El origen perdido (27 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—¿Por qué no buscamos algún documento que comente, aunque sea de pasada, si la Puerta del Sol pudo haber estado alguna vez en Lakaqullu? —preguntó
Jabba
de repente.

Proxi
le miró con una sonrisa:

—Es una buena idea. Yo lo hago.

—Utiliza filtros para limitar la búsqueda —le sugirió
Jabba
, acercándose a ella y doblándose por la mitad para apoyarse de codos sobre la mesa.

—¿«Tiwanacu», «Lakaqullu» y «Puerta»?

—¡Y algo más, mujer! Añade también «Puerta del Sol» y «mover», por ejemplo, ya que los yatiris la cambiaron de sitio.

—Vale. Allá va.

Yo seguía trabajando en lo mío, buscando todo lo relativo a la Puerta, que era mucho.

—¿Sólo cinco documentos? —oí decir a
Jabba
—. Qué pocos, ¿no?

Pero
Proxi
no le contestó. Entonces me giré y la vi mover la mano y poner el dedo sobre la pantalla, señalando algo. Recuerdo que pensé que iba a dejar una huella digital del tamaño de un camión. Luego, ambos se inclinaron al unísono sobre el monitor sin decir palabra y permanecieron inmóviles durante mucho tiempo, tanto que, al final, me cansé de ver los fondillos de
Jabba
frente a mi cara y me incorporé para acercarme.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Ahora eran ellos los que no parecían tener ganas de hablar.

—¡Eh, que estoy aquí! —dije, acercándome. Entonces
Jabba
se apartó un poco para dejarme ver la pantalla y yo me incrusté entre ambos. Lo primero que vi fue una foto bastante benévola de la doctora Torrent, de primer plano, en la que exhibía una ligera sonrisa. La página era de un diario de Bolivia, El nuevo día, y el titular informaba de que la famosa antropóloga española acababa de llegar a La Paz para sumarse a las nuevas excavaciones de Tiwanacu. El resto de la noticia, que llevaba fecha de aquel mismo martes, 4 de junio, contaba que Marta Torrent, quien había sido tan amable de atender al periodista nada más bajar del avión a pesar del cansancio del largo viaje, iba a sumarse al equipo del arqueólogo Efraín Rolando Reyes, quien había iniciado recientemente las excavaciones en Puma Punku con la intención de sacar a la luz la pirámide gemela de Akapana o, al menos, parte de ella. Esta incomparable mujer, antropóloga de profesión pero arqueóloga de vocación, había conseguido incluir la pirámide de Puma Punku en el plan de financiación del Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) gracias a sus magníficos contactos con el gobierno boliviano y a su gran influencia en los sectores culturales y económicos del país. «Tenemos un enorme laburo por delante de varios meses de duración. Habrá que mover toneladas de tierra», había dicho. La catedrática española, a quien gustaba más el trabajo de campo que el de despacho, procedía de una familia de arqueólogos con larga tradición de exploraciones en Tiwanacu, como su tío abuelo, Alfonso Torrent, estrecho colaborador de don Arturo Posnansky, y su padre, Carlos Torrent, que pasó más de media vida junto a las ruinas intentando reconstruir el período preincaico y estudiando la Puerta del Sol. Ella había heredado la pasión de la familia y su apellido la ponía a salvo de los muchos obstáculos con los que tan a menudo se encontraban otros investigadores. Prueba de ello era la autorización para iniciar excavaciones preliminares en Lakaqullu obtenida pocos días antes, por teléfono, desde España. «Nadie hace caso a Lakaqullu por ser un monumento menor, pero vengo dispuesta a demostrar que todos se equivocan.» «Lo conseguirá», acababa diciendo el periodista.

—¡Está... en Bolivia! —tartamudeó
Proxi
, espantada.

Jabba
escupió una retahíla de improperios tal, que a la catedrática debieron de pitarle los oídos al otro lado del Atlántico. Yo no me quedé corto. Los dije en catalán y castellano, y hasta solté todos los que sabía en inglés. Sentí que la sangre me hervía en las venas: el rápido viaje de la catedrática a Bolivia confirmaba su intención de aprovecharse de los descubrimientos realizados por mi hermano.

—Ha ido a buscar la cámara —mascullé cargado de veneno.

—Sabe lo de Lakaqullu... —dijo
Jabba
, perplejo.

—¡Lo sabe todo, la muy...!

—Tranquila,
Proxi
.

—¿Tranquila...? ¿Cómo puedes decirme que me quede tranquila, Marc? ¿Es que no ves que va a entrar en la cámara antes que nosotros? ¡Puede dejarnos sin la ayuda para Daniel!

—Iniciar la excavación de Lakaqullu le va a llevar cierto tiempo —comenté, echándome las manos a la cabeza, no sé si para retirarme el pelo o para contener los pensamientos asesinos.

—Ése es nuestro plazo para llegar a Tiwanacu —comentó
Proxi
con firmeza.
Jabba
se puso súbitamente muy pálido y pareció quedarse desencajado.

