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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (46 page)

BOOK: El paladín de la noche
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Capítulo 16

Mateo había permanecido encerrado en su habitación durante todo el día. Se había pasado las increíblemente largas horas de espera paseándose de un lado a otro de la estancia, con sus miedos divididos entre Khardan, Zohra y él mismo. Sabía lo que debía hacer, sabía lo que
tenía
que hacer esta noche, y se preparaba mentalmente para ello, dándole a su plan una y otra vuelta dentro de su cabeza. Ya no era una cuestión de valor. Se conocía lo bastante a sí mismo ahora como para entender que su valentía manaba de la desesperación. Las cosas estaban lo bastante desesperadas. Aquélla era su única oportunidad de escapar y, si ello significaba entregar su alma a Astafás, estaba preparado para hacerlo.

«E incluso eso es un acto de cobardía —se dijo a sí mismo dejándose caer en una silla, exhausto, tras haber caminado varios kilómetros en su pequeña habitación—. ¡Está muy bien decir que te estás sacrificando por Khardan y Zohra, después de que tanto uno como otro te han salvado la vida, y después de que tú los has metido a los dos en esto! Pero, admítelo: una vez más, estás actuando para salvar tu propio pellejo, ¡porque no puedes afrontar la idea de la muerte!

»Bonita conferencia diste a Khardan sobre tener el valor de vivir y luchar. Por fortuna, él no pudo ver que tus palabras estaban teñidas de amarillo, con la bilis de un cobarde, cuando salían de tu boca. ¡Tanto él como Zohra están dispuestos a morir antes que traicionar a su dios! ¡Y tú estás dispuesto a vender tu alma por conservar tu vida unos momentos más en este cuerpo de cobarde que no vale el aire que respira!»

La noche había oscurecido su ventana. Los toques de la campana de hierro habían estado sonando a intervalos tan largos durante el día que a menudo Mateo se preguntaba si el mecanismo para marcar el paso del tiempo no se habría averiado. Ahora, los tañidos retumbaban en sus oídos con tanta frecuencia que estaba convencido de que el reloj se había desmandado y daba los cuartos completamente a su capricho.

Para distraer sus pensamientos, que estaban amenazando con correr tan desbocadamente como el tiempo, Mateo se levantó y abrió la ventana. Un viento refrescante del mar se llevaba la maloliente y amarillenta niebla que se había adherido durante todo el día al castillo como una manta asfixiante. Mirando hacia el exterior, Mateo pudo ver un acantilado de negras y accidentadas rocas y, debajo de éste, la orilla del mar, cuya arena brillaba de un modo misterioso a la luz de las estrellas. Oscuras olas rompían contra la costa. El barco de los ghuls, como una mancha negra sobre las aguas, se balanceaba sujeto al ancla mientras su tripulación, con toda seguridad, soñaba con dulce carne humana.

Cierto movimiento junto al marco de la ventana llamó la atención de Mateo, que se asomó para descubrir a una horrenda figura mirando hacia el interior. Mateo dio un salto hacia atrás y cerró la ventana de un golpe. Agarrando las cortinas de terciopelo, las corrió con tanta fuerza que casi las arrancó de sus colgadores. Se alejó de la ventana, corrió hacia su cama y se dejó caer sobre ella.

¡Un
nesnas
! ¡Mitad humano y mitad… nada!

Mateo tembló y cerró los ojos para borrar el recuerdo de aquella imagen, no consiguiendo con ello sino traerla con más claridad a su mente. «¡Toma a un humano y córtalo verticalmente en dos, con un hacha, y eso es lo que acabo de ver junto a mi ventana! Media cabeza, media nariz y media boca, una oreja, medio tronco, un brazo, una pierna… saltando, horriblemente…»

«¡Y eso es lo que tendremos que afrontar cuando abandonemos el castillo!»

«¡Tu eres el Portador. Nada puede dañar al Portador!»

