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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (47 page)

BOOK: El orígen del mal
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Kasdan había activado el cuentakilómetros. Al cabo de diez kilómetros, encontró un sendero a la derecha y giró. La semejanza con las estepas mongolas o con los desiertos de Utah era impresionante. Ver que Francia contaba con semejante paisaje lo dejó pasmado. No había allí huellas de civilización humana. Ningún poste de electricidad, ningún campo cultivado. Atravesar esas llanuras era como retroceder en el tiempo hasta épocas inmemoriales.

Kasdan conducía ahora a velocidad de tortuga, dentro de un torbellino de polvo que limitaba la velocidad y la visibilidad. No se cruzaba con ningún coche. ¿Acaso nadie iba al concierto? ¿Se habría equivocado de camino? Avistó unas aves rapaces en el cielo. Tal vez buitres…

Aceleró. Las palabras de Milosz volvieron a su mente. La pureza del coro. Los castigos que salvaban el mundo. La Agogé, la iniciación de los adolescentes a la guerra. El paisaje era perfecto para esas ideas. Tenía la impresión de circular entre rocas madres, esa generación mineral que precedió a los peñascos y los sílex de nuestra tierra. Recorría el tiempo de los titanes. El tiempo de los orígenes. Experimentaba, físicamente, la sensación de acercarse a un misterio.

La pista se cubría de losas. Dando tumbos sobre las piedras, Kasdan avanzó lentamente, hasta que divisó, grises sobre el cielo de pizarra, un racimo de casas. Parecía una aldea fantasma, abandonada desde hacía años. Ninguna señalización. Ni rastro de una tienda o de un cable eléctrico.

El armenio puso la segunda y se adentró en el pueblo. El camino se estrechó entre las edificaciones. De piedra a la vista, manchadas por el liquen, parecían restauradas según el estilo de la región. Un estilo decrépito. Kasdan miraba a un lado y a otro en el intento de ver a alguien. Nadie. El viento bramaba y las tejas temblaban. Si no hubiera sabido que allí vivía una banda de hippies, habría jurado que estaba frente a un montón de piedras abandonadas a una eterna soledad.

Estaba a punto de salir de la aldea, unas quince casuchas como mucho, capilla incluida, cuando surgieron varios hombres de los dos lados del camino. Kasdan creyó que era una visión. Vestían parkas oscuras e iban armados con fusiles. Y no cualquier modelo. Armas de asalto de última generación. Un fornido hombretón, cabello blanco y anorak azul eléctrico, se separó del grupo. Se acercó haciéndole señas de que frenara.

Años atrás, Kasdan había acompañado a un político francés a Israel, en calidad de agente de seguridad. Cuando penetraron en las zonas colonizadas, encontraron milicias armadas. La misma atmósfera. Desconfianza. Hostilidad. Gatillo fácil.

Bajó la ventanilla y puso su mejor sonrisa.

—¿Adónde cree que va? —preguntó el hombre.

Kasdan estuvo a punto de responderle: «¿Y a ti qué coño te importa?», pero agrandó su sonrisa.

—¿Es un camino privado? —preguntó con voz serena.

El hombre sonrió en silencio. Se agachó e inspeccionó tranquilamente el interior del coche. Sus modales no guardaban relación con su dureza inicial. Parecía cortés, relajado. La sesentena, cara de cowboy bueno, bronceado por el sol. Dos ojos claros resaltaban en su piel reseca. Dos puntos de agua en el desierto. Como sus propios ojos, los suyos.

—¿Viene de París?

—Ya ha visto la matrícula.

—¿Qué viene a hacer aquí?

—Voy al concierto de Asunción. La coral canta hoy.

Acodado en la ventanilla, el hombre no parecía tener prisa.

—Estoy al corriente —dijo con una voz grave y dulce.

—¿Paran ustedes a todos los automovilistas?

—Solo a los que no conocemos.

