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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (10 page)

BOOK: El pais de las sombras largas
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—No es más que estiércol.

Pero aquel hombre anduvo buscando con gran gazmoñería un lugar limpio antes de sentarse; luego sacó un cuadernillo y un lápiz y comenzó a emborronar una página.

De cuando en cuando cogía con la mano algún utensilio y luego trazaba líneas sobre el cuaderno, mientras los niños lo miraban con ojos pasmados, fisgando por encima del hombro del visitante,

Ernenek y Asiak vieron que hacía unos esbozos del iglú y de todo cuanto éste contenía.

Mientras tanto, la expresión de malestar no desaparecía del rostro del hombre.

Cuando Ernenek le ofreció hígado putrefacto, volvió la cabeza de golpe como si le hubieran presentado desechos, y lo mismo hizo cuando Asiak le puso bajo la nariz un buen pedazo de médula rancia, que contaba más de un año y que estaba llena de gusanos, fineza con la que cualquiera se hubiera regalado. El buen humor de Ernenek comenzaba a desaparecer.

—¿El hombre blanco ha venido para ofendernos? —preguntó a Asiak.

—Tal vez esté acostumbrado a otras comidas.

—Tal vez haya dejado las buenas maneras en su país.

—Ahora no vayas a enfurecerte hasta el punto de emprenderla a golpes con él. Piensa en la flaca figura que harías frente a los otros; no te olvides que es nuestro huésped.

Ernenek hizo un último intento con una golosina que había reservado para él mismo; tratábase de una mezcla bien masticada de ojos de caribú, estiércol de ptarmigan, liga de garza y sesos de oso fermentados; pero no por ello obtuvo más éxito.

—¿Porqué vino al país de los hombres si no le gusta su comida? —gritó entonces, estallando de cólera.

—Quizá no tenga hambre —dijo Asiak—; quizá sólo quiera reír con una mujer.

—¿Recuerdas al hombre blanco del puesto de intercambio? Aquel no quería saber nada de esas cosas.

—Algunos quieren y otros, no. Así me lo han informado otras mujeres, quienes me han contado que a algunos hombres blancos les gusta mucho reír con las mujeres de los hombres y que luego les hacen hermosos regalos. Y también a los maridos.

—Tal vez sea eso lo que quiere —exclamó Ernenek mientras la sonrisa le volvía a los labios —. Ponte hermosa.

Riendo, Asiak se soltó el pelo, se levantó las mancas y hundió las manos en la tinaja de la orina; luego se pasó los dedos por el pelo para que estuviera suave y brillante. Entonces, usando como espejo la tinaja, se peinó con una espina de salmón, levantó los cabellos y los fijó con espinas de pescado. Después sacó de la lámpara un poco de grasa semi-derretida por la llama y se untó el rostro. Resplandeciente y sonriendo, se sentó junto al hombre blanco, que había seguido con ojos perplejos estos preparativos. Él fue retrocediendo aterrorizado hasta el extremo del banco, mientras ella se le acercaba, ofreciéndole, amorosa, su sonrisa.

—No tengas vergüenza —le dijo Ernenek sonriendo—. Un marido va a hacer un paseíto con los niños.

Luego, recordando que el visitante no comprendía la lengua de los hombres, con las manos dio a entender que iba a marcharse.

Entonces el hombre blanco se arrojó de bruces al suelo e intentó ganar la salida, pero Ernenek, con los ojos llameantes de cólera, lo aferró por los pantalones y lo arrojó sobre el banco, mientras Asiak, mortalmente ofendida, rompía a llorar.

—¡Hijo de un perro sin cola y de una morsa desdentada! —gritó Ernenek al visitante que, encogido sobre sí mismo, temblaba asustado—. ¿Cómo te atreves a insultar así a un hombre?

Lo aferró por los hombros, lo levantó y lo golpeó repetidas veces contra la pared, haciendo que el cráneo chocara contra el hielo, hasta que en la bóveda apareció una mancha de sangre.

