El orígen del mal (57 page)

Read El orígen del mal Online

Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
11.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero era al revés.

Era el vestigio del grito que lo había matado.

El grito de uno de los niños.

El niño aullador que poseía el arma letal.

Un sonido tan denso, tan potente, que se abría camino por el tímpano hasta violar todos los mecanismos y quebrar, por medio del dolor, el equilibro interno de los dos sistemas nerviosos: el simpático y el parasimpático. El corazón se paraba. La circulación sanguínea se paraba. El cerebro se paraba.

Kasdan corrió hasta su coche. Se sentó al volante. Cogió el móvil.

Tenía el número de France Audusson en la memoria.

A las tres de la mañana, la mujer respondió pero al cabo de seis tonos.

—¿Diga?

—Buenas noches. Soy el comandante Lionel Kasdan. Lamento mucho molestarla a esta hora pero…

—¿Quién?

—Kasdan. Estoy al frente de la investigación del asesinato de Wilhelm Goetz. Fui a verla el…

—Me acuerdo. Usted me mintió. Otros policías me interrogaron más tarde y…

—Es verdad —la interrumpió; le asombró la presencia de ánimo de la mujer adormilada—. No tengo ningún papel oficial en este caso, pero la víctima era un amigo, ¿comprende?

El silencio como respuesta. Kasdan aprovechó para seguir adelante.

—No tengo argumentos para convencerla, pero le ruego que confíe en mí.

—¿Por qué me llama en plena noche?

La voz estaba cargada de exasperación. Kasdan decidió dar otra vuelta de tuerca.

—Porque creo que usted, y solo usted, tiene la clave del asesinato.

—¿Qué?

—La primera vez que se refirió a los daños causados por el arma del crimen, los comparó con los efectos de una onda sonora.

—Lo recuerdo.

—Ahora creo que se trataba verdaderamente de una onda sonora.

—¿Qué quiere decir?

—Un sonido puede dañar los tímpanos, ¿no?

—Sí. El traumatismo empieza a los ciento veinte decibelios. Una intensidad bastante frecuente. Una taladradora emite un volumen de cien decibelios.

Desde luego, France Audusson tenía las ideas claras. Se expresaba como en pleno día.

—¿Y una voz puede alcanzar esa intensidad?

—El órgano de una cantante supera fácilmente el límite de los ciento veinte decibelios.

—¿Eso es lo que ocurre cuando consigue romper una copa por el efecto de su voz?

—Exacto. La intensidad de la onda rompe las moléculas de cristal.

—¿Es importante la altura del sonido?

—No. Lo que cuenta es el volumen. Lo que en inglés es
blast.

Kasdan debía revisar su teoría. El aparato fonador del niño no alcanzaba ese rango gracias a su tesitura sino gracias a su potencia.

—No entiendo sus preguntas. Me despierta por la noche y…

—Creo que Wilhelm Goetz fue asesinado por un grito.

—Eso es absurdo. Esas historias de gritos no son más que leyendas que…

—A fuerza de entrenamiento, ciertos hombres han logrado obtener, en niños, un sonido de esa intensidad. Un alarido que revienta los tímpanos y conmociona el equilibrio de los sistemas nerviosos. Usted misma me explicó esos mecanismos…

France Audusson suspiró, incrédula.

—La emisión debería tener una potencia extraordinaria…

—Los hombres a los que me refiero obtienen esa potencia por medio del dolor. Torturan a los niños para arrancarles un volumen vocal fuera de lo común. Un arma demencial que, a continuación, los chavales controlan y pueden utilizar a voluntad.

La especialista no respondió. La pesadilla se apoderaba de su conciencia.

Kasdan encontró en ese silencio la confirmación que buscaba.

Se despidió de la mujer y cerró el móvil.

Giró la llave de contacto y giró el volante.

Wilhelm Goetz.

Naseerudin Sarakramahata.

Alain Manoury.

Régis Mazoyer.

Todos habían sido asesinados con el grito.

Kasdan pisó el embrague y enfiló el carril de acceso a la autopista.

En unas horas tendría la Colonia a la vista.

El imperio del Grito.

74

La quemadura provocada por el electroshock lo despertó sobresaltado.

Volokine se irguió en la litera, jadeando, cubierto de sudor. Había soñado. No. Había recordado. Así de simple. Pero, sobre todo, joder, se había quedado dormido. Eso no estaba previsto en su programa. En absoluto. Miró el reloj. Las cuatro de la mañana. Todavía estaba a tiempo para actuar. Aguzó el oído. El silencio pesaba sobre la oscuridad del dormitorio común.

La gran estancia parecía un refugio para vagabundos pero sumamente limpio. Las literas se alineaban a ambos lados de la sala, con una hilera suplementaria en el centro. Entre las literas no debía de haber más de un metro de separación. Volokine había escogido una cama de las de abajo para poder levantarse sin hacer ruido.

