Authors: Matilde Asensi
—¿Los
viracochas
cristianos no goviernan en el Pirú? —preguntó el traductor con una voz que no le salía del cuerpo.
—¡Que no! —repetí, dando unos pasos hacia adelante para reforzar mis palabras. En mala hora lo hice, porque, oculto tras los grandes tapices, un ejército de yatiris armados con arcos y lanzas y protegidos con unos pequeños escudos rectangulares había permanecido invisible hasta ese momento, cuando se desplegó veloz y ruidosamente como una barrera defensiva entre los Capacas y nosotros, hacia quienes apuntaban sus armas.
—¡Joder, que nos van a matar! —bramó Marc, viendo que aquello iba en serio.
—¿Qué pasa ahora? —le pregunté a Arukutipa, al que, sin embargo, no podía ver.
—Sus mercedes no deven allegarse —se oyó decir al muchacho—. Susedería mortansa por las pistelencias españolas.
—¿Qué pestilencias? —me exasperé.
—Saranpión, piste, influenza
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, birgoelas...
——Las armas biológicas de la Conquista —declaró Marta con pesar—. Los estudios más recientes indican que en las grandes epidemias ocurridas en el viejo Tiwantinsuyu desde 1525 hasta 1560 pudo morir el noventa por ciento de la población del Imperio inca, lo que significa la extinción de millones y millones de personas en menos de cuarenta años.
—O sea que, según eso, sólo sobrevivió el diez por ciento —comenté, y una idea me cruzó por la mente—. ¿En qué año se marcharon los yatiris del Altiplano?
—Alrededor de 1575 —me respondió Marta—. Es la fecha del mapa de Sarmiento de Gamboa.
—¡Están inmunizados! —exclamé—. Los que sobrevivieron y llegaron hasta aquí habían producido anticuerpos contra todas esas enfermedades y, por lo tanto, transmitieron la inmunidad genética a sus descendientes. ¡No pueden contagiarse de nosotros!
—Vale, colega. Ahora intenta explicárselo a ellos —dijo Marc—. Cuéntales qué es un germen, una bacteria o un virus y, después, les hablas de los anticuerpos y de cómo funcionan las vacunas y, cuando lo tengan claro, explícales eso de la inmunidad genética.
Suspiré. Marc tenía razón. Pero no perdía nada por probar.
—Oye, chico —le dije a Arukutipa—. Las pestilencias españolas ya no existen. Todo eso terminó al mismo tiempo que las batallas y los derramamientos de sangre. Sé que es difícil de creer, pero te estoy diciendo la verdad. Además, el guía que enviasteis a recogernos cuando llegamos con los Toromonas y que nos condujo hasta aquí estuvo muy cerca de nosotros. Podéis comprobar que no le pasa nada, que está bien.
—Luk'ana murirá por su propia boluntad, señor —aseguró el muchacho con aplomo. Todos dimos un brinco—. Agora está solo y esperando a sus mercedes para sacalles daquí. Luego, ofreserá su vida para no enfermarnos a todos. La ciubdad deverá hazelle merced por su serbicio.
—¡Estos tíos están locos,
Root
! —exclamó Marc con toda su alma—. ¡Vámonos de aquí ahora mismo!
—No será necesario que muera, Arukutipa —silabeó la «muger bizarra de cavello blanco»—. No le pasará nada. Como ha dicho Arnau, el gentilhombre alto de cuerpo, las pestilencias españolas se acabaron. Todo ha cambiado y, sin embargo, vosotros seguís teniendo los viejos miedos de hace cuatrocientos años.
Se hizo el silencio al otro lado de la muralla de soldados hasta que, de pronto, éstos se retiraron aparatosamente y volvieron a su escondite tras los tapices. Por lo visto, la situación se había normalizado y los Capacas se sentían algo más tranquilos.
—¿Verdaderamente no govierna el bizorrey ni ay corregidores ni alcaldes ni alguaziles? —insistió el joven traductor, todavía incrédulo ante cambios tan grandes e inesperados.
—No, ya no hay Virrey ni corregidores ni encomenderos españoles —respondió Marta.