Sólo entonces soltó su presa, y el explorador cayó al suelo como un montón de ropas vacías.

—¡Esto le servirá de lección!

Aquel extranjero ya no insultaría a la mujer de ningún hombre. En efecto, el extranjero estaba muerto, la sangre y la materia cerebral se escurrían lentamente de su cráneo deshecho.

—¡Mira lo que has hecho! —dijo Asiak, sacudida todavía por los sollozos, mientras los niños, asustados, se estrechaban llorando contra ella.

—Verdaderamente soy un hombre desdichado —dijo Ernenek, abriendo desconsoladamente los brazos—. No quería matarlo.

—Él es más desdichado que tú. Pero ahora sus compañeros se fastidiarán mucho con nosotros, y sin duda pensarán que somos gente mal educada. Imagínate qué triste figura haremos si nos expulsan de aquí, como es seguro que harán.

Ernenek meditó un instante.

—Si nos marchamos ahora no podrán expulsarnos y por lo tanto no haremos mal papel.

—Entonces marchémonos en seguida. Pero, puesto que el fantasma de un hombre blanco debe ser particularmente peligroso, no te olvides de realizar antes todos los conjuros del caso, como comerte un trocito de su hígado y cortarle un dedo de la mano y uno del pie, y metértelos en la boca.

—¿Crees que no conozco las reglas del buen comportamiento? —aulló Ernenek, rojo de embarazo. Y, mientras él procedía a cumplir el rito del asesino según la venerable tradición, Asiak se precipitó a cubrir todos los recipientes que contenían líquido y comida, antes de que la sombra del muerto pudiera contaminarlos.

En el momento de partir, uno de los exploradores fue a curiosear junto al trineo y Ernenek le sonrió nerviosamente; pero los esquimales que acompañaban a los miembros de la expedición, viendo que estaba a punto de ponerse en marcha, miraron hacia otra parte.

De esta manera, la pequeña familia abandonó sin ser molestada el campamento de los hombres blancos y volvió al corazón de sus propias regiones, donde estaría al abrigo de los abusos y de las ofensas de los extranjeros malcriados. Por lo menos así lo creían.

Los hombres blancos alcanzaron a Ernenek a mediados del verano. De rodillas junto a un hoyo cuadrado que había aserrado en el Océano Glacial, y protegido por una especie de biombo hecho de láminas de hielo, Ernenek estaba tan absorto, escudriñando las verdes aguas oscuras, que no se dio cuenta de la presencia de dos hombres que se le acercaban apuntándolo con los fusiles.

—Ernenek, levántate —ordenó el más viejo de ellos, un hombre alto, de ojos claros en un rostro amarillento y severo. Su compañero era algo más bajo y robusto. Ambos tenían barba.

Ernenek se levantó, miró sin temor alguno a los fusiles, y su gruesa cara se extendió en una amplia sonrisa que le redujo los ojos a dos líneas relucientes.

—Nunca oí decir que los hombres blancos hayan llegado tan al norte.

—Hicimos todo este camino por ti, únicamente por ti —explicó sombrío el más alto de los hombres.

Ernenek se sentía sumamente complacido.

—¿De veras? Es la primera vez que te veo, pero la primavera pasada vi a un compañero tuyo que formaba parte del grupo de los blancos.

—Precisamente —asintió con tono grave el más joven de los hombres.

—Los guiaré hasta dónde quieran, pero antes tengo que ir a recoger los amuletos de viaje a mi tienda, que se levanta en la costa, no lejos de aquí y donde serán mis huéspedes. Allí podremos recoger también el trineo con el que mi mujer está ahora recorriendo los lugares en los que hemos tendido trampas.

—En lugar de eso tendrás que venir en seguida con nosotros. Ya tenemos un trineo. Lo dejamos detrás de aquel islote cuando te avistamos, por temor a que te alejaras si nos veías llegar.

