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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (4 page)

BOOK: El pais de las sombras largas
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Asiak sonrió con sus redondas mejillas que estallaban de grasa, y con la punta del cuchillo de nieve apartó las espinas del salmón y se lo comió.

Pasaron muchas horas, pasaron muchos peces, pero Ernenek no logró pescar ninguno. En un momento en que un cardumen entero se acercó al hoyo, Ernenek quiso ensartarlo todo y lo que consiguió fue sólo hacerlo huir.

—Has hecho un agujero en el agua —dijo Asiak—. Una mujer ha oído como se reían los peces.

Ernenek montó en cólera y decidió partir. Mientras tanto, la temperatura bajaba.

Los perros seguían la pista sin dificultad, de manera que Ernenek y Asiak podían dormitar de ves en cuando sobre el trineo, sin preocuparse de dirigirlo. En verano dormían poco pues dejaban los largos sueños para la larga noche invernal; sin embargo, de cuando en cuando debían detenerse para dejar que el tiro de perros descansara. Mientras éstos dormían, Ernenek perforaba el hielo con sierra y punzón y por el hoyo atrapaba algún pescado; en una ocasión, hallándose cerca de la costa, mató una zorra de un flechazo. Asiak la desolló diestramente, valiéndose del cuchillo de piedra; sirvió a Ernenek las vísceras tiernas, apenas se enfriaron, y puso a estacionar las partes más duras, mientras conservaba la piel como estropajo.

Más que la oscuridad creciente, a la que sus ojos se iban acostumbrando poco a poco, fueron los primeros pelos blancos de la piel de la zorra los que les anunciaron la proximidad del invierno. A cada revolución, el sol bajaba un poco más, ampliando continuamente el trayecto elíptico; dentro de poco desaparecería detrás de las montañas o se hundiría en el mar, y volvería a caer la noche sobre la cima del mundo.

Así pasaron varios días, tal vez siete u ocho, hasta que estalló una tormenta, y Ernenek comenzó a hablar consigo mismo, presa de gran excitación.

La oscuridad reducía el hielo; el helado cierzo, irrumpiendo desde lejanas alturas, barrió la superficie del mar y empujó horizontalmente grises nubes de nevisca sobre la extensión sin término, lo que obligó a los viajeros a agregar otra capa de grasa al rostro y a mantener los ojos semicerrados. De nuevo, el trineo de Kidok desapareció de la vista: los perros perdieron sus huellas y una y otra vez Ernenek tuvo que detenerse, bajar del trineo y descubrir con el pie los rastros borrados por la nieve.

Los perros seguían una línea ondulante y el trineo se bamboleaba bajo la presión del viento.

Ernenek empezaba a sentir la falta del grueso sayo exterior, provisto de capucha, que sólo deja al descubierto los ojos; tenía las cejas cargadas de cristalitos de hielo y las orejas llenas de nevisca.

Con todo, no se habría detenido de no haberse producido un incidente.

Para castigar al viento por su insolencia y para quebrarle su furia, Ernenek se había puesto a golpearlo con el látigo y a traspasarlo con el cuchillo; pero el viento no sólo se negó a someterse, sino que se rebeló y con una furiosa ráfaga volcó el trineo, que arrastró más de cien metros, mientras fardos, viajeros y perros rodaban por el suelo en una gran confusión. Los perros aullaron. Ernenek maldijo. Asiak rió. En vano trataron de levantar el trineo sobre los patines. El viento tornaba a volcarlo.

—Perdona a una mujer que vale poco y que se atreve a hablarle a un hombre como tú, pero te hago notar que el trineo se romperá y que entonces ya no podrás alcanzar a Kidok —gritó Asiak en el oído lleno de nieve de Ernenek—. Detengámonos.

Si no podemos avanzar nosotros, quiere decir que tampoco puede avanzar él.

