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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (50 page)

BOOK: El orígen del mal
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Volokine se había quedado dormido sobre el parquet, con el morral aferrado al vientre. Tenía manchas de vómito en la camisa. Apestaba a droga. A modo de confirmación, Kasdan vio la jeringuilla y la cuchara en la mesilla de noche. Su mesilla de noche. Le entraron ganas de despertar al crío a patadas y meterlo bajo la ducha helada.

En lugar de eso, lo cogió por las axilas y tiró de él. Lo llevó a su cama. Lo desvistió. Lo limpió con una toalla húmeda. Luego lo deslizó bajo las mantas. Su cólera había pasado. Exudada como un sudor febril.

Hacía tiempo que había dejado de juzgar a la gente. Y había dejado de creer en la traición porque ya no creía en las promesas. En el fondo era un nihilista. Los años al pie del cañón no habían cesado de acercarlo, como la curva de una asíntota, al
Vanitas vanitatum
de Bossuet, que ya citaba al Eclesiastés: «Me he aplicado a la sabiduría y he visto que también era una vanidad». Bossuet añadía unas palabras que habían obsesionado a Kasdan durante toda su vida: «Todas las ideas que no tienen por objeto a Dios, pertenecen al dominio de la muerte».

El problema era que no había encontrado a Dios en el camino trazado por su destino.

Observó al chico; dormía. Y él recuperaba la calma. Si el chaval se había desmoronado, probablemente había sido por una razón de peso. O por su culpa, por haberlo abandonado. En ese instante, Kasdan se dijo que tal vez todo aquello no era en vano. Y que ese joven —drogadicto, inestable, angustiado— le mostraba el camino. Con su rabia. Su furor. Su obsesión por la verdad.

Aún les quedaba una batalla.

Les quedaba la investigación.

Kasdan bajó la vista y miró el morral de Volokine. Lleno de notas, fichas, fotos, recortes de prensa. No: no todo era en vano. Estaban esos niños secuestrados. Esos asesinatos. Esas mutilaciones. Y el sufrimiento que vibraba detrás de aquella secta siniestra.

Recogió la ropa del muchacho. La metió en la lavadora. Mientras programaba la máquina —lavado, aclarado, secado—, tomó la decisión. El ruso no volvería a reincidir. Porque ahora él estaba allí. Ya no se alejarían nunca el uno del otro.

Regresó al dormitorio. Arregló la cama: estiró las sábanas y volvió a cubrir al chico. Se acordó de David. Del niño. No del adulto que había dado un portazo prometiendo conquistar Armenia. Se sentó al borde de la cama presa de un recuerdo. El matasanos de SOS Médecins acababa de irse después de diagnosticar una simple gripe. Nariné había salido a comprar los medicamentos. Él se había quedado solo con su hijo, en el sofá, donde el médico lo había auscultado. David, con seis años, se había quedado dormido hecho un ovillo; ardía como las brasas de una sauna.

Ese día, Kasdan tuvo una revelación. Ni la enfermedad, ni ninguna fuerza hostil alcanzaría nuevamente a su hijo. Siempre estaría allí para protegerlo. Aquel pequeño cuerpo acurrucado había despertado en él un sentimiento cercano al que una madre debe de experimentar cuando lleva a su hijo en el vientre. Un lazo inextricable. Una integración total. Una fusión completa de carne y sangre. Bajo su pecho, sentía latir el corazón de su hijo. Sus miembros ardían por la fiebre del niño. Ese día, Kasdan había sido puesto a prueba en su misión de padre, tal como nos pone a prueba un juramento. De ahí en adelante, en cada acto, en cada decisión, la prioridad sería su hijo. Cada hálito, cada pensamiento estaría dedicado a su hombrecito. Y como definido por él. Se había convertido, como todos los padres, en el retoño de su propio hijo.

