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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (33 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—La perra producirá fuertes cachorros —dijo Ibn Jad con satisfacción—. Buenos seguidores para nuestro dios.

«¡Perra!» Los ojos de Zohra llamearon de odio.

Librándose del debilitado Kiber, se arrojó sobre Ibn Jad. Kiber saltó tras ella y la agarró como pudo antes de que alcanzase al Paladín Negro, quien pareció divertirse doblemente con ello. Auda emitió un sonido con su garganta que podría haber sido una risotada pero que hizo que a Mateo se le helara la sangre. Evidentemente perdida la paciencia, el malhumorado Kiber entregó a Zohra a dos de sus hombres con órdenes de atarle las manos y trabarle los pies.

Los ojos de Ibn Jad se posaron de nuevo sobre Mateo, y el joven brujo se encogió atemorizado bajo su mirada, dándose cuenta demasiado tarde de que habría podido soltar la escarcela durante el altercado y preguntándose, brevemente, por qué no lo había hecho.

Ibn Jad pasó su esbelta mano por la lisa mejilla de Mateo.

—Un chacal, es ésa, comparada con nuestra frágil y delicada flor, aquí, que tiembla bajo mis dedos.

Mateo se contrajo y apretó los dientes, obligándose a sí mismo a someterse al odioso contacto de aquel hombre y girando un tanto el cuerpo para mantener oculta la bolsa en su mano. Vagamente, se percató de la actividad que estaba teniendo lugar en torno a ellos, del arrastrar de una pesada cadena, un gran salpicón y el balanceo del barco al echar el ancla.

Una brutal esclavización, ése iba a ser el destino de Zohra y el suyo también, sin duda, hasta que Ibn Jad descubriese que había sido engañado, que Mateo jamás daría seguidores a ese dios, Zhakrin. Otra vez lo mismo: la terrible espera, la horrible anticipación, el miedo, la humillación y, por último, el castigo. Y no habría nadie para salvarlo ahora…

—¡Estas mujeres… son mis esposas! —dijo una voz de acento confuso—. ¡Morirá el que se atreva a tocarlas!

Mateo miró a Khardan y luego apartó la cara, sintiendo el picor de las lágrimas en sus párpados.

El califa estaba ante Ibn Jad. Las ligaduras habían cortado profundamente los brazos del nómada y la sangre le brotaba de una hendedura en su labio hinchado. La enfermiza palidez de su rostro se veía acentuada por la negrura azulada de su descuidada barba. Sus ojos aparecían hundidos y rodeados de círculos oscuros. Caminaba de un modo inestable; fueron precisos dos
goums
para sostenerlo derecho. Obedeciendo a un gesto de Ibn Jad, los
goums
lo soltaron. Las rodillas de Khardan se doblaron, y éste cayó hacia adelante a los pies del Paladín Negro.

—Osadas palabras para un hombre postrado de rodillas, un hombre al que encontramos escondiéndose de los soldados del amir en ropas de mujer —repuso fríamente Auda ibn Jad—. Empiezo a creer que cometí un error con éste, Kiber. No se merece el honor que yo tenía intención de concederle. Se lo dejaremos a los ghuls…

«¡Maldita sea, Khardan! —imprecó Mateo en silencio, lleno de amargura—. ¿Por qué tuviste que hacer eso? Arriesgar tu vida por dos personas a quienes detestas: una mujer que te avergonzó y un hombre que es la vergüenza personificada. ¿Por qué hacer esto? ¡El honor! ¡Tu estúpido honor! ¡Y ahora te van a desgarrar la carne, asesinarte delante de mis propios ojos!»

Poniendo su bota sobre el hombro de Khardan, Ibn Jad le dio un empujón. El califa cayó de espaldas y aterrizó pesadamente sobre la cubierta.