Se enderezó y bajó el arma. Un subfusil MP-5, fabricado por Heckler & Koch. Un artilugio temible utilizado por las unidades especiales. Calibre 9 mm. Tres posiciones. Seguro. Disparo semiautomático. Disparo en ráfaga. Cargador retráctil. Soporte de mira telescópica. ¿De dónde habían sacado esos vejetes semejantes artilugios? ¿Y el permiso legal para usarlos?

—Un largo camino para escuchar cantar a unos críos, ¿no le parece?

—Es mi pasión. Los coros de niños cantores. La coral de Asunción tiene fama.

—Discúlpeme, pero, francamente, usted no tiene cara de melómano.

De repente a Kasdan le entraron unas ganas enormes de plantarle la tarjeta en la nariz. Pero debía mantener el anonimato. Y su interlocutor no era el típico que se deja engañar por una tarjeta de policía caducada desde hacía cuatro años.

—Pues soy un especialista. —Volvió a sonreír y preguntó—: ¿Y ustedes no van al concierto?

—La Colonia y nosotros es una larga historia.

—¿Trabajan para ellos?

El hombre se echó a reír. Una onda de alegría serena, reposada, lanzada al viento. Los hombres detrás de él le hicieron eco.

—Yo no diría eso, no.

—¿Contra ellos?

—La gente de la Colonia hace lo que quiere dentro de sus tierras. Pero fuera es distinto. Fuera es nuestra tierra. —El combatiente se acodó de nuevo en la ventanilla—. Aquí, a fuerza de mirar las piedras, uno alcanza una certeza: hasta las rocas más duras terminan por romperse.

—¿Están esperando que Asunción quiebre?

Sonrisa y silencio fue la respuesta. Decididamente, los ojos claros y reidores, la voz reposada, no encajaban con la MP-5.

—Todo se acaba, «señor de París» —murmuró el hombre—. Hasta una fortaleza como Asunción puede bajar la guardia. Ese día, estaremos listos.

Kasdan ardía en deseos de interrogar a aquel bribón de cabello blanco, pero no podía revelar su identidad. El hombre le tendió la mano a través de la ventanilla.

—Pierre Rochas. Soy el alcalde de Arro.

Kasdan estrechó la mano rugosa pero no se presentó.

—¿Puedo irme ya?

—Ningún problema. Siga por este sendero durante cinco kilómetros. Luego verá otro camino a la derecha. No puede equivocarse: está asfaltado. Unos tres kilómetros más y estará en Asunción.

Rochas retrocedió e hizo un ademán circular. Sus cómplices se apartaron. Sus edades iban de los dieciocho a los cuarenta y tantos años. Guardias entrenados, decididos, que sostenían con firmeza las armas automáticas. Cuando los dejó atrás, Kasdan se dijo que esos nativos constituían un peligro que no había previsto. Si alguna vez Rochas y su banda decidían atacar a la Colonia, sería una carnicería.

Imágenes de fuego y sangre atravesaron su mente. Y también fechas. 1994. El FBI ataca a la secta de Waco, en Texas, dejando un saldo de ochenta y seis muertos. 1993. Sintiéndose amenazados, los dirigentes de la Orden del Templo Solar «suicidan» a sus miembros. Sesenta y cuatro muertos. 1978. Siempre bajo la amenaza, el pastor Jim Jones conduce al suicidio colectivo a los novecientos catorce adeptos de su Templo del Pueblo, en Guyana. No salía nada bueno de los ataques a las sectas.

En el retrovisor, vio a Rochas y a sus hombres levantar sus armas en señal de despedida.

60

Volokine se despertó y se sintió como si tuviera la cabeza dentro de una enorme prensa de grabados. Mariposa o escarabajo inmortalizado en la transparencia. Talco en la boca. Plomo en los dientes. Ideas gelatinosas.