Las palabras volvieron consoladoramente a su cabeza y él las repitió una y otra vez como una apaciguante letanía. «Pero, ¿qué hay de los me acompañen? Estarán a salvo —se aseguró a sí mismo—. Nada de cuanto hay ahí fuera les hará daño, ya que yo seré el amo, el amo de todo cuanto es oscuro y maligno… »

«¿Qué estoy diciendo?» Encogiéndose y temblando, Mateo se deslizó de la cama y cayó de rodillas en el suelo.

—Promenthas —susurró, cogiéndose las manos y apretándolas contra sus labios—, lamento haberte fallado. Había supuesto que tú me mantenías vivo, mientras otros más valiosos que yo morían, con algún propósito. Y, si así era, sin duda yo he trastocado dicho propósito con mis estúpidas acciones. Pero es que… ¡es que siento que estoy tan solo! Tal vez lo que el demonio dijo acerca de un ángel guardián sea verdad, después de todo. Si es así, y ella me ha abandonado, entonces ya se por qué. Perdóname, Promenthas. Mi alma irá a encontrarse con su oscura recompensa. Sólo te pido una última cosa. Toma las dos vidas que tengo a mi cuidado y sé misericordioso con ellas. A pesar del hecho de que adoren a otro dios y sean bárbaros y salvajes en sus maneras, las dos son personas verdaderamente buenas y justas. Haz que regresen a salvo a su tierra natal… su tierra natal… —Las lágrimas resbalaron por las mejillas del joven brujo y fueron a caer entre sus dedos—. A la tierra que anhelan volver a ver y a los padres que se afligen por ellos.

»¡Qué miserable soy! —exclamó de improviso Mateo apartándose de golpe de la cama—. ¡Ni siquiera puedo rezar por otros sin hundirme en el fango de la autocompasión! —Y, mirando hacia el cielo, sonrió con amargura—. Ni siquiera puedo rezar… ¿he dicho rezar? Pero, dicen que quienes practican culto al Príncipe de las Tinieblas no pueden pronunciar tu santo nombre sin que éste les queme la lengua y les abrase los labios. Yo…

Un golpe sonó en la puerta. Mateo oyó con temor el reloj que comenzaba a marcar la hora. Una… cinco… ocho… Su corazón contaba las campanadas… diez… once.

Una llave giró en la cerradura.

—Tu presencia es requerida, flor.

Mateo tragó saliva e intentó responder, pero las palabras no pasaron de su garganta. Su mano se movió para asir la negra varita. Fue un acto inconsciente; no sabía que la estaba tocando hasta que sintió sus afiladas aristas clavarse en su piel. Su calor tranquilizador se arrastró sobre él como las oscuras olas del océano que rompían contra la playa.

La puerta se abrió. Auda ibn Jad apareció en medio del marco con su silueta recortada contra un telón de antorchas encendidas. La danzarina luz producía un reflejo anaranjado vivo en su armadura negra y centelleaba en los ojos de la serpiente cercenada que adornaba su peto. Junto a Ibn Jad se erguía otro caballero vestido con la misma armadura.

La luz de las antorchas brillaba en su rizado cabello negro, iluminando el rostro que había estado todo el día en el pensamiento de Mateo; un rostro que aparecía pálido y macilento, agotado por el dolor y, sin embargo, encendido con un fuego de ansia feroz; un rostro que miraba a Mateo sin la menor sombra de reconocimiento en sus negros ojos.

—Te llaman —dijo Auda ibn Jad con frialdad—, la hora de nuestro triunfo está cerca.

Inclinando la cabeza en gesto de conformidad, Mateo cruzó el umbral. Ibn Jad entró en la habitación y comenzó a registrarla. ¿Qué podía estar buscando? Mateo no tenía idea…, tal vez al diablillo. Acercándose a Khardan, el joven brujo aprovechó la oportunidad para mirar una vez más al califa a la cara.

Un párpado vaciló. Profundo, muy profundo dentro de la negrura, estaba el brillo de una sonrisa.