—¿Y la Santa Ynquicición?
—Desapareció, afortunadamente. Incluso en España ya no existe.
El chaval se quedó callado unos segundos y, luego, se inclinó hacia los ancianos como si éstos estuvieran diciéndole algo.
—Los Capacas piden saber de quién son bazallos sus mercedes.
—¡De nadie! —repuse, cabreado. ¡Vasallos! Pues sólo nos faltaría eso a estas alturas.
—¿Castilla no tiene rrey? —se extrañó Arukutipa—. ¿No ay Sacra Católica Real Magestad?
—Sí, sí hay un rey en España —intervino Lola inesperadamente—, pero no gobierna, no tiene poder como sus antepasados. De todas formas, vosotros no dejáis de hacernos preguntas sin darnos ninguna información a cambio. Podemos contaros todo lo que queráis pero nosotros también queremos saber cosas.
Hubo un revuelo tanto al fondo de la sala como en nuestra zona. Estábamos perplejos por la osadía de la mercenaria.
—Es que ya me estaban tocando las narices con tanta preguntita —aseguró ella en voz baja como explicación.
Arukutipa se incorporó y la miró.
—Los Capacas prencipales piden el nombre de la muger de narises larga y de talle flaca.
—Ahora están hablando de ti, Lola —volvió a bromear Gertrude.
—Ya te tocará, doctora —repuso ésta, poniéndose en pie y declarando su nombre como si estuviera en un juicio.
—Doña Lola —empezó a decir Arukutipa—, los Capacas dizen que pregunte su merced lo que quiera que ellos rresponderán con verdad lo que saven.
—¡Un momento, un momento! —se alteró Efraín, cogiendo a Lola por un brazo para obligarla a girarse hacia nosotros—. Vamos a ponernos de acuerdo sobre lo que vas a preguntar. Quizá no tengamos otra ocasión.
—Está claro, ¿no? —repuso Marta, sin alterarse—. Tenemos dos grandes incógnitas: una, el poder de las palabras y, otra, la historia de los gigantes, los restos de uno de los cuales tuvimos el gusto de contemplar en Taipikala.
—Eso son dos preguntas —argüí.
—Bueno, podemos probar —aventuró Efraín—. Quizá respondan a las dos.
—Por favor —murmuró Gertrude con voz suplicante—, primero lo del aymara y su poder. Eso es lo más importante.
—Ambas cosas lo son, linda —comentó Efraín.
—Hacedme caso, por favor. Primero, lo del aymara.
—Está bien —dijo Lola, volviéndose de nuevo hacia el traductor y los Capacas—. Quiero saber —les dijo— cómo es que tenéis la capacidad de manejar a la gente, de cambiarla, sanarla o enfermarla utilizando las palabras.
El pobre Arukutipa debía de estar sudando sangre mientras traducía la petición de Lola porque, a pesar de la distancia, se le distinguía la agonía en el rostro y no paraba de sujetarse las manos y de frotárselas como si tuviera que controlar el temblor.
Su conversación con los Capacas fue más larga de lo normal. Hasta ese momento no les habíamos visto intercambiar más que dos o tres frases aunque el chico soltaba luego largas parrafadas o preguntas, pero en esta ocasión el debate se prolongó durante varios minutos. Mi impresión fue que no discutían acerca de la conveniencia o inconveniencia de contarnos su secreto, sino más bien sobre cómo o cuánto o qué contar exactamente. Algo iban a decirnos, no me cupo duda de ello, pero ¿todo?, ¿una parte...?
