo. Y menos mal que así lo hice —dijo, endureciéndose su voz—, porque era exactamente como yo me temía. Contraviniendo tu expreso mandato de que no se hiciese daño a los nómadas, Qannadi había ordenado asesinar a Khardan. Yo sorprendí a Gasim en el acto.

Aquí, Meryem hizo una pausa y miró al imán por el rabillo del ojo, esperando tal vez ver al sacerdote montar en cólera al oír estas noticias. Pero, consciente de ello, Feisal no mostró emoción alguna y Meryem se vio obligada a continuar sin tener la menor idea de cómo podía estar reaccionando el sacerdote.

—Me llevé a Khardan lejos del combate sobre el caballo de Gasim. Mi intención era traerlo hasta Kich y ponerlo bajo tu cuidado, imán, para que así el amir no pudiera matarlo. ¡Yo estaba segura de que, entre nosotros dos, podríamos convertir el alma de Khardan al culto de Quar!

—Dudo mucho que te interesase su alma tanto como su cuerpo —dijo con sequedad el imán—. ¿Qué es lo que vino a estropear tu pequeño plan?

El rostro de Meryem se puso rojo de ira, pero la muchacha tuvo buen cuidado de controlarse y continuó con su relato con aparente indiferencia, como si no hubiese habido interrupción alguna.

—Yo esperaba que Kaug, el
'efreet
, extendiese su mano y nos elevase sobre las nubes cuando, con el rabillo del ojo, vi al loco detrás de mí y…

—¿Loco? —preguntó Feisal con curiosidad—. ¿Qué loco?

—¡Un loco, sencillamente, imán! —repuso Meryem con impaciencia—. Un joven que Khardan rescató de los traficantes de esclavos aquí en Kich. Khardan pensó que el muchacho era una mujer, pero no era así; era un hombre sin pelo en el rostro ni en el pecho que se había vestido con ropas de mujer. Los otros nómadas querían ejecutarlo, pero Khardan no los dejó, aduciendo que el joven estaba loco porque afirmaba venir del otro lado del mar y ser un mago. Entonces la bruja, la esposa de Khardan, dijo que el joven había de ser admitido en el harén de Khardan, ¡y por eso Khardan no pudo casarse conmigo!

Feisal no había oído ni la mitad de toda esta arrebatada y algo incoherente explicación. Las palabras «del otro lado del mar« y «mago» habían terminado de abrumar por completo su mente. Necesitó de un violento esfuerzo para lograr obligar a sus pensamientos a volver a lo que Meryem estaba diciendo.

—… y el loco me tiró del caballo y me golpeó salvajemente en la cabeza. Cuando volví en mí —concluyó lastimeramente la muchacha—, estaba tal como me encontraron: medio desnuda y dada por muerta.

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