Authors: Matilde Asensi
Recorrimos a la inversa el mismo laberinto aéreo de ramas que habíamos seguido para llegar hasta allí sólo que, ahora, caminábamos más despacio, observando con curiosidad las luces que salían por las ventanas de las viviendas construidas dentro de los árboles. Era una imagen sobrenatural, casi arrebatada, más propia de un dibujo de Escher que de una selva tropical, de modo que, a falta de una cámara con la que robarle al tiempo aquel instante, hice un esfuerzo por retener en mi memoria todos los detalles, hasta los más pequeños, porque, probablemente, nunca regresaría a aquel lugar y nadie, además de nosotros, sabría de su existencia, así que sería un recuerdo único al que, con toda seguridad, volvería a lo largo de mi vida en multitud de ocasiones.
Atravesamos la inmensa plaza iluminada, ahora desierta, y cruzamos el último puente vegetal hasta el tronco del árbol que conducía a la salida. Descendimos en silencio por la rampa y llegamos a la sala tubular inferior donde Luk'ana, deteniéndose, nos hizo un gesto imperioso para que dejásemos las lámparas en el suelo y entrásemos en el túnel oscuro que nos devolvería a la selva. Entonces, Marta se volvió y le dijo a nuestro guía:
—
Yuspagara
.
El otro ni se inmutó.
—
Yuspagara
—insistió ella, pero Luk'ana mantuvo su cara de póker—. ¿Podéis creeros que le estoy dando las gracias?
—Déjalo, anda —le dije, cogiéndola por el codo y empujándola suavemente hacia el túnel—. No vale la pena.
—¡Chau, carajo! —escuché decir a Efraín casi al mismo tiempo.
Y los seis nos introdujimos en la negrura del túnel sin que, en esta ocasión, se viera ningún tipo de luz al fondo. Aquella salida a oscuras fue nuestra despedida del mundo de los yatiris.
Cuando llegamos al exterior, apartando con las manos los helechos gigantes que ocultaban el acceso, avanzamos como ciegos hacia el camino que habíamos abandonado a primera hora de la tarde, marchando en línea recta para no perdernos. Pero, en cuanto separamos las últimas hojas plumosas, la tenue luz de unas hogueras nos deslumbró, haciéndonos parpadear. Segundos después, vislumbramos en la distancia a los Toromonas sentados en torno a varios fuegos, charlando animadamente y esperándonos.
Nos recibieron con gestos sobrios y grandes sonrisas. Parecían estar indicándonos que habíamos recibido un gran honor al ser acogidos en aquel mundo arbóreo y que, por ello, ahora éramos más dignos de respeto. El jefe toromona nos llamó por gestos y nos invitó a sentarnos con su grupo de cabecillas y el viejo chamán, y él mismo nos ofreció las partes más suculentas del gran mono aullador que se tostaba lentamente al fuego.
Dormimos allí aquella noche y pasamos un frío terrible. Por suerte, los indios habían utilizado una madera especial para hacer las hogueras que ardía liberando mucho calor y que mantuvo milagrosamente encendidas las llamas hasta el amanecer del día siguiente, cuando emprendimos el largo camino de vuelta hacia la ciudad en ruinas que ahora sabíamos que se llamaba Qhispita y que fue, probablemente, un asentamiento yatiri que sirvió de cabeza de puente hacia Qalamana cuando decidieron huir del Altiplano. No teníamos ni idea de cómo iríamos desde Qhispita hasta la salida del Parque Nacional Madidi, pero estábamos seguros de que se nos irían ocurriendo soluciones a medida que nos fuéramos acercando al problema. Resultaba sorprendente la nueva forma que teníamos de afrontar las cosas; perdíamos a la velocidad de la luz los restos de nuestro antiguo pelaje de urbanícolas.