Se vistió bajo las mantas y salió de la cama. Estaba agotado. Tanto por su media jornada de trabajo como por sus esfuerzos —vanos— por no dormirse. Al mismo tiempo, se sentía electrizado, con fiebre. En tensión, dirigiéndose hacia su objetivo. Ese estado lo reconfortaba. El mono y el malestar habían terminado. Pero los recuerdos aterradores no cesaban de cortocircuitar en su mente, como llamaradas blancas. En cierto modo, esos chispazos también lo estimulaban.

Hurgó en el morral. Encontró la caja de cerillas. Se puso el chaquetón, se calzó unas zapatillas en lugar de los zapatones y luego, lentamente, muy lentamente, se escabulló entre el dédalo de camas. Por fin alcanzó la puerta. Una mirada furtiva. Nadie en el pasillo.

Se deslizó en la penumbra y se encaminó hacia la salida. Luces piloto de color rojo iluminaban débilmente el espacio y revelaban la altura del lugar. Por lo menos diez metros. La edificación del dormitorio común seguía el mismo modelo que las granjas y los almacenes. Edificios de madera, de un solo cuerpo, sin tabiques, con el techo sostenido por una estructura metálica.

Franqueó el umbral y se detuvo un momento en la sombra de la puerta. Un proyector hacía girar su luz oblicua sobre la escalera de entrada. A buen seguro una cámara filmaba constantemente ese charco de luz. Volokine optó por la solución más sencilla. Correr y atravesar el halo lo más rápido posible. Un segundo más tarde estaba en el sendero sumergido en la penumbra. Se hundió en el foso que bordeaba la carretera y reflexionó. La cámara solo había registrado una sombra furtiva. No había modo de identificarlo. Y las probabilidades de que los guardias, si los había, no hubieran notado ese fulgor, eran muchas.

Volokine se puso en marcha; volvió al camino. Seguramente la propiedad estaba llena de sensores invisibles. Células fotoeléctricas. Rayos infrarrojos. Cámaras térmicas. Tal vez ya lo habían localizado. Tal vez, al contrario, los dirigentes de la Colonia no desconfiaban hasta ese punto de sus obreros y las medidas de seguridad no eran tan draconianas. Tenía que seguir. El mejor modo de comprobar el grado de vigilancia de esos hijos de puta era evaluar su tiempo de reacción.

Siguiendo ese camino hacia el oeste, se dirigía hacia el núcleo de la Colonia. A título de confirmación, a veces percibía, cuando llegaba a la cima de una colina, las pálidas luces del hospital, que brillaban como un montoncito de brasas.

Caminó así durante una hora… recorrió entre cuatro y cinco kilómetros. El terreno subía y bajaba a lo largo de las laderas. Alrededor se adivinaban otras colinas que parecían silenciar su presencia en la oscuridad. Y a veces, también, grandes construcciones de madera o las verticales plateadas de los silos. La hierba crujía bajo sus pies como si fuera nieve dura. A la luz de la luna, el paisaje resplandecía como un cristal de cuarzo de caras alargadas y brillantes.

Volokine se sentía bien. Al abrigo de las miradas, bajo el aire tonificante de la noche. Experimentaba, sin duda como todos los evadidos del mundo, una complicidad secreta con el viento, el frío, las tinieblas. Sentía en él los millones de estrellas, muy arriba, en el cielo, impasibles pero benevolentes. El cosmos estaba allí, cómplice. Su grandeza infinita ridiculizaba los irrisorios esfuerzos de los dirigentes de Asunción por crear un mundo cerrado, controlado, vigilado.

Vio aparecer el primer obstáculo. El muro de madera que protegía las zonas comunes de la propiedad: hospital, iglesia, conservatorio… Volokine rezó por que su plan funcionara.

En ese instante, el ruido de un coche perturbó aquella noche de cristal. Volo se metió en el foso y esperó. Los faros. El motor. Una patrulla. Siguió esperando. Cinco minutos. Luego salió de su escondite. Estaba a doscientos metros del portal que se dibujaba bajo el haz de las luces cruzadas de los proyectores. Ningún guardia cerca de las puertas de entrada. Un sistema completamente electrónico. Volokine sintió que le subía la temperatura al preguntarse si su estrategia sería la adecuada.

Cuando estuvo a unas decenas de metros de las puertas, se zambulló otra vez en el foso y sacó la caja de cerillas. La abrió, la vació y se guardó inmediatamente las cerillas en el bolsillo. Despegó la primera capa de cartón del fondo de la caja y cogió la delgada película transparente que había escondido debajo.

Esa película era su llave para penetrar en la Colonia.

Unos años antes, los hackers alemanes del Chaos Computer Club no solo le habían enseñado a violar la seguridad de un ordenador. También le habían enseñado cómo desarticular los distintos sistemas biométricos que se multiplicaban en el mundo contemporáneo.

En particular, cómo fabricar huellas dactilares falsas.

Antes de salir hacia la Colonia, Volokine había hecho algunas compras en una papelería y luego había ido a su piso de la rue Amelot. Una vez allí, había vertido Superglue en el hueco del tapón de una botella y a continuación lo había pegado con cinta adhesiva a la copa que había sostenido el doctor Wahl-Duvshani.