El armenio se levantó y se puso el chaquetón. Cogió las llaves. Volvió a meterse en el coche para buscar una farmacia de guardia. Agitando su tarjeta de policía a guisa de receta, consiguió varias cajas de Subutex. Conocía el tema lo suficiente para diferenciar los dos principales sustitutos de la heroína: la metadona y la buprenorfina, vendida con el nombre comercial de Subutex.

La buprenorfina tenía las mismas propiedades que la primera pero, al contrario que la metadona, no producía ningún efecto euforizante. Kasdan no quería cargar con un policía que estuviera en las nubes.

De vuelta en su apartamento, buscó la llave del trastero y bajó a las entrañas del edificio. Del fondo de una caja, desenterró unas prendas de David —jersey, camisa, vaquero— que a Volokine le irían bien. Subió otra vez al apartamento. La ropa apestaba a humedad. Puso otra lavadora.

Luego, calentó agua con ánimo de prepararse un termo de café. Se sentía hiperactivo… siempre con el síndrome del tiburón: moverse o morir. Y al mismo tiempo la fatiga lo acosaba por todas partes. Durante el camino de regreso de Asunción había estado a punto de dormirse varias veces. Si bajaba un segundo los párpados, los sentía más pesados que una roca.

Ordenó los papeles de la investigación. Se puso las gafas. Se sentó en el sofá para releerlos. Era evidente que esas notas encerraban un detalle, un hecho, que le permitiría atacar la fortaleza desde otro ángulo.

Observó durante varios segundos el vaso que había deslizado dentro de una bolsa precintada. El vaso de Wahl-Duvshani, con sus huellas dactilares; lo había robado discretamente de la reunión parroquial después de que el médico lo dejara en la barra.

Quería verificar la identidad del hombre. Su instinto le decía que no era quien pretendía ser. De hecho, no había dicho nada salvo evocar su «destino complicado». Con un poco de suerte, sus huellas estarían en la BNRF, la Brigada Nacional de Búsqueda de Fugitivos…

Se concentró en la lectura. Una hora más tarde, había terminado. Y no había encontrado nada. Fue a ver si Volokine seguía durmiendo y luego puso la secadora. Fue a su despacho, cogió el ordenador portátil y se sentó de nuevo en el sofá del salón. Entró en la web de la Colonia. Había leído las páginas principales pero tal vez podía encontrar algo más.

El armenio se concentró. Pasó la página de inicio y la sección «acerca de». Entró en historia y se encontró con una versión mesiánica del destino de Hans-Werner Hartmann. Nada nuevo. Solo la confirmación de que Hartmann y su pandilla se consideraban, verdaderamente, un «pueblo elegido». Con el alemán en el papel de Moisés y el resto del mundo en el de los egipcios.

Con los párpados ardiendo, Kasdan entró en coro de niños cantores. Varias pestañas: inicio, presentación, historia, escolaridad, discografía, conciertos… Se detuvo en la última palabra. El coro de Asunción también actuaba fuera de su territorio. Tal vez esa era la brecha que buscaba. Un punto de contacto con el mundo exterior.

Los niños cantores daban varias decenas de conciertos todos los años en el centro y en el sur de Francia, cubriendo las regiones de Lozère, Hérault, Lubéron y Provence. Cada concierto se llevaba a cabo en una iglesia: parroquias de pequeñas ciudades. Asunción era la discreción personificada.

Kasdan recorrió los años en sentido inverso. 2006, 2005, 2003. Siempre buscando una señal, un detalle que le permitiera ahondar en la brecha. Todo lo que encontró fue un nombre que aparecía varias veces. La iglesia Saint-Sauveur, en la región de Arles.

Sin saber muy bien qué hacía, buscó el número y llamó a la parroquia. Diez de la noche. Sin duda allí habría algún cura al que despertar. Sonaron cinco tonos, alguien respondió. El armenio se presentó sin tomar ninguna precaución especial. Era policía. Era de la Criminal. Buscaba información sobre la coral de Asunción. Al otro lado del teléfono, la voz ronca no pareció impresionada.