Aquella mañana era la del martes 16 de julio y hacía exactamente treinta días que habíamos salido de La Paz. Todavía teníamos otro mes por delante para hacer el camino de regreso hasta la civilización, pero fue un tiempo que se pasó volando, sobre todo las tres semanas que tardamos en llegar a Qhispita, porque durante el día seguíamos aprendiendo multitud de cosas útiles de los Toromonas y, por la noche, sosteníamos largas conversaciones junto al fuego recordando y analizando la tarde que habíamos pasado con los Capacas de los yatiris. Durante los primeros días nos resultó imposible comentarlo. Los seis sufríamos una especie de bloqueo que no nos permitía aceptar lo sucedido. Nos resistíamos a reconocer públicamente la vergonzante idea de que habíamos vivido una experiencia inexplicable desde el punto de vista racional. No era fácil admitir algo así. Sin embargo, como buenos hijos del Positivismo Científico, acabamos por afrontarlo desde la perspectiva menos deshonrosa.
Cada uno de nosotros había retenido fragmentos distintos de la historia que nos había sido transmitida mediante el extraño cántico y, por lo tanto, la primera polémica que sostuvimos fue acerca de la forma en la que habíamos comprendido el mensaje los que no entendíamos el aymara. Sólo cabían dos explicaciones posibles: una era la telepatía y otra la voz de Marta, que estuvo traduciendo sin parar todo lo que los ancianos revelaban. Sabíamos que la telepatía no era una patraña, que, durante todo el siglo XX y, especialmente, durante la Guerra Fría entre EE. UU. y la URSS, el tema había sido estudiado muy en serio y su práctica estaba más que comprobada, pero, aun así, sonaba demasiado mal, demasiado circense, más propio de adivinos de feria que de trabajo de laboratorio, así que finalmente optamos por quedarnos con la versión políticamente correcta: fue la voz de Marta, superpuesta al cántico, la que nos transmitió realmente el contenido de la historia. No mencionamos en ningún momento la falta de comunicación verbal entre Arukutipa y los Capacas, dejando el asunto de lado como si no nos hubiéramos dado cuenta. De manera inconsciente, estábamos haciendo lo mismo que los investigadores a los que tanto habíamos criticado por no afrontar valientemente los enigmas de Taipikala.
Con el pasar de los días, sin embargo, empezamos a analizar el mensaje. Lola, como siempre, fue la primera en hacerlo:
—No es por incordiar —se disculpó de antemano una noche, mientras nos sentábamos junto al fuego—, pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que, según los Capacas, la última Era Glacial no duró dos millones y medio de años sino que fue el resultado de una catástrofe más o menos breve ocurrida por el choque de gigantescos meteoritos contra la superficie de la Tierra.
—No podemos creernos eso —murmuró Marc—. Va contra toda la geología moderna.
—Daría cualquier cosa por un cigarrillo —murmuró Marta.
—No has vuelto a fumar desde que salimos de La Paz, ¿eh? —le dijo Gertrude satisfecha.
—¿Estáis cambiando de tema? —les preguntó Lola con la mosca detrás de la oreja.
—No, en absoluto —replicó Marta, incorporándose a medias y mirándola—. Sabía que, antes o después, tendríamos que hablar de todo aquello. Precisamente por eso necesito un cigarrillo.
—Pues yo estoy convencida de que hay mucha verdad en la historia que nos contaron —manifestó Gertrude de repente.
—¿También la parte que hablaba de que la vida llegó en piedras humeantes desde el cielo? —preguntó Marc, irónico.
—No te creas que es tan raro —objeté yo, arrancando una hierba del suelo y comenzando a enredarla entre mis dedos—. Eso es exactamente lo que afirman las últimas teorías sobre la aparición de la vida en la Tierra. Como no hay forma de explicar cómo demonios se originó, ahora dicen que vino de fuera; que el ADN, el código genético, llegó a lomos de un meteorito.
—¿Lo veis...? —sonrió Gertrude—. Y si seguimos escarbando, encontraremos muchas más cosas así.
Lola carraspeó.
—Pero, entonces... —dijo, insegura—. ¿Qué pasa con eso de que la vida creó a todos los animales y plantas del mundo al mismo tiempo? ¿Nos cargamos también la Teoría de la Evolución?
