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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (5 page)

BOOK: El pais de las sombras largas
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El viejo Ululik murió durante el invierno siguiente, sin ninguna causa especial. Se adormeció y se olvidó de despertarse, lo cual fue una verdadera desgracia: si los familiares hubieran previsto su muerte, lo habrían cubierto con una indumentaria fúnebre y trasladado a un refugio improvisado antes de que exhalara el último suspiro; así habrían evitado que su fantasma contaminara el iglú donde vivían.

En medio de la noche, se vieron pues obligados a abandonar el iglú, a borrar las huellas que dejaban a medida que se iban alejando y a construir otros iglúes suficientemente distantes del anterior, para hallarse al abrigo de la venganza del difunto. El propio Ernenek, que no temía a ninguna persona viva, sentía un terror loco por los muertos. Un hombre, para infundirle miedo debía primero morir, ya que los muertos tienen la pésima costumbre de tomársela con los vivos, por la sencilla razón de que están muertos y procuran hacer la vida de aquéllos lo más difícil que pueden.

Por ese motivo el dolor provocado por la pérdida de Ululik quedó fácilmente superado por el miedo a su fantasma; para congraciarse con éste, los lamentos fúnebres fueron abundantes y sonoros.

Delante del umbral de los nuevos iglúes, hombres y mujeres vertieron la orina de sus recipientes, diciendo: "Esta es nuestra agua, bebe", con la esperanza de que, si el fantasma de Ululik encontraba el camino de sus puertas y probaba aquella agua, se retirara de allí disgustado. Para mayor seguridad, dispusieron trampas fingidas alrededor de las viviendas a fin de que el temor de que lo atraparan alejara al fantasma. Cierto que no era fácil estar vivo; pero tampoco lo era estar muerto.

Anarvik y Siksik partieron hacia la región donde abundaba el caribú al comenzar el verano.

Y desde luego lo hicieron sin despedirse; pero Pauti, la madre de Asiak, estaba enferma y era demasiado vieja para poder viajar, de modo que Ernenek y su mujer se quedaron en el lugar para cuidarla, aunque también ellos tenían grandes deseos de viajar.

Se condujeron bondadosamente con la vieja, que ya no podía contar con nadie, después de la muerte de su marido Ululik y una vez que su otra hija se hubo marchado con Kidok; le dieron de comer, aunque sus manos endurecidas ya no eran capaces de coser y sus dientes, consumidos hasta las encías de tanto masticar pieles, no podían ya ablandar el cuero. Le reservaban los bocados más tiernos y Asiak le ponía en la boca comida ya bien masticada; así le pagaba cuanto había recibido de la madre durante la infancia; aquella era una honesta retribución. Pero como el invierno, todo aquello tenía sin embargo que llegar a un fin. Y así fue.

Pauti comprendió muy bien por qué, en medio de la noche, Ernenek y Asiak la cargaron en el trineo y la condujeron a través de la gran llanura blanca del mar, resplandeciente de estrellas.

Ninguno de ellos habló durante el viaje, ni siquiera cuando se detuvieron, y Ernenek extendió sobre el océano una piel de caribú para que la vieja pudiera morir con toda comodidad. Luego, embarazado, Ernenek volvió al trineo con su paso bamboleante y fingió que se ocupaba de las correas, mientras refunfuñaba consigo mismo. Asiak, para ocultar su turbación, arrojó trozos de pescado helado a los perros, a los que injurió más que de costumbre y castigó con gran brío en los agudos hocicos, cuando los animales se irritaron.

Mientras tanto, sentada con gran dignidad en la piel de caribú, Pauti observaba a su hija con ojos preocupados.

Asiak estaba encinta y probablemente no tenía la menor idea de que se hallaba muy próxima ya a dar a luz. Nunca había asistido a un parto humano; por eso la madre se preguntaba si en ese terreno había aprendido suficientemente de las perras.

—Acércate, pequeña. Una vieja inútil quiere hablarte.

Asiak obedeció y escuchó respetuosamente las palabras de su madre.

—No es imposible que estés encinta y que dentro de poco eches al mundo un niño. Procura recordar todo lo que te digo. Cuando llegue el momento ponte de rodillas, que esa posición facilitará el nacimiento. Si te encuentras en el iglú, retira las pieles del suelo, porque de otro modo se mancharán; luego excava por debajo de ti un foso bastante profundo, para que el niño tenga espacio al salir. Debes hacer de todo para facilitarle la salida; el chico está impaciente por venir al mundo y por eso lo sientes agitarse en tu vientre. Pero has de saber que en el último momento tiene miedo y aun cuando ya haya salido permanece unido a la madre, cosa distinta de la que ocurre con los perros, que nacen ya libres. Por eso tienes que separarlo de ti por cualquier medio: con una cuchilla aguda, con un cuchillo afilado o con los dientes; mas separarlo de ti en seguida porque de otra manera morirían los dos.

—¡Cuánto sabes, madre!