Mateo oyó un chapoteo de remos en el agua. Pequeñas embarcaciones habían sido fletadas desde la costa y se estaban aproximando a la nave. Con su barco anclado y su tarea concluida, los ghuls empezaron a congregarse alrededor de Khardan con un brillo de ansia sobrecogedor en los ojos. El califa intentó levantarse, pero Kiber le dio una patada en la cara que lo lanzó otra vez de espaldas contra la cubierta. Los ghuls se acercaron más a él, mientras su aspecto comenzaba a sufrir una horripilante transformación de hombre en demonio. Al verlos, Khardan sacudió la cabeza para aclarársela y de nuevo comenzó a luchar por levantarse.

«¡Acaba ya! —gritó mentalmente Mateo en medio de su silenciosa agonía, apretando los puños—. ¡Deja ya de luchar! ¡Deja que todo termine!»

Auda ibn Jad estaba señalando hacia las barcas e impartiendo órdenes. Mientras se volvía para obedecer, Kiber hundió profundamente la punta de su bota en el vientre de Khardan. Con un jadeo de agonía, el califa se volvió a desplomar sobre la cubierta y ya no volvió a levantarse.

Los ghuls se cernieron sobre él. Sus dientes se habían alargado hasta convertirse en colmillos y sus uñas en garras.

—Trae a las mujeres —ordenó Ibn Jad.

Kiber hizo un ademán a los dos
goums
que sujetaban a Zohra. Ésta se quedó mirando a los ghuls con una aturdida mezcla de horror e incredulidad, sin terminar de comprender lo que estaba ocurriendo. Los
goums
la arrastraron hasta el lugar donde las barcas se habían detenido bajo el casco del navio. Ella se retorció, esforzándose por volverse para mirar a Khardan quien, en ese momento, apretaba su cuerpo contra la cubierta como si intentase escapar arrastrándose por la madera. Encorvándose sobre él, los ghuls exhalaron su aliento caliente sobre su piel y comenzaron a aullar; los brazos de Khardan se sacudieron mientras sus manos se cerraban espasmódicamente. Unos dedos con afiladas garras se le clavaron en la carne, y el califa gritó.

La mano de Mateo estaba dentro de su escarcela; no se había dado cuenta de cómo había llegado allí. Sus dedos se cerraron en torno a la fría varita de obsidiana. No tenía una idea consciente de lo que estaba haciendo y, cuando sacó la varita, la mano que la sostenía parecía pertenecer a otra persona y la voz que pronunció las palabras era la voz de un extraño.

—¡Criaturas de Sul —vociferó, apuntando con la varita hacia los ghuls—, en el nombre de Astafás, Príncipe de las Tinieblas, os ordeno que os retiréis!

Todo se volvió completamente negro de pronto. Por espacio de un latido de corazón, la noche engulló a cuantos había en el barco. La luz volvió a hacerse en un abrir y cerrar de ojos.

Una pellejuda y arrugada criatura, con la piel del color del carbón, se erguía, a horcajadas, por encima de Khardan. Sus ojos eran de un rojo encendido y su lengua una llama titilante. Levantando una mano de aplanados dedos, señaló a los ghuls.

—¿No habéis oído a mi amo? —dijo el diablillo con una voz silbante—. Marchaos, si no queréis que él vuelva a invocar a Sul para que os arroje a las ígneas profundidades donde ya jamás probaréis carne fresca ni beberéis sangre caliente.

Los ghuls se detuvieron, unos con sus garras hundidas en la carne de Khardan y otros con sus dientes tan sólo a unos centímetros de su cuerpo, y lanzaron una siniestra mirada al diablillo. Éste les devolvió la mirada, con sus ojos encarnados ardiendo con ferocidad.

—Siempre hambrientos, siempre sedientos…

Uno por uno, los ghuls fueron soltando a su presa. Muy despacio, y con los ojos fijos en el diablillo, se fueron apartando del califa mientras abandonaban su aspecto de demonio por el de hombre.

Con su lengua entrando y saliendo rápidamente de placer, el diablillo se volvió hacia Mateo y le hizo una reverencia.

—¿Deseas alguna cosa más, mi Oscuro Señor?