—Las palabras tienen el poder —exclamó de pronto Arukutipa, encarándose hacia Lola, que se mantenía de pie, esperando. Luego, dio un paso hacia atrás y se retiró, dejando el espacio a los Capacas. Los cuatro ancianos se pusieron de pie y, cerrando los puños, los apoyaron, cruzados, sobre sus hombros. Entonces empezaron a canturrear una extraña salmodia en aymara. Al principio, Marta y Efraín se quedaron tan impresionados que ni respiraban pero, lentamente, terminaron por serenarse sin apartar ni un segundo la vista de los Capacas. Marta, bajo la sugestión del canturreo, empezó a traducir para nosotros, con voz monocorde, lo que los viejos decían, pero hubiera dado lo mismo que no lo hiciera porque, de algún modo inexplicable, les estábamos comprendiendo. No, no estoy diciendo de ninguna manera que lo que nos ocurrió fuera una especie de milagro como el don de lenguas que recibieron los Apóstoles del Espíritu Santo en Pentecostés. Todo lo contrario. La verdadera razón de que pudiéramos entender lo que salmodiaban los viejos Capacas estaba contenida en la propia historia que la cancioncilla narraba. Al final, confundía la voz de Marta con lo que oía dentro de mi cabeza y no hubiera sabido diferenciar un murmullo de otro. Eran distintos pero decían lo mismo y ambos resultaban hipnóticos.
Al principio, la Tierra no tenía vida, decían los ancianos, y un día la vida llegó desde el cielo sobre unas grandes piedras humeantes que cayeron por todas partes. La vida sabía qué formas tenía que crear, qué animales y plantas, porque lo traía todo escrito en su interior con el lenguaje secreto de los dioses. Y todo se llenó de seres vivos que ocuparon la tierra, el mar y el aire, y apareció el ser humano idéntico a como es ahora salvo por su limitada inteligencia, apenas superior a la de una hormiga. No tenía casa, ni oficio y vestía con pellejos sobados de animales y con hojas de árboles. En aquel primer tiempo todo era muy grande, de colosales dimensiones. Hasta los hombres y las mujeres eran grandes, mucho más grandes que en la actualidad, pero sus cerebros eran muy pequeños, tan pequeños como los de un reptil, porque la vida se había equivocado y no había leído correctamente las instrucciones. Entonces, los dioses vieron que lo que habían hecho era bueno, pero que no todo estaba bien ni iba como debía ir, así que mandaron a Oryana.
Oryana era una diosa que procedía de las profundidades del universo. Era casi como una mujer de las que poblaban la Tierra, pues la vida escribía lo mismo en todas partes aunque aparecieran pequeñas diferencias pero, a veces, como había pasado con los seres humanos, se equivocaba, y, entonces, los dioses tenían que intervenir aunque no les gustase. Oryana se diferenciaba de nosotros sólo en un par de cosas: tenía unas orejas muy grandes y su cabeza era cónica. Cuando llegó a la Tierra, mezcló su vida con la de algunos seres de aquí y lo hizo reescribiendo la forma que debía tener la inteligencia humana. Dio a luz setenta criaturas, todas ellas con un cerebro muy grande, un cerebro perfecto, idéntico al suyo, capaz de cualquier logro y proeza, y enseñó a sus hijos e hijas a hablar. Les dio el lenguaje, su lenguaje, y les dijo que era sagrado y que, con él, podrían reescribir la vida y manejar esa mente perfecta que ahora poseían. Les dijo que les había creado iguales en todo a los dioses y que debían conservar aquella lengua, el
Jaqui Aru
, sin cambiarla ni alterarla porque era de todos por igual y que a todos tenía que servir para manejar la gran inteligencia de la que ahora disponían. Mientras enseñaba éstas y otras muchas cosas a sus hijos, ellos construyeron, allí donde habían nacido, una ciudad para vivir a la que llamaron Taipikala, decorándola como les decía su madre que era la ciudad de la que ella venía. Aprendieron a fabricar bebidas procedentes de la fermentación de las nuevas plantas que, como el maíz, Oryana les había dado, a producir miel de otro animal que también trajo ella y que antes no estaba, la abeja, a trabajar los metales, a hilar y tejer, a estudiar el cielo, a calcular, a escribir... Y, cuando todo estuvo bien encauzado, doscientos años después de su llegada, la diosa Oryana se marchó.