El pegamento, al secarse, había desprendido unos vapores que revelaban los residuos grasos de las huellas. Unas líneas muy nítidas bajo una capa blanca. Volo había escogido las mejores y las había fotografiado con su cámara digital. Había introducido la imagen en el ordenador y le había dado el máximo contraste, para que el dibujo tuviera la mayor nitidez posible. Lo había invertido para obtener el negativo. Líneas blancas sobre fondo negro.

Había introducido una lámina de acetato en la impresora y había sacado una copia del dibujo.

A continuación había aplicado pegamento de madera sobre la hoja translúcida y había esperado dos horas, para que el pegamento formara, al secarse, una capa transparente. Delicadamente, había despegado la película que llevaba ya, en positivo, las líneas de la huella dactilar. Solo faltaba recortar el contorno de la imagen para fijarla, llegado el momento, en la punta de su propio dedo.

Esa falsa huella dactilar era la que Volokine acababa de sacar de la caja de cerillas. La colocó sobre su índice, con cuidado de no arrugarla; luego salió de su agujero como un zorro. Trotó hasta el portal. Franqueó una vez más el halo de luz. Se pegó al pilar derecho del portal. No le sorprendió encontrar dentro del poste un nicho en el que se abría un orificio del ancho de un dedo. Una cerradura digital.

Volokine apoyó el dedo en el que llevaba la huella dactilar adherida.

Los batientes se abrieron lentamente.

Delante, el hospital. Vasto edificio de trescientos metros de longitud del que surgía un inmenso alero plateado. A la derecha se recortaban las siluetas de la iglesia, con su campanil de hojas metálicas, y el edificio de madera que recordaba era el conservatorio: allí donde tantas veces había ensayado el
Miserere.

Siguió caminando. A su izquierda, una zona de aparcamiento con algunos coches. Otras construcciones, todas de madera, con sus sombrillas a modo de doble techo. Parecía una aldea turística implantada entre bosquecillos de árboles cuidadosamente podados. Un solo detalle revelaba la hostilidad del lugar: una nueva alambrada y los proyectores adosados a las torres de control, que giraban lentamente y hacían centellear los trozos de vidrio en forma de cuchillas de afeitar. Detrás se extendía el corazón de la Colonia.

Se dirigió hacia el hospital dando un largo rodeo. En el muro de la derecha descubrió una puerta lateral. El marco estaba dotado de una cerradura biométrica. Volokine insertó la huella dactilar. La puerta se abrió sin oponer resistencia. El ruso se dijo que Wahl-Duvshani era, sin duda, uno de los mandamases del equipo. Su huella debía de abrir todas las puertas.

Enfiló un pasillo oscuro. Por el momento no quería husmear en los meandros del hospital sino acceder al territorio prohibido de los niños. Otra puerta cortafuegos. Otro sensor digital. Hizo lo mismo que las dos veces anteriores. Franqueó el umbral y sintió, físicamente, que atravesaba una frontera. La de las puntas de acero, fuera, y de todos los secretos, dentro.

Siguió caminando. Oía el ronroneo lejano de un climatizador. La luz de las lámparas de emergencia, sus pasos amortiguados por el linóleo, los muros uniformemente blancos, todo ayudaba a crear una sensación de protectora suavidad, de adormecimiento, casi soporífica. No guardaba recuerdo alguno de ese lugar. Nunca había estado en él mientras residía allí. Sin duda porque había sobrevivido.

Llegó a un nuevo vestíbulo de entrada. El reflejo invertido del primero. La única diferencia era que ese espacio carecía de iluminación. Solo lo bañaban los rayos de la luna. Volokine lo atravesó y luego salió de él sin dificultad.

La «zona de la pureza». Más concretamente «el atrio». Por fin se acordaba de los nombres. Los edificios y los invernaderos estaban organizados según una línea oval, muy amplia, en el fondo de un valle poco profundo con pendientes suaves.

En el centro, una mano gigantesca de madera encarada hacia el cielo. Cuando vivía ahí, esa imagen lo aterrorizaba. Una mano de inspiración cristiana pero que poseía un vínculo misterioso con los tótems de las culturas del Pacífico. Esos mundos de los confines donde reinan espíritus poderosos, los Manas. Sí; esa palma de madera, orientada hacia la bóveda celeste, tenía algo de pagano, de primitivo, que parecía anterior a la historia cristiana.

Volokine pasó junto a la escultura y atravesó el atrio en dirección a los invernaderos; caminaba siempre fuera de los senderos. Le llamó la atención la suavidad del césped. Ya no se trataba de la hierba baja de la estepa, que crujía bajo las suelas de los zapatos, sino una especie de terciopelo. Otro detalle lo intrigaba: la ausencia de vigías y de perros. La vigilancia era enteramente electrónica. Mal asunto. De un modo o de otro, sin que se diera cuenta, lo tenían localizado.

Other books

Tumbleweed by Heather Huffman
Enchant the Dawn by Elaine Lowe
Descent by Tim Johnston
The Devil's Code by John Sandford
Forsaking All Others by Lavyrle Spencer
Warrior's Embrace by Peggy Webb
The Resurrectionist by White, Wrath James