Authors: Matilde Asensi
El jefe, comandante, líder, cacique o lo que fuera, se colocó frente a mí, que por haberme quedado detrás de los demás contemplando por encima de sus cabezas cómo encajaba la pieza en el triángulo, ahora estaba situado en primera línea de fuego. Era un hombre alto y delgado, mucho más alto de la estatura media que yo había observado entre los indígenas de Bolivia y su piel también era de un color diferente, entre rojizo y tostado en vez del habitual pardo cobrizo. Iba descalzo, vestía un largo taparrabos que le llegaba hasta las rodillas y un tocado de vistosas plumas de ave, y lucía un gran tatuaje en la cara —lo que yo había tomado por una máscara— de forma cuadrada y color negro, que empezaba bajo las pestañas de los párpados inferiores y terminaba en la línea horizontal dibujada por la comisura de los labios, llegando hasta las orejas. Desde luego no era pintura que pudiera quitarse con un poco de agua: aquello era un tatuaje en toda regla y sus cinco acompañantes lo exhibían también, aunque de color azul oscuro. Tenía unas facciones talladas con estilete, más parecidas a las esquinas rectas y finas de los aymaras que a las formas redondeadas de las tribus del Amazonas.
El tipo me miró fijamente durante mucho tiempo, sin hablar. Quizá había llegado a la errónea conclusión de que yo era el jefe de aquel grupo de blancos por mi elevada estatura, pero no tenía forma de desmentírselo, así que sostuve su mirada más por terror que por fanfarronería. Luego, cuando se cansó, con el mismo paso lento y digno se dirigió hacia mis compañeros y le perdí de vista. No me atreví a volverme, pero el silencio continuó, así que supuse que no debía de estar ocurriendo nada diferente a lo que había pasado conmigo. De repente, el tipo gruñó algo. Permanecí a la espera, suponiendo que ahora las lanzas nos atravesarían sin misericordia, pero no lo hicieron y, entonces, volvió a repetir las mismas palabras a voz en grito, con un tono más impaciente. En el silencio de la plaza, el eco de su vozarrón rebotaba de un lado a otro. Los monos aulladores volvieron a chillar desde las copas de unos árboles cercanos. Cuando por tercera vez reiteró su mensaje, ya de muy malas maneras, me giré despacito y vi que Marc y Gertrude se volvían también. El comandante levantaba el brazo derecho mostrando en su mano la rosquilla de piedra y, señalándola con el índice izquierdo, repitió por cuarta vez lo que parecía una pregunta grosera.
Fue Gertrude quien, quizá por su experiencia previa en el trato con tribus amazónicas contactadas o no, le respondió en nombre de todos:
—Esa pieza —dijo con una voz muy, muy suave, como si fuera una domadora de fieras que se dirige al peor de sus animales—, la sacamos de Tiwanacu... de Taipikala.
—¡Taipikala! —exclamó triunfante el emplumado y, para nuestra sorpresa, sus hombres, los que le acompañaban y los que permanecían en los tejados, corearon la palabra con el mismo entusiasmo. Luego, como por lo visto no había sido suficiente, volvió a izar el aro de piedra y, dirigiéndose a Gertrude, le soltó otra incomprensible parrafada. Ella le miró sin pestañear y no le respondió. Aquello pareció molestarle y dio unos cuantos pasos en su dirección, hasta quedar a poco menos de un metro de distancia, y volvió a mostrarle la rosquilla y a repetir la enigmática pregunta.
—Dile algo, linda —suplicó Efraín en voz baja—. Dile cualquier cosa.
El cacique lo atravesó con los ojos mientras uno de los guardaespaldas levantaba su lanza y apuntaba al arqueólogo. Gertrude se puso nerviosa. Las manos le temblaban mientras que, con el mismo tono pausado de antes, empezaba a contar la historia completa de la rosquilla:
—La encontramos en Taipikala, después de salir de Lakaqullu, donde estuvimos encerrados dentro de la cámara del Viajero, el...
sariri
.
Pero el jefe no pareció impresionarse por ninguna de las palabras mágicas que la doctora Bigelow se esforzaba en pronunciar.
—Fuimos allí —siguió diciendo Gertrude—, buscando a los yatiris, a los constructores de Tai...
—¡Yatiris! —profirió el tipo levantando de nuevo la rosquilla en el aire con un gesto de satisfacción y sus tropas le imitaron, rompiendo el silencio de la selva.