—¿Qué quiere saber exactamente? —preguntó el sacerdote.

—¿Nunca ha percibido nada extraño en esa gente?

—Escuche. Me han interrogado muchas veces sobre ese grupo. Tal vez Asunción esté fichada como «secta» en los expedientes policiales. Lo único que yo puedo decirle es que a lo largo de casi quince años de actuaciones, nunca ha ocurrido nada raro o que dé lugar a un mínimo comentario. Todos los años recibimos a varios coros y este no es diferente de los otros.

—¿Los niños no le parecen extraños?

—¿Se refiere a su manera de vestir?

—Entre otras cosas.

—Es una comunidad religiosa. Siguen normas estrictas. Su credo no es el de la liturgia católica, pero debemos respetarlos. ¿Por qué debería desconfiar de esos cantores? Parecen serenos, disciplinados, coherentes. A muchos de nuestras modernas ciudades les iría bien si siguieran su ejemplo. Dios puede tener varios rostros. Solo la fe…

Kasdan lo interrumpió y fue a los hechos concretos:

—Cuando los niños van allí para dar un concierto, ¿en qué viajan? ¿En autobús?

—En autobús, sí. Una especie de autobús escolar.

—Después del concierto, ¿se marchan inmediatamente o se quedan a dormir?

—Se quedan a dormir. Tenemos un dormitorio al lado de la rectoría.

—Por la mañana, ¿les sirve usted el desayuno?

—Sí… por supuesto. No entiendo adónde quiere llegar con sus preguntas.

Kasdan tampoco. Simplemente, trataba de imaginar la estancia de los chavales.

—¿Algo especial en el menú?

—Los niños de Asunción traen sus propios alimentos. Cereales naturales, de su propiedad agrícola, según creo.

—Por la mañana, ¿los despierta usted?

—Sus acompañantes se encargan de hacerlo.

—¿Le dan la lista de los niños?

—Sí.

—¿Sí?

—Es obligatorio. Por los seguros.

—¿Guarda esas listas en sus archivos?

—Sí. En fin, creo que sí.

—Escúcheme —dijo Kasdan tomando aliento—. Quiero que busque todas las listas, desde el primer concierto ofrecido, y que las envíe por fax al número que voy a darle.

—No comprendo. ¿De verdad necesita esa información?

—¿Me enviará el fax? ¿Sí o no?

—Sí. Buscaré lo que pueda…

—¿Ahora?

—Lo más rápido posible.

—Gracias, padre.

Kasdan le dio el número de fax y colgó; todavía no sabía qué había encontrado. Ni siquiera qué buscaba. Pero acababa de marcarse un tanto. Iba a obtener los nombres de los niños que habían pertenecido a la secta. No esperaba ver los de los chicos desaparecidos… pero esas listas le permitirían seguir la pista a otras familias e interrogarlas.

Un eclipse ocultó su conciencia. Se dio cuenta de que no había hecho el café. Decidió que se levantaría y se prepararía un litro de café bien fuerte.

Un segundo después, dormía hundido en el sofá.

64

—Muévase. Se acabó la Navidad.

Kasdan abrió un ojo. Estaba acurrucado en el sofá. Una manta acolchada sobre los hombros. El edredón de su propia cama. En vertical, vio a Volokine que trajinaba en la cocina. Se había vestido con la ropa de su hijo. Recordaba vagamente haber ido a buscarla al trastero.

Volokine captó su mirada.

—No sé de quién son estos trapos —dijo, cogiendo unos tazones—, pero me van de maravilla. Los he sacado de la lavadora; eran para mí, ¿no?

Kasdan consiguió apoyarse sobre un codo. Las agujetas le agarrotaban las extremidades. El fuerte olor a café invadía las habitaciones en fila india. Recobraba la lucidez en lentas oleadas que se alternaban con breves destellos negros.

—¡También encontré sus medicinas! —dijo el ruso a gritos.