Ahí estaba mi tema favorito, me dije cargando rápidamente baterías. Pero Gertrude se me adelantó:
—Bueno, la Teoría de la Evolución ya no es aceptada por mucha gente. Sé que suena raro pero es que, en Estados Unidos, es un asunto que lleva muchos años investigándose por motivos religiosos. Ya sabéis que en mi país hay una fuerte corriente fundamentalista y esa gente se empeñó hace tiempo en demostrar que la ciencia estaba equivocada y que Dios había creado el mundo tal y como dice la Biblia.
—¿En serio? —se sorprendió Marc.
—Perdona que te lo diga, Gertrude —comentó la mercenaria con su habitual aplomo—, pero los yanquis sois muy raros. A veces tenéis cosas que... En fin, tú ya me entiendes.
Gertrude asintió.
—Estoy de acuerdo —admitió sonriendo.
—Bueno, pero ¿a qué venía lo de los fundamentalistas? —pregunté.
—Pues venía a cuento de que, bueno... En realidad se llaman a sí mismos creacionistas. Y, sí, encontraron las pruebas.
—¿Las pruebas de que Dios había creado el mundo? —me reboté.
—No, en realidad, no —repuso ella, divertida—. Las pruebas de que la Teoría de la Evolución era incorrecta, de que Darwin se equivocó.
Efraín parecía conocer bien el asunto porque asentía de vez en cuando, pero no así Marta, que se revolvió como si la hubiera picado una pucarara.
—Pero, Gertrude —protestó—, ¡no puede haber pruebas contra la evolución! ¡Es ridículo, por favor!
—Lo que no hay, Marta —dije yo—, son pruebas de la evolución. Si la teoría de Darwin hubiera sido demostrada ya —y recordé que le había dicho lo mismo a mi cuñada Ona no hacía demasiado tiempo—, no sería una teoría, sería una ley, la Ley de Darwin, y no es así.
—Hombre... —murmuró Marc, mordisqueando una hierbecilla—, a mí nunca terminó de convencerme eso de que viniéramos del mono, por muy lógico que parezca.
—No hay ninguna prueba que demuestre que venimos del mono, Marc —le dije—. Ninguna. ¿O qué te crees que es eso del eslabón perdido? ¿Un cuento...? Si hacemos caso a lo que nos contaron los Capacas, el eslabón perdido seguirá perdido para siempre porque nunca existió. Supuestamente los mamíferos venimos de los reptiles, pero de los innumerables seres intermedios y malformados que debieron existir durante miles de millones de años para dar el salto de una criatura perfecta a otra también perfecta, no se ha encontrado ningún fósil. Y pasa lo mismo con cualquier otra especie de las que hay sobre el planeta.
—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —me reprochó Lola—. ¡Ahora va a resultar que tú, una mente racional y analítica como pocas, eres un zopenco ignorante!
—Me da igual lo que digas —repuse—. Cada uno puede pensar lo que quiera y plantearse las dudas que le dé la gana, ¿o no? A mí nadie puede prohibirme que pida pruebas de la evolución. Y, de momento, no me las dan. Estoy harto de oír decir en la televisión que los neandertales son nuestros antepasados cuando, genéticamente, tenemos menos que ver con ellos que con los monos.
—Pero eran seres humanos, ¿no? —se extrañó Marc.
—Sí, pero
otro tipo
de seres humanos muy diferentes a nosotros —puntualicé.
—¿Y qué pruebas eran esas que encontraron los fundamentalistas de tu país, Gertrude? —preguntó Lola con curiosidad.