—Gracias, Promenthas —murmuró Mateo y, entonces, se mordió la lengua creyendo haber sentido una ardiente sensación en la garganta.

Capítulo 17

Una vez más, el círculo de los Paladines Negros se formó en torno al emblema de la serpiente cercenada. Esta vez, sin embargo, todos los seguidores de Zhakrin se hallaban presentes en la sala. Mujeres con hábitos negros, muchas de ellas con vientres hinchados que contenían a los futuros seguidores del dios, se sentaban en sillas en una esquina de la enorme estancia. Kiber y sus
goums
y los otros guerreros al servicio de los Paladines Negros formaban fila de pie alrededor del salón, con las armas en la mano. Las hojas desnudas de espadas y dagas y las afiladas puntas de las lanzas brillaban con intensidad a la luz de millares de negras velas de cera colocadas en lámparas de hierro forjado que habían sido descendidas del elevado techo.

Detrás de los soldados, que estaban acurrucados en el suelo con sus caras pálidas de miedo, los esclavos de los seguidores de Zhakrin esperaban con impotente desesperación el retorno de un dios que sellaría para siempre su destino.

Escoltado por Khardan y Auda ibn Jad, Mateo entró en la Sacristía. Caminaba estrechamente flanqueado por los dos caballeros; más de una vez el cuerpo de Khardan rozó contra el suyo, y Mateo podía sentirlo tenso y tirante a la espera de acción. Pero también podía oír la respiración estancándose en la garganta de Khardan cuando se movía, el ahogado quejido o jadeo de dolor que éste no podía suprimir del todo. La cara del califa estaba pálida; a pesar del intenso frío del gran salón, el sudor brillaba en su labio superior. Auda ibn Jad lo miraba con preocupación y, en una ocasión, le susurró algo con urgencia, pero Khardan se limitó a sacudir la cabeza y responder con brusquedad que se quedaría.

De pronto, mientras entraban en la enorme cámara iluminada con velas, Mateo pensó que Khardan estaba soportando todo aquello a causa de él, a causa de lo que él había dicho. «Tiene fe en mí —se dijo, y la idea lo aterró—. ¡No puedo fallarle, no después de lo que ha padecido por mi causa! ¡No puedo!»

Agarrando con más fuerza la varita, penetró en el círculo de los Paladines Negros quienes se echaron a un lado respetuosamente para hacerles un sitio.

En el centro del círculo de hombres y mujeres habían colocado un altar de tan abominable aspecto que Mateo se quedó mirándolo sobrecogido. Era la cabeza de una serpiente que había sido segada por el cuello. Tallada en ébano y de alrededor de un metro y medio de altura, la serpiente tenía la boca abierta de par en par. Unos resplandecientes colmillos hechos de marfil se separaban para revelar una lengua bífida incrustada de rubíes. Dicha lengua, proyectada hacia arriba entre los colmillos, formaba una plataforma que ahora estaba vacía, pero Mateo adivinaba qué objeto descansaría muy pronto sobre ella. En torno al altar se erguían las altas vasijas de marfil que Mateo había visto en el barco. Sus tapas habían sido retiradas.

Al lado del altar estaba la Maga Negra. Su mirada se fijó en el joven brujo cuando éste entró en el círculo. Sus ojos viejos, sin edad, palparon el alma de Mateo y, al parecer, les gustó lo que vieron, ya que los labios de aquella estirada cara sonrieron.

«Ella ve la oscuridad dentro de mí», se dio cuenta Mateo con una calma que él mismo encontró sorprendente. Sabía que ella la veía porque podía sentirla, un inmenso vacío desprovisto tanto de miedo como de esperanza. Y, por encima de él, cubriendo la oquedad como una concha, un extendido júbilo, una sensación de poder que llegaba a sus manos. Mateo se recreaba en él, regocijándose, anhelando manejarlo como otro hombre podía anhelar manejar la hoja de una nueva espada.