—¡Localiza a Núria! —le grité al sistema.

El monitor de la pared mostró cómo se marcaban varios números de teléfono simultáneamente hasta que, en uno de ellos, hubo respuesta. Núria estaba en su casa desde hacía dos horas y su voz demostraba la alarma que mi inesperada llamada le había causado. La tranquilicé diciéndole que no sucedía nada malo, que sólo tenía que pedirle un favor:

—Necesito que consigas tres billetes en el próximo vuelo que salga para Bolivia.

—¿Quieres que vaya a la oficina? —me preguntó.

—No, no hace falta. Conéctate al sistema y hazlo desde casa.

—¿Los quieres para ayer o me das algún margen?

—Para ayer.

—Lo suponía. Vale, en unos minutos te mando las reservas.

Jabba
y
Proxi
, con las caras serias, se habían puesto en pie y me observaban.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Bolivia? —preguntó
Jabba
, con el ceño fruncido.

—No lo sé —dije, y era cierto; yo no había viajado nunca al continente americano—, pero no debe de ser mucho. Piensa que, si Marta Torrent me llamó el domingo por la tarde, debió de salir hacia allí esa misma noche o, como muy tarde, ayer, lunes, por la mañana, y que llegó a tiempo para hacer una entrevista que sale hoy en el periódico. O sea, unas ocho o diez horas, supongo.

—¡Qué poco sabes de la vida,
Root
! Olvidas un pequeño detalle —me espetó él, volviendo a tomar asiento frente al ordenador—. En el mejor de los casos, hay un desfase de seis o siete horas con el continente americano.

—Lo que Marc intenta decirte —me explicó
Proxi
, imitándole—, es que, cuando en España son las nueve de la noche, en Bolivia los relojes marcan, aproximadamente, las tres de la tarde y que, si Marta Torrent salió ayer por la mañana y llegó ocho o diez horas después, a eso hay que sumar la diferencia, de manera que el tiempo real de vuelo podría ser de unas dieciséis horas.

Pero no, no duraba dieciséis horas. Cuando Núria me llamó para informarme de los detalles, la cosa resultó muchísimo peor. No había vuelo directo a Bolivia desde España. La mejor opción era viajar a Madrid por la mañana y, desde allí, coger un avión hacia Santiago de Chile, donde, si no había retrasos, podríamos embarcar en un vuelo con escalas hasta La Paz. Duración estimada del viaje: veintidós horas y veinte minutos. La otra alternativa era salir desde Barcelona hacia Amsterdam y, allí, coger un vuelo a Lima, Perú, y, luego, otro hasta La Paz. Total: veintiuna horas y cincuenta y cinco minutos. La cara de
Jabba
era como una de esas máscaras japonesas que se ponen los actores para representar al demonio o a un espíritu maligno que vuelve a la Tierra para buscar venganza.

—¿Cuándo sale el vuelo hacia Amsterdam?

—A las siete menos veinte de la mañana. ¡Ah!, y no necesitas visado. Dadas las buenas relaciones entre ambos países —me explicó Núria—, con el pasaporte tienes suficiente y puedes quedarte hasta tres meses usando sólo el documento nacional de identidad.

—Haz las reservas para Marc, para Lola y para mí, y búscanos un buen hotel en La Paz, por favor. Y deja abierta la fecha de los billetes de regreso.

—¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?

—Si volvemos... —masculló
Jabba
.

—Ojalá lo supiera —repuse yo.

III

Describir como una pesadilla aquel largo viaje con Marc sería quedarse muy corto. Durante el primer tramo, desde Barcelona hasta el aeropuerto de Schiphol, en Amsterdam, no conseguimos que abriera los ojos ni una sola vez, ni tampoco que aflojara las garras de los apoyabrazos del asiento, ni, por descontado, que articulara una sola palabra. Era un fardo rígido con un gesto de suprema angustia en la cara.
Proxi
, que ya estaba acostumbrada, disfrutó enormemente del viaje y sin cesar proponía nuevos temas de conversación, insensible al drama que se desarrollaba a su lado; pero yo, que no había viajado en avión con
Jabba
en toda mi vida, no podía dejar de mirarle, atónito, por la fuerza con que ceñía la frente, apretaba los párpados, contraía los labios y se sujetaba al asiento. Estaba fascinado por el espectáculo. Daba igual que le dirigieras la palabra o que le ofrecieras un vaso de agua: sus músculos no se relajaban ni por un segundo. Cuando llegamos al inmenso aeropuerto de Schiphol, alrededor de las nueve de la mañana, estaba agotado por la tensión, pálido, sudoroso y tenía una mirada vidriosa que parecía la de un enfermo terminal. Mirando tiendas y tomando algo en una de las cafeterías del aeropuerto (nuestro próximo vuelo salía a las once), se animó un poco y volvió a ser el
Jabba
corrosivo y ácido que tan bien conocíamos. Pero sólo fue un espejismo porque, en cuanto los altavoces nos convocaron para embarcar en el vuelo de la KLM con destino a Araba y Lima, volvió a convertirse en una gruesa estatua de sal que avanzaba con movimientos de robot. Quiso la mala suerte que, a medio viaje, atravesáramos una zona de turbulencias que duró al menos cuarenta y cinco minutos. Los dientes de
Jabba
comenzaron a rechinar, sus brazos y sus manos se crisparon aún más, y presionaba con tanta fuerza el reposacabezas que pensé que terminaría arrancándolo del sitio. Nunca había visto sufrir tanto a una persona y llegué a la conclusión de que, si yo fuera él, ni borracho montaría en un avión aunque mi vida entera dependiera de ello. Sinceramente, no valía la pena. Era inhumano que alguien tuviera que pasar por algo semejante, y más un tipo grande, fuerte y perdonavidas como
Jabba
. Volar no tenía por qué gustarle a todo el mundo.