—¿Y por qué había de alejarme?

—Asesinaste a un hombre blanco y mutilaste horriblemente su cadáver, Ernenek; tendrás que responder de ello —dijo el hombre más joven con tono solemne.

Ernenek rompió a reír.

—Puedo responderte en seguida: ¡no sólo tenía yo razón, sino que él tuvo la culpa!

—Explicarás todo eso a quienes te juzguen.

Ernenek frunció el ceño y preguntó:

—¿Serán sus parientes?

—No; pero quien mata a un hombre blanco es justamente procesado y luego suspendido de un árbol con una cuerda, al cuello, para que muera.

Aquellos dos hombres hablaban muy mal la lengua de los hombres y ésa debía ser la razón, según pensó Ernenek, por la cual no le comprendían sus explicaciones.

—Tenía razón cuando lo maté —dijo con mucha paciencia—. Había ofendido mortalmente a un hombre y también a su mujer.

—Guarda tus bríos para la cuerda —dijo el hombre alto—. Disponemos de buenos perros que nos llevarán al lugar del juicio durante el invierno, si tenemos suerte. Entonces se te permitirá hablar un poco, antes de que te ahorquen.

—Bien se ve que están ustedes bromeando —dijo Ernenek mientras la sonrisa le tornaba a los labios—. Si estuvieran decididos a matarme lo harían inmediatamente. ¿Qué necesidad tienen de hacerme hacer antes un largo viaje, durante el cual yo podría crearles dificultades?

—Así lo exigen nuestras leyes.

Ernenek ya lo había oído, sabía que todos debían inclinarse ante las leyes de los hombres blancos, quienes no respetan, en cambio, las leyes de los demás. No reflexionó si aquello era justo o injusto, tan sólo pensó que, puesto que eran dos y estaban armados de fusiles, nada podía hacer.

El más joven de los hombres tomó el cuchillo de nieve que Ernenek había entallado laboriosamente en el hueso, la sierra de mandíbula de tiburón, el hacha y el punzón de sílice el arpón de madera y asta, y los arrojó en el agujero de pesca. Destruir utensilios que procuraban comida y reparo y que tanto trabajo costaba elaborar, era un pecado; Ernenek estaba absolutamente seguro de ello.

—Una mujer está esperando a su marido —dijo, sintiéndose hervir de cólera—. Primero esperará y luego empezará a preocuparse.

El hombre alto sonrió y dijo:

—Una mujer nunca se preocupa por mucho tiempo; sólo hasta que llegue otro hombre.

Ernenek se quedó rumiando esta observación, mientras con la cabeza gacha andaba entre los dos hombres y se devanaba en vano los sesos por encontrar algún medio de vencer a aquellos dos fusiles que tenía a ambos lados.

Últimamente había hecho calor, de manera que el manto de nieve fresca que recubría el Océano Glacial ponía obstáculos al camino. El horizonte marino, los islotes cónicos que afloraban sobre la blanca llanura, y la línea costera, falta de todo rastro de vegetación, se presentaban parcialmente borrados por la tenue niebla levantada por el sol.

El trineo de los hombres blancos, pesado y sobrecargado, estaba hecho enteramente de madera y provisto de patines de metal, que no era preciso recubrir de capas de hielo. Lo guiaba el hombre alto. Ernenek, sentado en una caja entre los dos, consideraba con ojos críticos el tiro de perros en acción: dieciséis robustos perros indígenas, que parecían quebrantados por los desniveles de la pista. No estaban enganchados separadamente al trineo con una correa por cada perro, lo cual les habría permitido abrirse en abanico y tirar independientemente uno del otro, sino que iban en fila indias sujetos por una única y larguísima, correa. Este sistema era indispensable en un terreno boscoso, pero muy poco práctico en la extensa y lisa pista del mar, pues bastaba que un perro se desviara o que no tirara con el debido brío para que se desordenara toda la fila.

