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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (37 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—¿Quien ha estado aquí? —preguntó la mujer.

Zohra oyó la puerta cerrarse y el roce de la negra vestimenta en el suelo. El olor a almizcle resultaba sofocante, abrumador.

—Nadie —dijo Zohra, con la mano cubriendo el anillo y los ojos en la alfombra, a sus pies.

—Mírame cuando me hables. ¿O es que me tienes miedo?

—¡Yo no tengo miedo de nadie! —respondió Zohra levantando con orgullo la cabeza y mirando a la mujer.

Pero el dolor volvió y comenzó a apartar la cara. La mujer estiró la mano y agarró con firmeza a Zohra de la barbilla. Su mano era inusitadamente fuerte.

—¡Mírame! —ordenó otra vez, en voz baja.

Zohra no tenía otra elección que mirar a la mujer a los ojos. El dolor se volvió insoportable. Zohra lanzó un quejido y, cerrando los párpados, luchó por liberarse. La mujer la agarró con fuerza.

—¿Quién estaba aquí? —preguntó de nuevo.

—¡Nadie! —gritó Zohra con voz ronca.

El dolor se agolpaba en su cabeza.

La mujer la sujetó durante largos segundos. La sangre latía en las sienes de Zohra, que empezó a sentir mareo y náuseas. Entonces, de repente, la mano se soltó y la mujer se alejó unos pasos de ella.

Jadeante, Zohra se desplomó en el sillón. El dolor había desaparecido.

—Kiber me dijo que eras valiente.

La voz de la mujer llegó hasta ella ahora como agua fresca, aplacándola. Zohra oyó el roce de los hábitos y el sordo sonido de un sillón al ser arrastrado sobre la alfombra. La mujer tomó asiento directamente enfrente de Zohra, al alcance de su brazo. Zohra levantó con cautela los ojos y miró una vez más a la mujer. El dolor no regresó esta vez. La mujer le sonrió aprobadoramente y Zohra se relajó.

—Kiber siente gran admiración por ti, querida mía —comentó la mujer—. Lo mismo que Auda ibn Jad, por lo que he oído. Te felicito. Ibn Jad es un hombre extraordinario. Él jamás ha solicitado a ninguna mujer en particular.

Zohra echó a un lado la cabeza con desdén. El tema de Auda ibn Jad no era digno de su atención.

—He sido traída hasta aquí por error —dijo—. Ése que se llama Ma-teo es el que vosotros queríais. Ya lo tenéis, así que debéis…

—¿… dejarte marchar? —terminó la mujer acentuando su sonrisa, como una madre obligada a negar a su niño alguna absurda petición—. No, querida mía. Nada sucede nunca por error. Todo es según la voluntad del dios. Tú fuiste traída aquí con un propósito. Tal vez sea para el grandísimo honor de incrementar el número de seguidores del dios. Tal vez… —la mujer vaciló, estudiando a Zohra con mayor atención—, tal vez haya otra razón. Pero no, no se te ha traído hasta aquí por error, y no te dejaré marchar.

—¡Entonces me iré por mi propia cuenta! —afirmó Zohra poniéndose en pie.

—Los guardianes de nuestro castillo son llamados
nesnas
—comentó la mujer con tono casual—. ¿Has oído alguna vez hablar de ellos? Tienen la forma de un hombre…, un hombre que ha sido dividido verticalmente en dos y que posee media cabeza, un brazo, medio tronco, una pierna y un pie. Se ven obligados a saltar sobre su única pierna, pero pueden hacerlo con gran rapidez, con tanta rapidez como cualquier humano pueda correr con dos. Hubo una o dos mujeres que lograron escapar del castillo. No sabemos lo que fue de ellas, pues ya no las volvimos a ver, aunque oímos sus gritos durante varias noches. Sabemos, sin embargo —prosiguió la mujer alisando un pliegue de su hábito de terciopelo—, que la población de los
nesnas
aumenta, y eso nos lleva a suponer que, aunque sólo sean mitad de hombre en casi todos los aspectos, debe de haber un aspecto, al menos, en el que son completos.