—Y ahora escúchame bien; apenas te hayas liberado del recién nacido habrás de mirar si es macho o hembra. Sí es macho límpialo con tu lengua y luego úntalo con grasa; sólo algunos sueños más tarde podrás lavarlo con orina. Pero sí nace hembra, tienes que estrangularla inmediatamente.

—¿Por qué?

—Has de saber que durante el período de la lactancia muchas mujeres no conciben otros hijos, de manera que por criar a una hembra inútil vendrías a retrasar la llegada de un macho, el cual nunca llega demasiado pronto porque la vejez sobreviene muy rápido; y lo cierto es que se necesita un macho joven que nos provea de alimentos. Una vez que hayas, tenido un varón, podrás entonces criar una niña, si es que llegas a tenerla; pero tienes que saber que muchos padres dejan con vida a sus hijas sólo cuando ya antes del nacimiento alguien promete tomarla como mujer y proveer a su subsistencia mientras crece. De cualquier manera has de matarla en seguida, pues de no hacerlo así te encariñas. ¿Lo has comprendido todo pequeña?

—Creo haberlo comprendido casi todo.

—Entonces alguien es feliz.

Y para dar a su hija la oportunidad de alejarse, Pauti apartó de ella los ojos y se puso a mirar fijamente las lejanas sombras, indicio de tierra, que limitaban el mar, como si las viera por primera vez. Sentía gran respeto por todas las reglas del buen comportamiento, las cuales exigían que se festejaran sólo las llegadas y que no se observaran las separaciones. Habría sido tan incorrecto por parte de Asiak y Ernenek despedirse, como por parte de ella mostrar que se daba cuenta de que aquéllos partían.

Pero aun después de haberse extinguido en la noche el último ladrido de los perros, la vieja continuó viendo a la joven pareja, tan familiar le era el ritmo de la vida inmutable desde los días de su infancia. Y se avergonzó de no sentirse completamente satisfecha después de una existencia rica y plena, sino de albergar aún otro deseo: el de ver, oír y sostener siquiera una vez entre sus brazos viejos y huesosos a un tierno recién nacido. Y mientras aguardaba pacientemente la muerte, con el pensamiento acompañaba a la hija hasta el minúsculo iglú donde en aquel instante se estaba ya preparando el milagro del nacimiento, y la vieja veía claramente, como si estuviera presente en el lugar, todo lo que allí ocurría.

Todo, salvo una sola cosa.

Mientras Pauti esperaba la muerte sentada sobre la piel de caribú, el hijo de Asiak estaba a punto de venir al mundo, impulsado tal vez por los grandes dolores de la madre. Ya durante el viaje de regreso, Asiak se había sentido atravesada por violentas punzadas, pero no había lanzado una sola voz de lamento.

Al llegar el trineo, los cachorros de los perros, soñolientos, sacaron sus cabezas del túnel ladrando y sacudiéndose la nieve de las lanudas pelambres. Mientras Ernenek desenganchaba el tiro, Asiak no se puso, como de costumbre, a descargar el trineo, sino que se echó en seguida de bruces sobre la nieve y se arrastró no sin dificultad por el angosto pasaje del iglú. Encendió la lámpara, se quitó la ropa exterior y, tendida de espaldas sobre el banco de nieve, se quedó esperando.

Entonces entró Ernenek.

Su presencia le molestaba.

—¿Recuerdas el lomo de vaca marina almizclera que sepultamos en el litoral la primavera pasada? —le preguntó Asiak manteniendo los ojos cerrados.

Al recordarlo, el rostro de Ernenek resplandeció de júbilo.

—¡La vaca marina más grande que se haya matado!

—Ahora debe de estar deliciosamente madura. Una estúpida mujer desea un pedazo.

La cara de Ernenek asumió una expresión grave.

—Es un viaje largo y alguien está cansado.

—Ocurre que una mujer molesta y caprichosa desea un poco de esa carne.

—En la despensa tenemos carne de foca muy gorda —dijo Ernenek con acento persuasivo —, y un hígado bien cargado de moho.

—Hay en este mundo una mujer que no desea ahora ni carne de foca gorda ni hígado, por podrido que esté, sino que sólo quiere lomo de vaca marina almizclera.

En los últimos tiempos había tenido de pronto similares deseos y Ernenek se preguntaba frecuentemente por qué no se los hacía pasar con un buen bofetón; pero no encontraba respuesta a su pregunta. Más eran las cosas a las cuales Ernenek no sabía responder que aquéllas que se le podían preguntar. Golpeó con los pies en el suelo, refunfuñó y lanzó imprecaciones; pero luego agregó un poco más de grasa a su rostro, volvió a enganchar el tiro y partió en busca del lomo de vaca marina.

Asiak se sentía sacudida por estremecimientos de frío, aunque hasta entonces su gravidez la había mantenido más caliente que una triple piel de oso. Con el pie ajustó el bloque de nieve que tapaba la salida; luego, también sin abandonar el lecho, tomó un trozo de nieve potable, lo hizo derretir sobre la lámpara y bebió ávidamente.

La criatura pataleaba y los dolores hacían que Asiak temblara y apretara los dientes, mientras los pies se le crispaban convulsivamente. Sentía náuseas y una sed inextinguible. Los cabellos se le habían pegado en la frente húmeda y el sudor le quemaba los labios, que Asiak se había mordido hasta hacerse sangre.

