El orígen del mal (58 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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Volokine penetró en el primer invernadero. Olor a tierra. Perfumes húmedos. Un recuerdo. Sus manos de niño recolectando esas flores… porque el invernadero estaba lleno de flores. Alejó aquel recuerdo que no comprendía y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Distinguió dos parterres separados por un sendero central.

A priori, tulipanes.

Un segundo más tarde, rectificó su valoración.

No eran tulipanes, sino adormideras.

Se le escapó una sonrisa. Los hombres de la Colonia, en su territorio autónomo, cultivaban campos de opio. Protegidos del frío y de las miradas ajenas. Era fácil adivinar lo que ocurría a continuación. Exportación a Europa, pues ahí gozaban de inmunidad diplomática. La experiencia adquirida en América del Sur en cuanto al cultivo de la droga. Los astronómicos medios financieros de Asunción.

El círculo se cerró.

Para Volokine, todo había empezado con la droga.

Esa noche, todo acababa con ella.

Caminó sintiendo la humedad de los pétalos. Estaba seguro. Los invernaderos estaban equipados con cámaras. Le sorprenderían de un momento a otro. Pero poco le importaba. A medida que bordeaba los parterres, el veneno corría por su cuerpo. El hambre. El mono. La llamada… Acercó la mano a un bulbo. Su mano temblaba… Su…

Unos surtidores se pusieron en marcha por todas partes dentro del invernadero. Se alzó una niebla que transformó la atmósfera en un polvillo blanco vaporizado. Solo tuvo tiempo de retroceder hasta la puerta. Ya empapado.

Salió riéndose.

Una risa de triunfo.

Esas flores del Mal tenían un perfume especial.

Un delicioso perfume procedente de…

Si se podía demostrar que la Colonia cultivaba adormideras, habría un medio de atacar a sus dirigentes en el plano internacional. Porque, hubiera o no frontera, el cultivo de droga estaba prohibido en todo el planeta.

75

Regreso al hospital.

Volo no tenía motivo para detenerse; todo iba bien. Quería encontrar las huellas de las actividades principales de la secta. La tortura. La experimentación con seres humanos.

Caminó hacia los ascensores. Un golpecito con la mano y las puertas cromadas se abrieron. Dentro de la cabina, un teclado digital. Encima, un cuadro de mando: apagado. Tanta suerte no podía durar. Hacía falta un código para que el ascensor se pusiera en movimiento. El ruso se inclinó y observó que se trataba de un teclado alfabético. Sin pensarlo tecleó: miserere.

El panel se encendió, listo para su utilización.

Experimentó una sensación de victoria e, inmediatamente después, una crispación de angustia. Demasiado fácil. La posibilidad de una trampa tomaba forma en su mente. Tal vez se encaminaba justo hacia donde lo esperaban…

El ascensor se puso en marcha. Primer sótano. Silencio. Luces piloto. Nadie. Una vez más, todo iba como la seda.

Ni paredes blancas ni linóleo sino cemento y apliques con rejilla. Caminó hacia la derecha. Su malestar aumentaba. Ya había estado allí. Había sufrido allí. Nueva puerta cortafuegos. A la derecha, un sensor biométrico empotrado. Lo tocó con el índice y la puerta se abrió.

Una sala de exposiciones. En la penumbra, cubos de vidrio retroiluminados colocados sobre pedestales. Llenos de un líquido espeso, albergaban cosas marrones, fibrosas, orgánicas. Curiosos arbustos que giraban lentamente bajo la luz rosada.

Órganos humanos. Volo no podía identificarlos, pero esos arabescos habían sido sometidos a un tratamiento particular de conservación. Parecían duros, cristalizados, a salvo de la putrefacción. Como si los hubieran barnizado o les hubieran aplicado una capa de plástico.