—Oh, bueno, no las recuerdo todas de memoria ahorita mismo. Lo lamento. El que estemos hablando sobre lo que nos contaron los yatiris me ha hecho refrescar viejas lecturas de los últimos años. Pero, en fin, a ver... —Y se recogió con las manos el pelo ondulado y sucio, sujetándoselo sobre la cabeza—. Una de ellas era que en muchos lugares del mundo se han encontrado restos de esqueletos fosilizados de mamíferos y de dinosaurios en los mismos estratos geológicos
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, cosa imposible según la Teoría de la Evolución, o huellas de dinosaurios y seres humanos en el mismo lugar, como en el lecho del río Paluxy, en Texas
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. Y otra cosa que recuerdo también es que, según los experimentos científicos, las mutaciones genéticas resultan siempre perjudiciales, cuando no mortales. Es lo que decía antes Arnau sobre los millones de seres malformados que harían falta para pasar de una especie bien adaptada a otra. La mayor parte de los animales mutados genéticamente no permanecen con vida el tiempo suficiente para transmitir esas alteraciones a sus descendientes y, además, en la evolución, harían falta dos animales de distinto género con la misma mutación aparecida en sus genes por azar para asegurar la continuación del cambio, lo que es estadísticamente imposible. Ellos admiten que existe la microevolución, es decir, que cualquier ser vivo puede evolucionar en pequeñas características: los ojos azules en lugares de poca luz o la piel negra para las zonas de sol muy fuerte, o que se tenga mayor estatura por una mejor alimentación, etc. Lo que no aceptan de ninguna manera es la macroevolución, es decir, que un pez pueda convertirse en mono o un ave en reptil o, simplemente, que una planta dé lugar a un animal.
Todos escuchábamos con atención a Gertrude, pero, a hurtadillas, vi la cara de Marta con ese gesto terrible que amenazaba tormenta de rayos y truenos:
—¡Se acabó! —atajó de forma brusca—. Puede haber muchas explicaciones para lo que nos contaron los Capacas. Cada uno es muy libre de quedarse con lo que quiera. Es absurdo discutir sobre esto. Me niego de todas todas a continuar. Lo que debemos hacer es estudiar a fondo la documentación de la Pirámide del Viajero y cumplir lo que prometimos: Efraín y yo iremos publicando nuestros descubrimientos y, luego, que los científicos, los creacionistas y los paganos investiguen por su cuenta lo que quieran.
—Pero es que hay algo más, Marta —musitó enigmáticamente Gertrude.
—¿Algo más...? ¿A qué te refieres? —preguntó ella, distraída.
Gertrude sacó del bolsillo trasero de su pantalón la pequeña grabadora digital que nos había enseñado el día que llegamos a la ciudad en ruinas.
—No queda mucha batería, pero... —y, a continuación, pulsó un diminuto botón y se oyó muy lejanamente la voz de Arukutipa diciendo: «Las palabras tienen el poder.» No nos dejó escuchar más; apagó la diminuta máquina y volvió a guardarla antes de que los Toromonas pudieran verla.
Los demás nos quedamos mudos de asombro. ¡Gertrude tenía grabada la entrevista con los Capacas! Aquello abría un mundo de posibilidades infinitas.
—Necesitaré vuestra ayuda —nos dijo a Marc, a Lola y a mí—. No puedo pasar esta grabación a nadie para que la estudie, pero vosotros tenéis ordenadores para realizar un análisis de frecuencias de las voces de los Capacas.
Aquello estaba justo en la línea de mis nuevos proyectos.
—Cuenta conmigo —afirmé muy sonriente.
Conversaciones muy parecidas a ésta las sostuvimos noche tras noche durante las semanas que tardamos en llegar hasta Qhispita. De vez en cuando, saturados, cambiábamos de tema y entonces charlábamos sobre nosotros mismos y sobre nuestras vidas. Marc, Lola y yo les hablamos de nuestro «Serie 100», oculto en un andén olvidado bajo el suelo de Barcelona, y les explicamos el uso que hacíamos de él, de manera que, por primera vez, compartimos con otras personas nuestras actividades como
hackers
. Marta, Efraín y Gertrude nos escuchaban sin pestañear, con caras de asombro y de perplejidad por las cosas que ni remotamente imaginaban que pudieran hacerse con un simple ordenador. La diferencia de diez años, más o menos, entre ellos y nosotros suponía un abismo generacional en materia informática, abismo ampliado por el rechazo —incomprensible desde mi punto de vista— que los eruditos en humanidades gustan de exhibir como distintivo de clase. Marta y Efraín se defendían con el correo electrónico y con algunas aplicaciones básicas, pero eso era todo.