Hicimos escala en el aeropuerto Reina Beatrix de Aruba, en las Antillas, en torno a las tres de la tarde, hora local, aunque allí eran ya como cinco horas menos que en España, y volvimos a despegar a las cuatro. Por el momento, cumplíamos con la agenda prevista, así que, si no había contrariedades, llegaríamos a Perú con el cielo todavía claro. Resultaba curioso eso de viajar en la misma dirección que el sol, llevándolo siempre al lado, casi en la misma posición. El día pasaba pero, para nosotros, revivía continuamente. El pobre
Jabba
, que no aceptó la comida que le ofrecieron, era ya sólo un guiñapo humano cuando, por fin, pusimos el pie en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Quince horas reales de vuelo era mucho más de lo que podía soportar. Tenía el pelo del color del barro, por el sudor, y pegado a la cabeza como un casco.

—Pero, ¿es que le ha pasado algo alguna vez en un avión y no me lo ha contado? —le pregunté a
Proxi
mientras subíamos al autobús que nos llevaría hasta la terminal. Hacía frío en Perú, mucho más que en España, así que me levanté el cuello de la chaqueta y noté que respiraba con un poco de fatiga.

—No, nunca le ha pasado nada —me aclaró—. El miedo a volar no tiene necesariamente un motivo. Puede tenerlo, por supuesto, pero en realidad es un trastorno de ansiedad.
Jabba
no puede controlarlo. Creo que es mejor que dejes de preocuparte por él,
Root
, no vas a curarle.

—Pero... Mírale —susurré en su oreja para que el interesado no me escuchara—. Parece un muerto viviente. ¡Y lleva así desde que salimos de El Prat esta mañana!

—Hazme caso, Arnau —me ordenó—. Déjale. No hay nada que pueda aliviarle. Él está convencido de que avión es sinónimo de muerte y se ve continuamente a sí mismo, y a mí, en esos últimos minutos de pánico mientras caemos al vacío en vertical hasta explotar contra el suelo. Cuando lleguemos a Bolivia se le pasará.

—El mono loco —murmuré.

—¿Qué dices?

—Leí una vez que los antiguos griegos llamaban así a la imaginación desbocada, esa que provoca fantasías que nos aceleran el corazón y nos obsesionan destructivamente.

—Sí, es una buena definición. Me gusta. El mono loco —repitió, mientras se sujetaba a una de las barras verticales del autobús, que ya estaba completamente lleno. El vehículo arrancó y cruzó las grandes pistas diáfanas bajo una luz que ya era de atardecer. Disponíamos de poco más de una hora antes de nuestro próximo y último vuelo.

—Debería llamar a mi abuela —dije pensativo—. No he podido despedirme y quiero saber cómo está Daniel.

—En España ya es más de medianoche,
Root
—me dijo ella echando una ojeada a su reloj de pulsera.

—Lo sé, por eso precisamente voy a llamarla. Ahora estará en el hospital, leyendo.

—O durmiendo.

—O charlando en el pasillo con alguien de su quinta, que será lo más probable.

—Estoy mareado —comentó en ese momento
Jabba
, sorprendiéndonos.

—Es puro agotamiento —le dijo
Proxi
, pasándole una mano por la cara.

Después de una hora y media en un bar sin que nos llamaran a embarcar hacia Bolivia, nos acercamos hasta uno de los mostradores de información para preguntar qué estaba pasando. Y menos mal que lo hicimos, porque, de otra manera, no nos hubiéramos enterado de que el avión de la Taca Airlines que debía llevarnos hasta La Paz sufría un retraso de dos horas por problemas técnicos desconocidos. Durante ese tiempo aproveché para charlar con mi abuela, que me contó que Daniel se encontraba igual que siempre, sin variaciones para bien ni para mal y que iban a cambiarle otra vez el tratamiento. Se mostró muy interesada por mi estado de salud porque notó mi respiración fatigosa, y cuando le conté que
Jabba
se encontraba mal porque sufría de miedo a volar y que estaba bastante mareado por la tensión nerviosa, se alarmó sobremanera:

—¡Dios mío, y aún no habéis llegado a La Paz! —exclamó preocupada—. Acércate ahora mismo a cualquier mostrador y pide oxígeno para los dos —ordenó.

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