Entró en el salón llevando dos tazones de café. Kasdan notó que apenas cojeaba. Una capacidad de recuperación impresionante. Tenía el pelo mojado y acababa de afeitarse.

—El Subutex —murmuró—. Viejos reencuentros. Cuando era joven y no tenía un duro, me inyectaba Sub en las venas. La heroína del pobre. Pero ha hecho bien: la desintoxicación en seco no es lo mío.

Kasdan se enderezó, se sentó, cogió el tazón de café con las dos manos.

—El pinchazo. Ayer. ¿Por qué lo hiciste?

—Razones personales.

—¿No tienes una respuesta más original?

El ruso cogió un sillón y se sentó frente a Kasdan.

—No he hecho el capullo. Tenía un motivo serio para pincharme —dijo levantando el índice en el aire—. Una vez.

—¿Qué motivo?

—Cosas mías. Beba —dijo, echándose hacia atrás—. Tenemos mucho trabajo por delante.

Kasdan bebió un sorbo. Sintió un ardor medio doloroso, medio placentero.

—Arnaud ha llamado —prosiguió Volokine, con los talones en la mesa baja.

—¿Quién?

—Arnaud, su asesor militar. Ha encontrado al tercer general. Creo que su colega no se ha separado del ordenador ni del móvil en toda la noche. Ni siquiera para comer el postre de Navidad.

Kasdan se concentraba: sus ideas se ordenaban. El tercer general. Py. El hombre de los orígenes.

—¿Ha encontrado a Forgeras? —preguntó como un eco a las palabras de Volokine.

—¿Se acuerda de eso? Era su primer nombre, sí. Se lo conoce sobre todo como Py. También se hizo llamar Ganassier, Ciarais, Mizanin. Según Arnaud, es una especie de alma de Caín del ejército. Un Mefisto que aparece cada vez que hay que hacer un trabajo sucio. Cuarenta años de operaciones secretas. Sin duda, estaba metido hasta el cuello en el plan Cóndor. Y en muchas más cosas. Arnaud me ha aconsejado que no nos fiemos de él. El tipo tiene el brazo más largó aún que Condeau-Marie. Me ha dado su dirección.

—¿Dónde vive?

—En Bièvres. En la región parisina.

El armenio alzó su pesada osamenta, se puso en pie, se tambaleó. Volokine se levantó y lo cogió del brazo.

—Despacio, abuelo. Ni siquiera se tiene en pie.

Kasdan se aferró a su hombro y no respondió.

—Métase en el cuarto de baño —le aconsejó el muchacho—. Una buena ducha lo dejará como nuevo. Después, visita al general. Estoy seguro de que conserva su contacto con la secta.

Kasdan le echó una mirada de reojo.

—¿Por qué?

—Porque es un especialista en planes retorcidos. Y en materia de embrollos, la instalación de una secta criminal chilena en suelo francés es lo suyo. Hartmann y su clan desempeñan un papel aquí, en el plano militar. Seguro. Vamos, a la ducha. En el camino me contará cómo le fue su visita a Asunción.

—¿Cómo sabes que fui allí?

—Me dejó un mensaje, ¿no lo recuerda? Y he registrado sus bolsillos. Se guardó el programa del concierto. ¿Estuvo bien?

—Genial.

—Andando. Todavía tengo que hacer unas llamadas.

Kasdan se apoyó en el techo abuhardillado y se dirigió al cuarto de baño caminando como un oso atiborrado de alcohol de miel.

65

Daban las once cuando llegaron a Bièvres.

Volokine conducía. Había impreso un plano y se orientaba con el mapa en las rodillas. No pedía ningún consejo a Kasdan; parecía agotado. Bordearon un bosque de intenso contraste: árboles negros sobre un fondo de hojas rojas. Encontraron un camino asfaltado a la derecha con un letrero: le ponchet. Era el nombre de la residencia de Py. Se internaron en el bosque. Volo podía sentir la humedad ambiental incluso a través de la ventanilla. Una humedad roja, palpitante, orgánica…

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