Empujaron el trineo hasta colocarlo detrás de un repliegue que presentaba la superficie del mar y a cuchilladas deshicieron los nudos de las correas enredadas. Una vez libres, los perros se pusieron a excavar desesperadamente con las patas, chillando y buscando en vano abrigo en la delgada capa de nieve.

Trabajando de prisa y con precisión, Ernenek comenzó a construir un iglú. Con la punta del cuchillo trazó sobre el hielo un círculo cuyo diámetro medía lo que él en altura. Luego, permaneciendo dentro del círculo, con la mandíbula de escualo que tenía en el trineo, serruchó grandes cubos de hielo que dispuso en torno, sobre la línea trazada. Erigiendo cubos y cortándolos al propio tiempo, sacó del hielo que pisaba otros cubos que fue disponiendo sobre los anteriores de manera tal que al fin un solo bloque bastó para cerrar la bóveda. Mientras tanto, afuera, Asiak, castigada por el viento, reducía la nevisca a menudo polvillo con la pala de cuero helado y lo arrojaba contra las paredes del iglú naciente, para cerrar las rendijas que quedaban entre uno y otro cubo.

El iglú terminado se levantaba apenas un metro sobre la superficie del océano, esférico y compacto para que no se ofreciera a la furia de la tempestad; el resto del espacio se había ganado a expensas del suelo.

En el centro del techo Ernenek hizo un agujero pequeño para dar salida al humo; luego construyó el banco de nieve y después el túnel sinuoso que permitía entrar el aire, pero no el viento, y en el que debía albergarse el tiro de perros. Mientras Asiak llevaba a la casa las provisiones y los utensilios domésticos y recubría el banco con pieles de caribú, Ernenek salió para sepultar el trineo; después volvió a entrar en el iglú y se quitó cuidadosamente de encima toda la nieve, antes de sentarse sobre las pieles del banco.

En medio de la oscuridad oyó cómo Asiak preparaba la lámpara, daba fuego a la yesca de hongos secos mediante la piedra de sílice y encendía el pabilo de musgo. A medida que la grasa de foca se derretía en el recipiente de esteatita, la llamita crecía haciendo brillar la pared circular y difundiendo calor.

Con dos arpones clavados en la pared por encima de la lámpara, Asiak improvisó un secadero sobre el cual extendió su ropa exterior que estaba mojada. Ayudándose con los dientes quitó a Ernenek las calzas de cuero también mojadas y rasgadas, que secó con nieve y reparó con la aguja de ballena que llevaba en el pelo y con nervio de caribú, antes de extenderlas en el secadero.

El secadero, la lámpara, el montón de carne, el pedernal, el cubo de nieve potable y todos los otros utensilios estaban dispuestos de acuerdo con un orden más antiguo que la historia, transmitido desde la noche de los tiempos de padres a hijos: cada cosa estaba al alcance de la mano, para que se la pudiera encontrar fácilmente aun en la oscuridad y para que todo se pudiera hacer sin moverse del banco. Ese iglú era idéntico al iglú que habían dejado y a los iglúes que habían de tener en el futuro, y todos los enseres estaban hechos teniendo en cuenta las dimensiones de ese iglú. El hacha de sílice era corta, y el cuchillo para uso doméstico, de hueso de caribú, era circular, de suerte que para emplearlo sólo bastaba realizar un movimiento con la muñeca, en lugar de tener que mover también el codo, lo cual habría sido incómodo en un ambiente tan reducido.

Asiak, como toda mujer de su casa, tenía un sinnúmero de cosas que hacer: regularmente había que quitar el pabilo para que no humeara, volver de continuo las ropas tendidas en el secadero, reparar los desgarrones y raspar las pieles, una vez secas, y luego masticarlas hasta que volvieran a adquirir su suavidad.