Lentamente, Zohra volvió a tomar asiento.

—Yo no imaginé que tú querrías dejarnos tan pronto.

—¿Quién eres tú?

—Me llaman la Maga Negra. Mi esposo es el Señor de los Paladines Negros. Él y yo hemos gobernado a nuestro pueblo durante más de setenta años…

Zohra se quedó mirando con asombro a la mujer.

—¿Mi edad? Sí, ya veo que lo encuentras admirable. Puedo prometerte la misma eterna juventud, querida mía, si te muestras tratable.

—¿Qué queréis de mí?

—Ahora estás siendo razonable. Queremos tu cuerpo. Tu cuerpo y el fruto que dé a luz. ¿Has tenido hijos alguna vez?

Zohra hizo un gesto negativo.

—Sí, eres la esposa de aquel que fue atacado por los ghuls.

El rostro de Zohra ardió. Apretando con fuerza los labios, se quedó mirando hacia la luz titilante del brasero. Podía sentir los ojos de la maga sobre ella y tenía la incómoda sensación de que la mujer podía ver en lo más profundo de su alma.

—Extraordinario —murmuró la maga—. Deja que te diga, querida mía, cómo honra el dios a las mujeres traídas a este castillo. Aquellas a quienes se considera merecedoras se las selecciona para ser las criadoras. Ellas son las que están aumentando el número de los seguidores de Zhakrin para que nuestro gran dios pueda regresar a nosotros con toda su fuerza y poder. Cada noche, estas mujeres son instaladas en alcobas especiales y, a medianoche, los Paladines Negros entran en la torre y visitan dichas alcobas. Allí, cada hombre honra a la mujer escogida depositando su semilla en su vientre. Cuando esta semilla hace efecto, y la mujer se queda preñada, se retira a ésta de las alcobas y se la cuida bien hasta que el niño viene al mundo. Entonces, vuelve a las habitaciones para concebir otro…

—Antes moriría —aseguró Zohra con calma.

—Sí —observó la maga sonriendo—. Creo que serías capaz. Muchas dicen eso, en los primeros días, y algunas lo han intentado. Pero no podemos permitirnos semejante desperdicio, y yo tengo medios para hacer que las más obstinadas se muestren ansiosas por obedecer mi voluntad.

El labio de Zohra se retorció con desprecio.

La maga se puso en pie.

—Mandaré que te traigan ropas secas, y también comida y bebida. Están preparando una habitación para ti. Cuando esté lista, serás conducida hasta ella.

—Estás perdiendo el tiempo. ¡Ningún hombre me pondrá las manos encima! —dijo Zohra hablando lentamente y con claridad.

La maga alzó una ceja, sonrió y se deslizó hacia la puerta, que se abrió ante su proximidad. Dos mujeres, vestidas con hábitos negros similares a los de la maga, entraron sin hacer ruido en la habitación. Una de ellas llevaba un hato de terciopelo negro en sus brazos y la otra una bandeja con comida. Ninguna de las dos habló a Zohra, ni la miraron siquiera, sino que mantuvieron la mirada hacia abajo. Bajo la estrecha vigilancia de la maga, depositaron las ropas y la bandeja de comida sobre una mesa. Después, se marcharon en silencio. Tras dirigir una última mirada a Zohra, la maga las siguió.

Zohra puso atención a la llave, pero no la oyó. Rápidamente, corrió hacia la puerta y apretó su oído contra ella. Cuando todo sonido hubo cesado en el corredor, tiró de la manilla. La puerta no se movió. A lo lejos, Zohra creyó oír un suave murmullo de risas. Furiosa, se volvió con impetuosidad.

—¡Usti! —susurró.

Nada sucedió.

—¡Usti! —repitió ella airada, sacudiendo el anillo.

Un hilo de humo salió de él y se fue agrandando hasta tomar la forma de un pálido y zarandeado djinn.