Por lo visto, aquello había sido suficiente. El jefe y sus cinco hombres pasaron por delante de nosotros de regreso a la calle por la que habían aparecido mientras las hileras de lanceros se esfumaban de los tejados. Pero si alguno de nosotros albergaba la esperanza de que era el final y que se marchaban, se equivocó por completo: los lanceros reaparecieron por todas partes, llenando la plaza, y el comandante se detuvo a medio camino y se giró para volver a mirarnos. Hizo un extraño gesto con la mano y un grupo de energúmenos salió de entre sus filas para lanzarse contra nosotros como si fueran a matarnos, pero nos dejaron atrás y, deteniéndose frente al monolito, cogieron nuestras acribilladas mochilas y el resto de trastos que teníamos por en medio llevándolos ante el jefe, quien, con otro elegante gesto de mano, ordenó que lo destrozaran todo. Delante de nuestros incrédulos ojos, aquellos vándalos rasgaron las mochilas y esparcieron el contenido por el suelo: rompieron la ropa, las tiendas, los cepillos de dientes, las maquinillas de afeitar, los mapas, los paquetes de comida..., machacaron con piedras todo lo que era metálico (cantimploras, vasos, latas, el botiquín de Gertrude con todo su contenido, los machetes, las tijeras, las brújulas...), destrozaron sin piedad, estampándolos repetidamente contra el suelo, los teléfonos móviles, las cámaras digitales, el GPS y mi ordenador portátil y, por si se les había quedado algo a medio descuartizar, mientras algunos de ellos amontonaban a patadas los restos del desastre, otro muy viejo se entretuvo un buen rato frotando un par de palitos que sacó de una pequeña bolsa de piel hasta que empezó a salir humo y consiguió quemar un puñado de hierbas estropajosas con las que prendió fuego a la pira de nuestras posesiones. No quedó absolutamente nada cuando todo aquel salvaje ceremonial hubo terminado, excepto las hamacas, que habían separado cuidadosamente de todo lo demás, dejándolas aparte. Pero sólo ellas y lo que llevábamos puesto, sobrevivieron a la barbarie. Si después de aquello decidían dejarnos con vida, su amable gesto carecería por completo de importancia porque sin comida, brújula o machetes no teníamos la menor posibilidad de regresar a la civilización. Estaba seguro de que los seis pensábamos lo mismo en aquel momento y lo confirmé al oír un llanto sordo a mi espalda que sólo podía proceder de Lola.
A continuación, y con la pira todavía humeando, cada uno de nosotros fue firmemente sujetado por un indio y, siguiendo los pasos del comandante, su séquito y su ejército, fuimos conducidos hacia la salida de la plaza. Sólo entonces mis neuronas empezaron a reaccionar y los cabos sueltos comenzaron a atarse. Quizá fue porque tomamos la calle señalada por la flecha tallada en la rosquilla de piedra —la misma por la que había aparecido el jefe—, pero el caso es que, sumando dos más dos el resultado era cuatro: los indios nos habían estado espiando desde que llegamos a las ruinas, yo mismo les había entrevisto moviéndose subrepticiamente a nuestro alrededor, y, luego, aparecieron de repente en el preciso momento en el que colocamos el aro de piedra sobre el pedestal del monolito. Además, el emplumado había cogido el aro y, con él en la mano, había reaccionado visiblemente cuando Gertrude pronunció las palabras mágicas «Taipikala» y «yatiris». Ahora, tras anular cualquier intento de fuga por nuestra parte, nos llevaban con ellos siguiendo la misma dirección que señalaba la rosquilla. Todos estos datos conducían a dos conclusiones obvias: o bien estos tipos eran los propios yatiris, asilvestrados después de experimentar un retroceso hacia la barbarie como el sufrido por el grupo de escolares de
El señor de las moscas
de William Golding, o bien nos estaban llevando hacia los yatiris, es decir, precisamente lo que nosotros queríamos, aunque no de aquella forma ni en aquel momento.
—Oigan —dijo Efraín armándose de valor e intentando, supongo, transmitírnoslo—, ¿se fijaron que no nos han hecho daño y que nos están llevando en la dirección correcta?
El indio que le sujetaba por el brazo, le zarandeó sin misericordia para obligarlo a callar. Distinto hubiera sido de tratarse de
Jabba
, que sobrepasaba a su centinela en largo, ancho y alto, pero Efraín, teniendo más envergadura que la media de los bolivianos, apenas le llegaba al hombro a su guardián. El mío, siendo también bastante espigado, se me quedaba a la altura del cuello, pero yo no tenía la menor intención de ponerle nervioso, sobre todo ahora que sabía que no iban a matarnos y que nos llevaban a donde queríamos ir.
Mientras abandonábamos la ciudad, saliendo por otra puerta parecida a la de entrada y bajando a continuación unos grandes escalones desiguales y rotos, deduje en silencio que no debíamos de encontrarnos muy lejos de nuestro destino, puesto que habían echado a perder toda la comida que traíamos y ellos no llevaban nada encima además de sus lanzas. El hecho de que hubieran respetado las hamacas podía significar tanto que esa noche tendríamos que dormir en la selva como que, simplemente, se las quedaban para ellos y, por lo tanto, antes del anochecer encontraríamos a los yatiris.
Pero, naturalmente, cuando uno hace una deducción tan especulativa debería estar seguro de contar con toda la información, de poseer todos los datos, porque, si no es así, las conclusiones pueden ser tan erróneas como, al final, resultaron ser las mías: ni encontramos a los yatiris antes del anochecer ni tampoco al día siguiente, ni al otro, ni durante toda la semana; y las hamacas, en efecto, fueron nuestro lecho esa noche y las muchas que vinieron a continuación.