Consultó su reloj. Ya no lo llevaba puesto. En su lugar, un catéter penetraba en su brazo. Arriba, una bolsa translúcida se vaciaba lentamente. Debía de contener un medicamento asociado a la glucosa.

Su mirada viajó hacia la ventana. El día declinaba. De modo que había dormido más de ocho horas. Mierda. En la penumbra, se dio cuenta de dónde estaba: una habitación de hospital con cuatro camas. Las otras no estaban ocupadas. Todo parecía amarillento, tirando a beis.

—¿Está despierto?

Volokine no respondió; sus ojos abiertos bastaban.

—¿Cómo se siente?

—Pesado.

La enfermera respondió con una gran sonrisa. Sin encender el plafón, se acercó al perfusor y controló el gota a gota. No dejaba de sonreír. Volokine había comprendido. El brillo singular de los ojos. La mirada un pelín provocadora… Él era atractivo. Incluso dormido, incluso cojo, la enfermera se había dado cuenta.

Estaba acostumbrado. Atraía a las chicas sin esforzarse ni hacer nada especial. Vivía ese privilegio con indiferencia. A veces hasta con tristeza. Sabía por qué atraía tanto a las tías. Tenía carita de ángel rebelde, sí, pero no era solo eso. Las mujeres, con sus antenas parabólicas, sentían que él no estaba disponible. Estaba fuera del circuito. Pertenecía, con todas las fibras de su cuerpo y de su alma, a la droga. ¿Qué puede ser más deseable que lo que no puede conseguirse? Y luego, nos guste o no, un suicida siempre resulta romántico.

—¿No ha venido nadie a verme? —preguntó con voz pastosa.

—No.

—¿Puede alcanzarme el móvil?

—Está prohibido dentro del hospital, pero tratándose de usted, haré una excepción.

Abrió el armario. Un segundo más tarde, tenía el móvil en la mano. Consultó el buzón de voz. Ninguna noticia de Kasdan. ¿Dónde estaba el Viejo? Se sentía solo, abandonado, perdido. Las lágrimas pugnaban por salir. La amistad era peligrosa. Era como el resto: podías engancharte.

La enfermera seguía allí, de pie frente a su cama. Le pareció que ella se alegraba de que no hubiera mensajes y de su aire de desconcierto y abandono. Por no hablar del hecho de que no llevara alianza.

—Todo ha ido muy bien —dijo ella con voz suave—. Dentro de una semana, andará dando saltos como un canguro. Para celebrarlo, lo invitaré al cine.

—¿Cuándo podré salir de aquí?

—Dentro de tres días. —Al ver su expresión, añadió—: Quizá dos. Habrá que ver qué dice el interno.

Volokine se volvió hacia la ventana y se tapó la cabeza con la manta.

—Necesito dormir.

—Claro —susurró ella—. Ya me voy…

Escuchó con alivio el ruido de la puerta que se cerraba. Una semana sin droga. Genial. Pero era una victoria amarga. Una fuerza terrible presionaba su caja torácica. Los efectos de la anestesia se desvanecían y revelaban otra opresión. Más dura, más antigua. Una tristeza sin fondo, cuya causa no llegaba a identificar.

Cerró los ojos y se sintió bombardeado por imágenes fragmentadas de la investigación. El rostro cortado en dos de Naseer. El cuerpo desnudo de Manoury. El corazón negro de Mazoyer. Y luego, el cuchillo en sus propias carnes…
Gefangen…

Comprendió la verdad. No se trataba de su herida. Ni de los calambres del mono. Lo que le hacía daño era esa investigación. Estaba acostumbrado a los niños maltratados, pero en esa secta que preconizaba la fe y el castigo había una crueldad singular que lo hería en lo más vivo. Algo que le recordaba su propia historia. Esa historia que, precisamente, no recordaba.

Todo sucedía sin su intervención.

Se había producido una conexión entre los hechos y su inconsciente.