—¡Esa mujer es una bruja!

—¡Y algo más! ¡Con juramento o sin él, debes sacarme de aquí!

—¡No, ama! —contestó Usti chupándose los labios—. ¡Ella es una bruja! ¡Una bruja de verdad! En ninguna de mis vidas me he encontrado con una mujer tan poderosa. ¡Ella sabía que yo estaba aquí!

—¡Imposible! —se burló Zohra con un bufido—. ¡Deja de inventar excusas y devuélvenos a Khardan y a mí a nuestro desierto en este instante! —le ordenó estampando el pie contra el suelo.

—¡Ella me ha hablado! —Usti comenzó a temblar—. ¡Me dijo lo que me haría si me cruzaba en su camino. Princesa —agregó comenzando a lloriquear—, ¡no quiero pasar mi eterna vida encerrado en una caja de hierro sellada y envuelto en cadenas de hierro! ¡Que te vaya bien, princesa!

El djinn volvió a sumergirse de un brinco en el anillo con tanta celeridad que Zohra quedó momentáneamente cegada por el remolino de humo. Rabiosa, agarró el pequeño círculo de plata e intentó sacárselo del dedo. Estaba adherido con firmeza. Ella tiró y retorció, pero el anillo no cedió; hasta que, al fin, el dedo comenzó a hincharse y a dolerle, y ella desistió.

Estaba tiritando de frío. El olor de la comida le hacía la boca agua.

—Debo conservar mis fuerzas —se dijo a sí misma—. Ya que parece que voy a tener que combatir sola, no se trata de caer enferma de frío o hambre.

Buscando con la mente alguna salida a aquella situación, Zohra se quitó su túnica mojada y la reemplazó por los hábitos negros que había en la silla. Vestida y caliente de nuevo, se sentó a comer. Al levantar la tapa de la bandeja, sus ojos se encontraron con el brillo del acero.

—¡Ah!

Zohra respiró profundamente y, enseguida, recogió el cuchillo y se lo metió en un bolsillo del vestido.

La comida estaba deliciosa. Todos sus bocados favoritos se hallaban allí distribuidos en diversos platos: tiras de
shiskhlick
asadas exactamente a su gusto, suculenta fruta, pasteles de miel y almendras confitadas. Había también una garrafa llena hasta el borde de agua fresca y clara, y bebió con avidez. Pronto sintió sus fuerzas recobradas y, con ellas, su esperanza. El cuchillo se apretaba tranquilizadoramente contra su piel. Podría utilizarlo para forzar la cerradura de la puerta y, entonces, intentar hallar una forma de salir de aquel castillo. Vestida como todas las demás, sería tomada sencillamente por una de tantas y, sin duda, ellas habían de moverse por el castillo por unas u otras razones. Una vez fuera de él…, Zohra pensó en los
nesnas
.

¡Medio hombres que saltan sobre una pierna! La maga debía de tomarla por una niña para esperar que creyera en semejantes historias. Zohra sintió una pena repentina ante la idea de abandonar a Khardan; se acordó de él tendido en la camilla, temblando y gimiendo de dolor; veía las amoratadas heridas en su brazo y su cuerpo, y recordó con culpa que él había estado dispuesto a dar su vida por defenderla.

«Bueno —se dijo a sí misma—, lo ha hecho por su propio honor, en fin de cuentas. A él no le preocupo yo, en realidad. Me odia por lo que le hicimos Mateo y yo, por humillarlo alejándolo del campo de batalla. No debería haberlo hecho. Aquella visión fue estúpida. Sin duda fue un truco de Mateo para… para… »

¡Qué calor hacía! Zohra se aflojó el cuello del hábito, desabrochando los diminutos botones que lo mantenían unido. El calor se estaba volviendo insoportable por momentos. De nuevo parecía oler el sofocante perfume de almizcle. Estaba sintiéndose adormecida, también. No debería haber comido tanto. Parpadeando pesadamente, Zohra luchó por ponerse en pie.