Transcurrieron los milenios, y los descendientes de Oryana —u Orejona, como habían pasado a llamarla en recuerdo de sus grandes orejas—, poblaron el mundo, creando ciudades y culturas por todo el planeta. Hubo muchas eras, pero conservaron el
Jaqui Aru
sin modificarlo y todos sabían usar el poder que contenía. Sin embargo, a pesar de la prohibición, acabaron apareciendo variaciones en lugares distintos que llevaron a la incomprensión entre los pueblos y a la pérdida de los viejos conocimientos. El ser humano, en general, dejó de utilizar los grandes poderes de su cerebro perfecto, unos poderes que, en definitiva, nunca había llegado a conocer en toda su vastedad. Pero en Taipikala se mantuvo la lengua de Oryana y, por respeto, siguieron insertándose orejeras de oro en los lóbulos y deformándose el cráneo hasta dejarlo de forma cónica, como el de ella. Por eso la ciudad se convirtió en un lugar muy importante y los yatiris en los guardianes de la vieja sabiduría.
En aquel viejo mundo, decían los Capacas, no había ni hielos ni desiertos, ni frío ni calor; sencillamente, no había estaciones y el clima era siempre templado. Una cubierta de vapor de agua envolvía la Tierra por todas partes y la luz llegaba de forma tenue y difusa. El aire era más rico y las plantas crecían durante todo el año, de manera que no era necesario sembrar ni cosechar porque siempre había de todo en abundancia. Y existían todos los animales, no faltaba ninguno, y eran mucho más grandes que ahora, igual que las plantas, que también estaban todas según el proyecto de la vida. Hasta que, un día, siete rocas tan grandes como montañas se precipitaron desde el cielo, golpeando la Tierra con tanta furia que ésta bailó y las estrellas cambiaron de lugar en el firmamento. Enormes nubes de polvo saltaron al aire, oscureciendo el sol, la luna y las estrellas, y envolviendo al mundo en una lóbrega noche. Los volcanes estallaron por todo el planeta, desgarrando el suelo y expulsando grandes cantidades de humo, cenizas y lava, y hubo terribles terremotos que derribaron las ciudades y que no dejaron en pie ninguna construcción humana. Un torbellino de ascuas que quemaban la piel, provocando llagas que no sanaban, tiñó de rojo la tierra y el agua, envenenándola. El fuego abrasó los árboles y la hierba y algunos ríos se evaporaron, dejando secos sus cauces. Huracanes ardientes avanzaron impetuosamente devastándolo todo, consumiendo en un instante bosques enteros. Los hombres y los animales, desesperados, buscaron refugio en las cuevas y en los abismos, huyendo de la muerte, pero muy pocos lo consiguieron. Entonces, apenas unos días después, sobrevino de golpe un frío intenso, desconocido, seguido por grandes lluvias e inundaciones que, afortunadamente, apagaron los incendios que aún seguían asolando el mundo. Y apareció la nieve. Y todo esto ocurrió tan rápido que muchos animales quedaron encerrados en el hielo mientras huían o parían o comían. El barro lo ahogó todo. Precedidas por un tremendo fragor, las olas gigantes de los mares, avanzando como sólidos muros de agua que ocupaban el horizonte, cubrieron la tierra, arrastrando hasta las cumbres de las montañas los restos de los animales marinos muertos. Había empezado lo que los pueblos del mundo llamaron el diluvio.
Llovió durante casi un año sin descanso. A veces, cuando el frío era muy intenso, la lluvia se convertía en nieve y, luego, volvía a llover y el agua seguía inundándolo todo. Desde el día que había empezado el desastre no había vuelto a verse el sol. La catástrofe fue global. Se perdió el contacto con los demás pueblos y ciudades. No volvió a saberse nunca más de ellos, como tampoco volvieron a verse muchas especies de animales y de plantas que antes eran extraordinariamente abundantes. Se extinguieron para siempre durante aquel período. Sólo quedó su recuerdo en algunos relieves de Taipikala y, en muchos casos, ni eso. Los pocos supervivientes que lograron ver el final de aquella larga y catastrófica noche lo hicieron enfermos y débiles, llenos de terror. Pero ni siquiera tuvieron el consuelo de recuperar su mundo como era antes. La Tierra había sido destruida por completo y se hacía necesario volver a crearla de nuevo.