Abrió otra vez los ojos. Estaba mareado. Con dificultad, logró sentarse en la cama. Luego fue hacia el armario donde estaban la ropa y el morral. Bajo la bata de papel estaba en cueros, una indumentaria que agravaba aún más su sensación de fragilidad.

Se arrodilló. En el morral descubrió un papel con una nota. Un mensaje de Kasdan. Incomprensible. El viejo le explicaba que la secta Asunción estaba implantada en Francia, en el sur, y que se iba allí a escuchar un concierto. ¿Qué significaba eso? Volokine no tenía la mente lo bastante clara para entrar en deducciones.

Encontró el costo, el papel de liar, los billetes de metro.

Volvió a sentarse en la cama y empezó a prepararse un petardo.

Su anestesia particular.

Mientras pegaba los papeles, pensó. En su propio pasado. No lo habría confesado ni bajo tortura, pero tenía un problema de memoria. Le habían robado dos años de su infancia. Un abismo. Un agujero negro. ¿Por qué no conseguía recordar? ¿Había vivido un trauma que se negaba a aceptar y, por tanto, no lograba traerlo a la memoria? Las voces. Una iglesia. Una sombra. Sí: en las tierras inaccesibles de su inconsciente, merodeaba un recuerdo. Un acontecimiento se infectaba como unas tijeras de cirujano olvidadas en el fondo de su vientre.

Desarmó un Craven y volcó el tabaco rubio sobre el papel. Su convicción volvió con fuerza. Presentía, sin poder explicárselo, que había un vínculo entre su trauma y la investigación. O, por lo menos, sentía que si identificaba el origen de ese shock, se sentiría más libre, más clarividente y comprendería de inmediato el caso de la Colonia.

Ahondar en su interior.

Acordarse.

No por él.

Por la investigación.

Pensó en Bernard-Marie Jeanson y en la tontería del grito primario. Aunque tampoco era tan tonto. Él mismo debía reventar su absceso. Ese punto gangrenado en el fondo de sus vísceras. Esa liberación le permitiría dar un considerable paso adelante en la investigación.

De repente, mientras quemaba el cannabis, tuvo una sensación de inminencia.

Estaba a punto de acordarse.

El umbral estaba allí, al alcance de su mano.

Solo tenía que empujar…

Pero su voluntad no bastaba.

¿Visitar a Jeanson? ¿Gritar para que lo reprimido se manifestara? Él no creía tanto en los delirios del psiquiatra. Para liberarse solo conocía un medio… radical. Encendió el canuto y se dijo que su razonamiento era solo una excusa lamentable. Pero ya era demasiado tarde. La idea había germinado. Se extendía en él; los tentáculos crecían alrededor de su mente.

Avanzó tambaleándose hasta el armario. Sacó sus cosas y se dio cuenta de que habían colocado allí un chándal en sustitución de su pantalón destrozado. Sin duda, una gentileza de la enfermera. Se vistió. Se abotonó la camisa. Se puso el chaquetón y se lo abrochó. El bolso en bandolera. Todo listo para la gran huida; pero faltaba algo.

Registró el chaquetón, luego el morral, pero no encontró la automática. Kasdan, como siempre. Unas gotas de sudor se adhirieron a su rostro. Habría que psicoanalizar el sentimiento de poder vinculado al hecho de portar un arma. Todos los policías conocen ese sordo bienestar, esa agradable sensación de sentirse por encima de la masa. Ahora Volokine se sentía castrado. Como triste consuelo, encontró su placa en el fondo de uno de los bolsillos. Era mejor que nada.

Después de haber apagado el petardo cuidadosamente y de esconderlo en el bolsillo, salió al pasillo. Con la cabeza baja, cojeando, avanzó sin encontrarse con ninguna enfermera. Unos segundos después estaba fuera, en los jardines. Ni siquiera sabía qué hospital era aquel. Se orientó por puro olfato y constató que la pierna no le dolía demasiado.

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