Capítulo 3

Mateo estuvo a punto de dejar caer la varita. De todos los asombrados ocupantes del barco, el joven brujo fue el que más atónito se quedó. Sintiendo que la varita empezaba a deslizarse de sus temblorosos dedos, Mateo la agarró fuertemente con un movimiento espasmódico de la mano, reaccionando más por instinto que por un pensamiento consciente. Dejar caer una varita durante la ejecución de un conjuro estaba considerado un lamentable y peligroso error por parte de cualquier brujo. Casi todos los jóvenes estudiantes, en su nerviosismo, lo hacían alguna vez, y Mateo podía oír ahora la voz del archimago retumbando furiosa en sus oídos. Su buena preparación salvó al joven brujo, que cobró fuerza adicional al caer en la cuenta de pronto, con terror, de que, si el conjuro se hubiera roto, se habría hallado en mucho mayor peligro que si todos los ghuls del plano inferior se hubiesen congregado en torno a él.

Un instante antes de que el diablillo se inclinara para saludar, Mateo vio claramente en los ojos de la criatura el ardiente deseo de reclamar su alma inmortal. Si esto sucediera, sería él, Mateo, quien pasaría a hallarse, para toda la eternidad, al servicio de un Oscuro Señor: Astafás, Príncipe de las Tinieblas. ¿Por qué no lo hacía, el diablillo? Mateo se había ofrecido como prenda al pronunciar el nombre de Astafás. ¿Por qué aquella criatura le estaba obedeciendo a él? Sólo los más poderosos brujos de su orden podían convocar y controlar a inmortales como los diablos.

Puede que la varita tuviese semejantes poderes, pero Mateo lo dudaba. Meryem era una hábil maga, pero ni siquiera ella podría haber alcanzado el alto rango necesario para poder fabricar una varita de Invocaciones. Si ella hubiese poseído esta clase de poder arcano, no habría necesitado recurrir a algo tan burdo como el asesinato. No, alguna fuerza extraña y misteriosa se hallaba en acción aquí.

Demasiado tarde, Mateo recobró el control de sus facciones. Había permanecido mirando con estupor al diablillo mientras estos confusos pensamientos daban vueltas por su cabeza, y esperaba que nadie lo hubiese notado.

Pero su esperanza era vana. La fría compostura de Auda ibn Jad se había visto perturbada por la aparición del diablillo, y todavía más por su referencia a la hermosa joven de pelo rojo como Oscuro Señor. Pero, aun así, Ibn Jad se dio cuenta al instante de la acobardada apariencia de Mateo y, aunque el Paladín Negro no sabía todavía lo que ésta presagiaba, la dejó archivada en su memoria para posterior consideración.

Mateo sabía que tenía que actuar y trató con desesperación de pensar cuál era la siguiente orden que, por lógica, un brujo maligno poderoso impartiría en un caso así.

La orden que había en su corazón era hacer que el diablillo se los llevara a él, Khardan y Zohra lejos de aquel barco lleno de horrores, tan lejos de Auda ibn Jad como la criatura fuera capaz. Pero, justo cuando este pensamiento viajaba del corazón a la mente, el diablillo levantó la cabeza y miró a Mateo. Sus ojos rojos despidieron destellos de fuego, su boca se separó en una malvada sonrisa de oreja a oreja y su lengua lamió unos labios secos y agrietados.

Mateo se estremeció y desterró la idea. El diablillo podía leer su mente, era obvio. Y, si bien no había duda de que obedecería su mandato, Mateo sabía exactamente adónde los llevaría aquel ser: a un lugar de eterna oscuridad cuyo demoníaco Príncipe haría a Auda ibn Jad parecer un santo comparado con él.

—¿Oscuro Señor? —insistió el diablillo frotándose las pellejudas manos.

Levantando la mirada mientras daba esta orden, los ojos de Mateo se encontraron con los de Auda ibn Jad. Nada vio en su negra y reptiliana inexpresividad que le diera una pista de lo que el Paladín Negro podía estar pensando. Si Auda lo desafiaba, el joven brujo no tenía idea de lo que iba a hacer. ¡Desde luego, no invocar al diablillo otra vez, si podía evitarlo!