El pabilo que flotaba en la grasa comenzó a parpadear y a emitir volutas de humo negro que corrían hacia la abertura de la bóveda. Esto indicaba que era necesario despabilar la luz, pero la mujer lo ignoró. En cambio, haciendo un esfuerzo, abandonó el banco, retiró las pieles del suelo y con un raspador de ropa excavó un hoyo en el hielo. Luego se bajó las calzas hasta las rodillas, se puso de hinojos sobre el hoyo y se quedó esperando con un codo apoyado en el banco y el otro sobre el montón de nieve potable. La luz anaranjada se hizo más débil; luego, parda, violeta, azul, gris. Por fin, todo quedó envuelto en tinieblas.

Y en medio de espesas tinieblas vino al mundo el primogénito de Asiak, golpeando con la cabeza en el fondo del hoyo de hielo.

Sintiendo que algo le tiraba, Asiak se curvó hacia adelante y con los agudos dientes se liberó completamente del niño. Casi en el mismo momento, un vagido muy agudo llenó el iglú, y Asiak se apresuró a encender la luz por ver qué cosa había echado al mundo.

Era un varón, y la potencia de su voz la hizo sonreír, porque le recordaba a Ernenek. Lamió el tierno montoncito de carne de color castaño pálido hasta que brilló inmaculado, salvo en la mogólica mancha azul que se veía en la base de la columna vertebral; lo secó con un estropajo de piel de zorro y lo untó de grasa. Luego lo depositó bruscamente en el banco, porque la asaltaron los dolores posteriores al parto.

Una vez que éstos pasaron, sintió frenético deseo de comer y se puso a devorar la placenta, siguiendo el ejemplo de las perras, porque sabía por experiencia que las perras no se equivocan.

Aquella envoltura viscosa era dulzona y dura y alcanzó justo para dejarla harta. Entonces, sintiéndose invadida por una gran calma y una sensación de completo apaciguamiento, se metió en el saco de pieles.

Como la criatura berreaba terriblemente, le tapó la boca con el seno y el niño comenzó a chupar con todas sus fuerzas; le hacía daño, pero al propio tiempo le daba una sensación que se parecía extrañamente al placer sexual.

Y éste fue el signo de que volvía a despertarse su sensualidad que, como en los animales salvajes, se había adormecido en el momento de la concepción, la cual había obligado a todo su ser a concentrarse en sí mismo y a mantenerse en una actitud de defensa contra el mundo exterior, incluso su marido, contra quien había luchado con uñas y dientes para mantenerlo alejado de su vientre.

Y aquel largo período en que Asiak se le negó, había desconcertado a Ernenek que no sabía más que Asiak acerca de las fuerzas primordiales que gobernaban la sangre de su mujer.

Cuando Ernenek volvió con el lomo de vaca marina, la boca y los ojos se le abrieron desmesuradamente por el estupor. Junto a la cabeza de Asiak vió un mechón de pelo, negro como el hollín que asomaba por el saco de pieles.

—Ocurre que una mujer ha echado al mundo un hijo —dijo Asiak sonriendo avergonzada—. ¿No es hermoso? —agregó levantando en el aire a la criatura.

Ernenek meneó la cabeza con aire de duda.

—Se han visto hasta cachorros de mejor aspecto —dijo, y se sentó, olvidándose de sacudirse el polvillo de hielo de sus ropas.

—Al crecer mejorará —dijo Asiak decididamente—. Mientras tanto, tiene todo lo que tiene que tener. Hasta un nombre. Se llama Papik.

—¿Estás segura?

—Estoy segura.

—¿Cómo sabes que se llama Papik? —le preguntó Ernenek.

—Porque a una inútil mujer le gusta este nombre.

Ernenek recostó a Papik en la nieve y lo miró con ojos maravillados, pues no se acostumbraba aún a su nueva condición de padre.

—Desnudo sobre la nieve podría tener frío —observó Asiak.

Entonces Ernenek lo sentó en sus rodillas y lo examinó de pies a cabeza, riendo divertido ante las minúsculas dimensiones de todo lo que veía; de suerte que Asiak se sintió ofendida y se irritó porque, en verdad, el pequeño cazador era muy robusto y estaba constituido a la manera de los verdaderos hombres, con espaldas cuadradas, brazos cortos pero poderosos, pecho amplio y macizo, pómulos anchos y ojos ligeramente oblicuos, que brillaban negros y vivaces en la carita untada de grasa.

Ernenek quiso asegurarse de que a su hijo no le faltaba absolutamente nada: las uñas tiernas y diminutas sobre los chatos dedos, la nariz corta, que casi desaparecía entre los carrillos regordetes, la boquita hinchada y redonda, la lengua minúscula...

—¡Asiak! —gritó Ernenek—. Se puso en pie de golpe, chocó con la cabeza en la bóveda del iglú y sosteniéndolo por un pie, levantó en aire a Papik que estalló en un estridente berrido mientras se le ponía la cara morada.

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