Al principio avanzaron velozmente bajo el sol que nunca se ocultaba. Unas focas, que formando un pequeño banco tomaban sol sobre la helada llanura, se les quedaron mirando atónitas hasta que, al estruendo de los fusiles, algunas de ellas se debatieron en su propia sangre y las otras se lanzaron a correr locamente, alborotando y silbando antes de meterse en los agujeros de aire.

A Ernenek se le hizo agua la boca al ver toda aquella buena carne abandonada, porque los hombres blancos despreciaban lo mejor; y cuando se detuvieron y levantaron la tienda de tela, lo que más lo entristeció fue la comida que le dieron —arvejas en lata calentadas sobre un primus—, porque los únicos vegetales que le agradaban eran los que encontraba en el estómago de la vaca marina almizclera. Pidió entonces un trozo de pescado helado que los hombres llevaban en el trineo para los perros, y masticándolo con cabeza y escamas se consoló, mientras la nieve crujía entre los dientes.

Por último, los hombres blancos prepararon sus sacos de pieles.

En ese momento cometieron el atropello mayor: lo encadenaron como un perro. Le pusieron esposas en las muñecas y le ataron los pies con una cuerda; luego se durmieron tranquilos.

Cuando se despertaron, Ernenek estaba furioso y continuó furioso aun cuando lo desataron. No le importaba no haber dormido, porque en verano podía pasarse sin dormir durante semanas enteras; pero el ultraje y la injusticia le parecían demasiado grandes. Era menester que hiciera algo.

Mientras el joven cargaba las cajas en el trineo, Ernenek asestó repentinamente un puñetazo en la cabeza del otro hombre que tenía junto a él y que se desplomó sin lanzar siquiera un lamento; pero en ese preciso instante su compañero levantó los ojos.

Ernenek arrebató el fusil del caído, apuntó al joven y apretó el gatillo; pero el tiro no salió.

En toda su vida, Ernenek sólo una vez había disparado un arma de fuego, y había muchos fusiles de los cuales ignoraba muchas cosas. Demasiado tarde ya, se decidió a emplear el arma a manera de maza; pero el joven ya había recogido su fusil, que tenía apoyado en una caja.

Apuntó e hizo fuego. Ernenek sintió un dolor sordo y que se le desgarraba la carne del brazo.

Los dedos se negaron a obedecerle y el fusil se le escapó de las manos.

Mientras tanto, el hombre alto se había recobrado del golpe. Con una zancadilla derribó a Ernenek al suelo y luego le descargó sobre el rostro una lluvia de golpes, hasta que el verano se convirtió en invierno para Ernenek.

—Prueba otra vez —dijo el joven cuando volvió el día para Ernenek— y te dispararemos a la garganta.

Le levantó la manga, y con vendas de tela blanca cubrió la herida, de la que la sangre salía a borbotones. A pesar del dolor, Ernenek no pestañeó.

Volvieron a maniatarlo y desde aquel momento no lo desataron ni siquiera para comer.

El sol dio algunas vueltas; nueve, diez u once; Ernenek perdió la noción del tiempo. Se le hinchó el brazo, la herida le quemaba; pecho y espaldas irradiaban lenguas de fuego; la cabeza le giraba en torbellino; y él apenas tocaba el pescado que le arrojaban.

Hasta entonces había hecho tanto calor que cayeron aún unas cuantas nevadas; el calor aumentaba el malestar de Ernenek; luego la temperatura bajó precipitadamente, se levantó el bóreas vivificante, las nubecillas de aliento se hicieron cada vez más blancas y ya se oyó de nuevo el tic de los salivazos en el hielo; a medida que iba recobrándose, Ernenek volvía a tomar su antigua costumbre de refunfuñar consigo mismo durante todo el día, y el día no terminaba nunca.

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