Durante largos momentos, ambos se quedaron mirándose el uno al otro; el barco, los
goums
, los ghuls, las barcas que se aproximaban a la nave y las voces que gritaban saludos a los de cubierta…, todo ello se desvaneció de la mente de los dos hombres mientras cada uno se esforzaba por ver dentro del corazón del otro.

Mateo no logró sacar nada en claro. Lo que Auda ibn Jad hubiera podido ver, si es que había visto algo, permaneció profundamente encerrado dentro de él.

—Kiber —dijo Auda ibn Jad—, escoge a tres de tus hombres y colocad al califa en la silla del contramaestre. Luego descendedlo hasta las barcas. Despacio, Kiber, despacio.

Kiber llamó a tres
goums
que se hallaban ocupados atando el cargamento que habían subido a bordo en unas enormes redes, para remolcarlo y depositarlo en las barcas que esperaban. Los hombres abandonaron sus tareas y se apresuraron a acudir a la llamada. Con desconfiadas miradas de reojo a Mateo, levantaron a Khardan cogiéndolo de los brazos y las rodillas y lo transportaron con dificultad hasta la barandilla del barco.

Poniéndose en pie, Mateo los siguió. Agradecía que los pliegues de su caftán ocultasen el temblor de sus piernas y esperaba no estropearlo todo cayéndose desmayado sobre la cubierta. Todavía sostenía la varita en la mano, por considerar que era mejor mantenerla a la vista. Sus dedos estaban aferrados a ella con tal fuerza que no estaba completamente seguro de poder soltarla.

—Acércate, mi flor —le indicó Auda ibn Jad—. Los demás, continuad con vuestro trabajo —dijo, haciendo un ademán a los
goums—
. La noche está a punto de caer y debemos abandonar el barco antes de que eso suceda. Cogedla —añadió señalando a Zohra— y ponedla en la misma barca que su esposo.

Mateo miró a Zohra con aprensión; ignoraba lo que ésta era capaz de decir; tal vez saltaría con que la varita no era suya o que él le había dicho que el dios al que rendía culto se llamaba Promenthas y no Astafás. Zohra no dijo nada, sin embargo, y se limitó a mirarlo con unos ojos desorbitados por el asombro. Él consiguió dedicarle lo que esperaba fuese una sonrisa tranquilizadora, pero ella, al parecer, se había quedado tan absolutamente pasmada por lo que acababa de suceder que no pudo responder. Zohra permitió que sus capturadores se la llevaran de allí, mientras miraba a su alrededor como si estuviese soñando despierta.

Suspirando, Mateo avanzó hasta situarse delante de Auda ibn Jad. Los dos estaban solos en el centro de la cubierta.

—Bien, mi flor. Parece que tu lisa cara y tu fino cuerpo, así como los hábitos de brujo que llevabas cuando te vi por primera vez, me engañaron. No era una mujer a quien recogí en mi caravana de esclavos, sino un hombre. Naturalmente, pensaste que yo te mataría y por eso decidiste mantenerme engañado. Puede que tuvieses razón pero, pensándolo bien, no estoy tan seguro de que te hubiese eliminado como hice con los otros. Hay quienes suspiran por un hermoso muchacho más que por una bella muchacha y están dispuestos a pagar muy buen dinero por él en el mercado de esclavos. Habrías podido ahorrarte tanta humillación y tantos problemas si me hubieses dicho la verdad… Sin embargo, agua caída en la arena ya no se puede beber, y eso ya no tiene vuelta de hoja. Creo que ahora deberías devolverme los peces, mi flor.

Todo esto lo había dicho el hombre con un tono tranquilo, incluso las últimas palabras. Pero Mateo pudo sentir la acerada amenaza mostrándole su agudo filo. Tomándose unos segundos para ordenar sus pensamientos y hacer acopio de valor con la misma desesperación con que agarraba la varita, Mateo sacudió la cabeza.

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