Caminamos toda la tarde siguiendo unos estrechos senderos misteriosamente abiertos en la espesura. Los indios no tenían machetes ni nada afilado con lo que segar la vegetación, así que costaba bastante adivinar el origen de aquellas trochas, pero el caso era que allí estaban y que daban muchas vueltas y giros extraños. Sólo días después aprendimos que eran los animales quienes las producían en su deambular por la selva en busca de agua o comida y que los indios sabían encontrarlas por instinto y aprovecharse de ellas para desplazarse de un lado a otro. Según su visión, era una pérdida de energía abrirse camino a fuerza de machete, existiendo otro método mucho menos cansado.
Estas sendas o trochas solían empezar y terminar en pequeños riachuelos, lagos, fuentes, saltos de agua o zonas pantanosas —que también las había y las atravesamos durante esos días— y aquella primera tarde nos adentramos en un pequeño canal de agua de color entre verdoso y negruzco y lo seguimos en sentido contrario a su curso hasta el anochecer. A cada lado se veían frondas de arbustos y maleza enroscándose en las columnatas de los altos árboles que formaban la barrera entre el agua y la tierra, proyectando una densa sombra sobre nuestras cabezas con sus espesos ramajes entrelazados a una altura increíble. Las raíces aéreas de muchos de aquellos gigantes colgaban a modo de cortinas que nos dificultaban el paso pero, en lugar de sajarlas a cuchillo como habíamos hecho nosotros hasta ese día, los indios las apartaban con las manos sin sentir, aparentemente, los pinchazos de sus espinas, de las que estaban abundantemente cubiertas. El aire era húmedo y pegajoso, y cuando, por alguna razón que desconocíamos, el jefe ordenaba parar un momento la marcha, el silencio de aquel lugar sombrío resultaba abrumador y las voces se escuchaban con eco, como si estuviéramos dentro de alguna cueva.
Atravesamos una zona en la que tábanos del tamaño de elefantes nos acosaban sin descanso y otra de anguilas eléctricas cuyas grandes cabezas, al rozarnos las piernas a través de las roturas de los pantalones, descargaban una corriente parecida a un intenso pinchazo de aguja. De repente, en el lugar más umbrío de aquel canal que llevábamos toda la tarde recorriendo, se escucharon unos gritos estridentes que parecían aullidos de almas en pena. Sentí un desagradable hormigueo en la espalda y la piel se me erizó de puro terror; sin embargo, los indios reaccionaron con gran satisfacción, deteniendo la marcha y ordenándonos con gestos que nos mantuviésemos quietos y en silencio mientras ellos estiraban el cuello hacia arriba buscando no sabíamos qué. Los gritos continuaban de manera discordante y con notas diferentes. Mi guardián se quitó del hombro una correa de la que colgaba una cajita diminuta y dos palos, que unió formando uno solo con gran habilidad; de la cajita sacó una flecha corta que tenía en uno de sus extremos una pequeña masa ovalada y la introdujo por la parte ancha de lo que, sin duda, era la primera cerbatana auténtica —y también falsa— que veía en mi vida. Se colocó el tubo sobre los labios y siguió vigilando intensamente las altísimas copas de los árboles que formaban la bóveda sobre nosotros. Los vigilantes del resto de mis compañeros hicieron lo mismo, así que quedamos temporalmente libres aunque sólo nos atrevimos a intercambiar miradas de ánimo y sonrisas de circunstancias. Los gritos de las almas en pena empezaban a definirse y sonaban como algo parecido a «tócano, tócano». Por fin, algunos de los indígenas descubrieron el escondite del grupo cantor porque se escucharon de repente unos ruidos secos y breves como de disparos de pistolas de aire comprimido y un alboroto en el ramaje provocado por el caer de objetos desde una gran altura. Lamentablemente, uno de aquellos bichos vino a desplomarse a pocos centímetros de mí, levantando una enorme cantidad de agua que me bañó por completo. El animal era un hermoso tucán bastante gordo, con un formidable pico de casi veinte centímetros de largo y un plumaje en la cola de increíbles tonalidades azafranadas. Por desgracia no estaba muerto del todo (tenía la flecha clavada entre el pecho y una de las alas), así que, cuando mi vigía intentó cogerlo, se defendió vigorosamente y emitió unos sonoros lamentos que alarmaron a los indios a más no poder y empezaron a gritarle algo desesperado a mi guardián en tono apremiante. Pero, antes de que éste tuviera tiempo de actuar, millares de pájaros, invisibles hasta ese momento, surgieron de la nada y empezaron a descender hacia nosotros, completamente enfurecidos, saltando de rama en rama con las enormes alas extendidas y emitiendo unos chillidos aterradores que brotaban de sus picos abiertos. Creo que el terror que sentí fue tan grande que hice un gesto involuntario de protección cruzando los brazos sobre la cara pero, por suerte, antes de que aquellos parientes lejanos de los protagonistas de
Los pájaros
de Alfred Hitchcock nos destrozaran, mi guardián consiguió dominar al ave herida y le retorció el pescuezo sin compasión. El final de sus gemidos lastimeros acabó con el ataque de manera súbita y los tucanes desaparecieron en la espesura como si nunca hubieran existido.