Mirando a Khardan, se preguntaba con irritación si el hombre le sería de alguna utilidad ahora, herido como estaba. Mateo estaba ansioso por que diera comienzo la ceremonia. Quería ver desvanecerse aquella sonrisa en la cara de piel de tambor de la maga. ¡Quería verla transformada en asombro!

La Maga Negra puso las manos sobre los ojos esmeralda de la cabeza de serpiente que servía de altar, y una tenue vibración resonó por toda la Sacristía, un sonido que era como un lamento o gemido. Al instante, toda la excitada charla que había fluido entre el círculo de Paladines y todos los murmullos por parte de las mujeres que esperaban en la esquina de la Sacristía cesaron. Los guerreros, con un susurro de botas rozando contra el suelo de piedra, se pusieron firmes en rígida atención. El círculo se abrió para dar paso a cuatro esclavos que transportaban un pesado féretro negro de obsidiana. Tambaleándose bajo su peso, los esclavos lo llevaron lenta y cuidadosamente hasta el centro del círculo que se cerró de nuevo en torno a ellos. Con aire reverente, los esclavos se detuvieron delante de la Maga Negra.

En el féretro de obsidiana yacía Zohra, vestida con una túnica hecha por entero de cristal negro. Los chispeantes bordes de las cuentas absorbían la luz de las velas y emitían una aureola irisada cuyo núcleo era oscuridad. Su largo cabello negro había sido cepillado y untado de aceite, y caía desde la línea central de su cabeza por alrededor de sus hombros, hasta tocar las puntas de sus dedos. Yacía tendida boca arriba, con las manos estiradas longitudinalmente a lo largo de sus costados. Con los ojos abiertos de par en par y sus labios ligeramente separados, miraba fijamente hacia las velas que colgaban por encima de ella, pero no había ningún signo de vida en su cara. Por la palidez de su faz, se habría dicho que era un cadáver, de no ser por el regular movimiento ascendente y descendente de su pecho que podía detectarse por el suave tremular de la túnica de cuentas de cristal.

Mateo sintió que Khardan se contraía y supo que el dolor que el hombre experimentaba no procedía de sus heridas. «Le preocupa ella más de cuanto pueda admitir, —pensó Mateo—. Mejor, eso le dará mayor incentivo para ayudarme».

El Señor de los Paladines se adelantó y pronunció un discurso. Mateo se movía inquieto, apoyándose en un pie y luego en otro, pensando que estaban empleando un tiempo excesivo para llevar a cabo aquella ceremonia. Justo acababa de oír al reloj marcar los tres cuartos de la hora señalada, cuando de pronto se quedó mirando con atención a uno de los esclavos que transportaban el féretro.

En aquel momento, el esclavo a quien Mateo observaba dejó caer bruscamente la esquina del féretro que sostenía y se enjugó el sudor de la cara. El féretro se tambaleó, dejando ladeada a Zohra; la Maga Negra miró al esclavo con tal ira que todos los presentes en la Sacristía comprendieron que el pobre miserable estaba sentenciado.

«¡Usti!», lo reconoció Mateo mirándolo con profundo asombro. Cómo había conseguido semejante transformación, Mateo no tenía idea. Estaba seguro de que el djinn no había estado entre los que en un principio habían entrado el féretro en la Sacristía. Pero ahora no existía la menor confusión mientras contemplaba las tres papadas y aquella gorda cara emergiendo de sus hinchados hombros.

Los demás portadores comenzaron a descender sus extremos, pero la Maga Negra dijo con severidad:

—¡No! ¡No aquí, delante de mí! Bajo el altar.

Con un quejido de gran sufrimiento, Usti volvió a levantar su esquina del féretro y ayudó a moverlo hasta el lugar indicado. Mateo pudo ver la empedrada empuñadura de una daga brillando en el fajín que ceñía la amplia cintura del djinn. La gorda cara de Usti aparecía sombría. Con las papadas temblando de resolución y propósito, Usti ocupó su sitio a la cabecera de su ama.

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