El crujido de la aguja, la reverberación anaranjada de las heladas paredes y. el olor familiar del pabilo que flotaba en la grasa de foca invitaban a Ernenek a conciliar el sueño; pero Ernenek sentía frío. Había desplegado mucha energía y no se había nutrido suficientemente, como hacen los hombres cuando corren detrás de una mujer, y desde luego no habría sido él si no se hubiera olvidado de algo que tenía una importancia primaria, como por ejemplo las ropas adecuadas para emprender semejante viaje. Se metió en el saco de piel de reno, con las piernas un poco más altas que el cuerpo, a fin de que el aire caliente subiera a los pies ateridos; pero así y todo no consiguió dormirse. Habitualmente le gustaba adormecerse hallándose a medias helado; pero esa vez no logró conciliar el sueño.

Observaba a Asiak por entre las pestañas. Al cabo de un rato la muchacha terminó de coser.

Chupó un poco de pescado helado. Cerró el agujero del techo con un pedazo de piel. Bostezó ligeramente.

Luego, sin pedir permiso, se introdujo en el saco de Ernenek.

Éste fingió dormir. Bien pronto el pabilo abandonado a sí mismo comenzó a humear, luego crepitó y terminó por apagarse. La furia de la tormenta les llegaba atenuada a través de las gruesas paredes. De cuando en cuando el iglú se estremecía a causa del movimiento del mar subyacente y se oía el gorgoteo de las aguas debajo de la helada costra. Asiak, metida en el saco de pieles, le infundió calor y antes de que se diese cuenta de ello, Ernenek se durmió.

Cuando despertó, la tormenta continuaba aún azotando la helada llanura, pero era menos violenta que antes. Asiak estaba ocupada en ablandar sus calzas de cuero con un raspador de hueso y, en las partes más duras, con los dientes.

Ernenek tenía hambre. Lo esperaba el té tibio que se bebió mientras comía trozos de pescado y de grasa. Cuando terminó de comer, las provisiones estaban casi del todo agotadas.

—Alguien va a buscar a Kidok antes de que pueda escaparse —dijo entonces hurgándose los dientes con las uñas.

—No es imposible que una mujer te acompañe. Kidok no puede estar muy lejos.

Salieron, abriéndose camino a codazos entre los perros que dormían en el túnel. El viento soplaba aún con fuerza, el cielo se presentaba sombrío y la temperatura era cruel. Entrecerrando los ojos en la nube de nieve y encorvándose para resistir las ráfagas de viento, terminaron por descubrir un pequeño iglú encogido bajo la tempestad y casi completamente cubierto por la nevisca.

El ladrido de los perros anunció su llegada. El interior del iglú de Kidok era idéntico al de Ernenek, con los mismos utensilios dispuestos del mismo modo. Desde su saco de pieles, Kidok sonrió a los recién llegados, y las hermanas se restregaron las narices, riendo y oliéndose.

—Alguien ha venido a llevarse a Imina —anunció Ernenek sin ceremonias.

—Vimos que nos seguías con tu trineo, pero creíamos que lo hacías por jugar —dijo Kidok riendo—. Querías probar la velocidad de mi trineo.

—No, no lo hacía por jugar, sino para apoderarme de Imina.

—¿Por qué no te quedas con Asiak? ¿Acaso no sabe raspar y coser y hacer todas las otras cositas que suelen hacer las mujeres?

—Sí, sí, rasca y cose las ropas; pero alguien quiere a Imina porque... —y aquí Ernenek ya no supo qué decir. No se le ocurrió que tal vez deseaba a Imina sólo porque la había tomado Kidok.

Embarazado, se inclinó sobre el montón de pescado helado y cortó una tajada. Los otros reían a carcajadas, mientras Ernenek se ponía cada vez más encarnado. Como había dicho Asiak, no era digno de un hombre demostrar un interés particular por una mujer particular.

—Cierto es que nadie puede forzar a una mujer —dijo Kidok mostrando gran sabiduría— de manera que Imina es libre de irse contigo si así lo quiere. Pero en ese caso, ¿se irá Asiak tal vez con un cazador de poco valor a quien no le gusta viajar solo?