—¡Debo mantenerme despierta! —dijo en voz alta, arrojándose un poco de agua fresca a la cara.

Levantándose, comenzó a caminar por la habitación, sólo para sentir el suelo deslizarse bajo sus pies. Se tambaleó hasta un sillón y se agarró fuertemente a él para no caerse. De pronto, la luz que emanaba del brasero apareció rodeada por un arco iris. Las paredes de la habitación comenzaron a inhalar y exhalar. Sentía la lengua seca y un extraño sabor en la boca.

Zohra avanzó dando tumbos hasta la mesa, agarrándose a las sillas en el camino, y cogió la garrafa de agua. La levantó hasta sus labios…

«Tengo medios para hacer que las más obstinadas se muestren ansiosas de obedecer mi voluntad. »

La garrafa cayó al suelo con estrépito.

Dos mujeres, vestidas también de negro, se llevaron a Zohra de la antecámara. Zohra tenía los ojos abiertos y las miraba a ellas con una sonrisa ausente y vacía en los labios.

—¿Qué hacemos con ella?

La Maga Negra dirigió la mirada a la mujer nómada y luego levantó los ojos hacia la cortina roja de terciopelo que cubría la arcada. Las dos mujeres, que sostenían a Zohra por sus brazos y piernas, intercambiaron rápidas miradas; una de ellas bajó los ojos hacia su propio vientre hinchado y dejó escapar un pequeño suspiro.

—No —dijo la Maga Negra tras un momento de profunda reflexión—. No tengo una idea clara en cuanto a ésta. Hay que esperar el mensaje del dios. Llevadla a la alcoba contigua a la mía.

Las mujeres asintieron en silencio y se alejaron por el vestíbulo, llevando su carga entre las dos.

El sonoro tañer de una campana de hierro, procedente de una torre que se elevaba a gran altura por encima de ellas, hizo que la Maga Negra levantase la cabeza. Sus ojos centellearon.

—Sacristía —murmuró y, envolviendo con sus dedos un amuleto que llevaba colgado del cuello, desapareció.

Capítulo 7

Auda ibn Jad avanzaba al lado de Mateo, paso a paso y casi latido a latido, mientras ascendían desde la playa hasta el castillo Zhakrin. Las empapadas ropas de Mateo se le adherían al cuerpo y el lúgubre viento le atravesaba la carne como astillas de hielo, pero aquello no era nada comparado con las frías y centelleantes miradas de reojo del Paladín Negro que no dejaban de taladrarlo, incluso cuando Ibn Jad charlaba con algún camarada caballero. Mateo lo estaba pasando muy mal tratando de mantener la compostura para enfrentarse con los horrores del castillo. Un seguidor de Astafás, de eso estaba seguro, no miraría con temor las horripilantes cabezas que guardaban el puente, ni se encogería ante los esqueletos humanos que colgaban de las paredes.

Cuando Ibn Jad lo escoltó hasta una antecámara situada en la planta baja del palacio y lo dejó allí solo con una redoma de vino para que calmase su sed, Mateo consideró que hasta el momento se había comportado adecuadamente. Y no es que lo hubiese hecho por su propia voluntad. Tras el largo paseo hasta el castillo en compañía del Paladín Negro, el joven brujo se encontraba en un estado tan miserable que dudaba si quedaba dentro de él emoción alguna aparte del terror.

Temblando de tal manera que apenas podía sujetar el vaso, Mateo bebió un poco de vino con la esperanza de elevar con ello su ánimo y calentarse la sangre. Sin embargo, ni todo el vino escurrido de todas las uvas de este mundo podía borrar la realidad.

«Puede que haya engañado a Ibn Jad», pensó, «pero jamás podría esperar engañar a la Maga Negra. Un buen archimago vería a través de mí como si fuera de cristal». Mateo no tenía duda, por la alta consideración en que era tenida la mujer, de que aquella Maga Negra era, desde luego, alguien de gran talento.

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