—No es imposible —dijo Asiak sonriendo, con el rostro encendido.

Por un instante Ernenek se quedó perplejo. Luego se le ensombreció el semblante. Se sintió tan infeliz que tuvo que recurrir muchas veces al montón de pescado para consolarse; sólo se le oía cómo se chupaba los dedos entre uno y otro bocado, mientras sus compañeros charlaron alegremente hasta que se calmó la tormenta.

Cuando el trineo de Kidok estuvo preparado para partir, todos decidieron volver al iglú otra vez para tomar juntos un último tazón de té y charlar aún un poco, lo cual les llevó alrededor de otra semana.

Sólo se festejaban las llegadas y encuentros, pero no las despedidas, pues las separaciones son tristes cuando la compañía es rara; a lo sumo podía decirse a quien abandonaba un iglú: aporniakinatit, esto es: "amigo, pon atención en no chocar con la cabeza en el túnel".

De suerte que Ernenek debería haber ignorado la partida de Kidok y Asiak y haberse quedado en el iglú o mirando cualquier otra cosa. Pero en lugar de hacerlo así, se plantó junto al trineo con ojos trágicos y mandíbulas apretadas, y cuando el tiro se lanzó hacia adelante, obedeciendo la orden de las riendas, Ernenek se arrojó sobre el perro cabeza y detuvo el trineo tan bruscamente que carga y pasajeros rodaron sobre el helado suelo en un infierno de chillidos, maldiciones y risas.

Kidok se levantó, se sacudió la nieve que lo cubría y se quedó mirando a Ernenek, maravillado.

—Pensándolo mejor, alguien prefiere quedarse con Asiak —balbuceó Ernenek profundamente embarazado—. ¡Vuelve a tomar a Imina!

Kidok rompió a reír. Ernenek debía de estar loco. ¿Acaso una mujer no valía tanto como otra? A Kidok la cuestión no le importaba, siempre qué Ernenek se decidiera de una vez por todas. Para castigarlo, le hizo volver a cargar el trineo, labor que Ernenek cumplió con gran brío, cantando alegremente; y por una vez se sintió feliz al ver alejarse un trineo.

Apenas hubo llevado a Asiak al iglú comenzó a olería y a ponerle las manos encima sin perder tiempo. Pero Asiak le asestó un ruidoso golpe en la cara con un salmón helado.

—Seguiste a Imina durante diecisiete vueltas de sol antes de decidirte, y ahora tendrás que perseguir a la hermana por lo menos dos vueltas antes de que ella se decida. No es imposible que sea más difícil rendir a una estúpida mujer que a un oso.

Ernenek se quedó desconcertado y seriamente alarmado al pensar en el efecto que esta nueva derrota podría tener sobre las focas. Luego Asiak le hizo una pregunta que terminó de desalentarlo:

—¿Quieres decirme ahora para qué has perseguido a Kidok?

Y como Ernenek no respondiera, agregó:

—Verdaderamente debes de ser tonto.

Ernenek, pensativo, cogió una cabeza de pescado que se hallaba sobre el banco y refunfuñando consigo mismo se puso a hacer conjeturas sobre el enigma de lo imponderable.

MAGIA BLANCA

Cuando en medio de la bruma otoñal retornaron al campamento, Ernenek dió a los padres de Asiak una lámpara de esteatita y éstos, a cambio de ella, le dieron a Asiak.

Ernenek se sentía al fin feliz por estar en condiciones de retribuir los pequeños favores que había recibido de otros maridos. Cuando abandonaba discretamente el iglú, insinuando que tal vez al amigo Anarvik le habría gustado cambiar una risita con Asiak, no lograba ocultar su orgullo: por fin era un verdadero hombre. Tampoco permitió que Siksik hiciera de aguafiestas y pasó por alto su insinuación de que hacía ya muchos años que Anarvik era incapaz no ya de hacer reír, sino tan sólo de hacer sonreír a las mujeres.

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