Volokine se acercó. Las fibras, los huesos, las texturas… Los colores de cada parte mostraban todos los matices de la circulación sanguínea: el carmesí de los capilares, el bermellón de las venas, el rojo oscuro de las arterias…

Había una treintena de cubos expuestos de tal modo. Pensó en el credo de la secta. Huir de la modernidad. Vivir sustraídos al tiempo. Ese lugar no encajaba con sus principios. Al contrario, era un museo futurista que aislaba fragmentos humanos como podían haberlo hecho unos extraterrestres que hubieran construido una galería anatómica.

Caminó entre los pedestales. Vio, más allá de esa primera sala, un laboratorio de investigación. Una gran estancia dividida en varios compartimientos. Paredes vidriadas. Mesas de cirugía. Lámparas apagadas. Y también ordenadores, probetas, frascos, centrifugadoras…

Volo advirtió las curiosas dimensiones de las mesas de cirugía. Demasiado grandes para animales. Demasiado pequeñas para hombres. No tuvo que pensar mucho. Los niños. Los experimentos de la secta se realizaban exclusivamente con niños. Sin duda con aquellos que habían hecho la muda y que la transformación de su voz había convertido en inútiles. Hugo Monestier, Tanguy Viesel, Charles Bellon… ¿Cuántos más?

Volo sintió de pronto el frío que reinaba en aquella sala. Examinó nuevamente los órganos prisioneros del vidrio y de la luz. Comprendió. Eran gargantas. Laringes. Cuerdas vocales. Sus ideas se precisaron. Órganos que habían sido arrancados antes de que se tornaran impuros. Antes de que las hormonas de la pubertad los distorsionaran.

Con los ojos llenos de lágrimas, tendió la mano hacia uno de los cubos de vidrio.

Como si pretendiera tocar corales en suspensión.

En ese mismo segundo, un haz luminoso brotó y envolvió sus dedos en un halo blanco.

Creyó que su mano se estaba convirtiendo en un arbusto orgánico.

Pero no: era el haz de una linterna.

Una luz táctica integrada en un arma automática.

—Con esas manos, ¿a quién querías engañar diciendo que eras obrero agrícola?

Volokine volvió la cabeza y sonrió. Dos hombres con chaquetón negro se acercaban. Los reconoció: el mayoral y uno de sus cancerberos.

Los niños de la Colonia.

Que no tenían problemas con los materiales modernos.

Cada uno llevaba un subfusil automático MP7 Al, marca Heder & Koch. Un arma para guardaespaldas, concebida para «penetrar» objetivos «resistentes», como dicen los manuales especializados. Traducción: hombres equipados con chalecos antibalas.

Volokine no respondió. En el fondo, había sabido desde el principio que terminaría así. ¿Qué buscaba metiéndose en la boca del lobo? No hubo respuesta en su cabecita de drogadicto suicida.

Sin embargo, esa respuesta existía.

Surgió de la sombra y se concretó en una silueta conocida.

El hombre de cabello cano se descubrió a la luz de una de las cajas retroiluminadas.

—Cédric, hijo mío. Siempre supe que volverías a nosotros.

76

—Vuelvo sin mi voz —dijo Volokine, sorprendido de su propia serenidad—. Pero con intención de haceros daño.

—Por supuesto —replicó Bruno Hartmann—. Hasta te has convertido en policía. Siempre tuviste, inconscientemente, este proyecto secreto. Volver aquí y destruirnos. Por una parte, es ridículo. Por otra, es valiente —dijo el hombre, sonriendo—. Eras un niño valiente, Cédric. Sabía que tarde o temprano nos crearías problemas.

—¿Por qué no me mataron?

—No tenía sentido. Después de que te fugaras, te encontramos. Te habían ingresado en el hospital de Millau. Nos informamos. Habías caminado más de cincuenta kilómetros, quemado, herido, atontado. Habías hecho autoestop en estado de shock. Y no te acordabas de nada, salvo de tu nombre. Nadie sabía de dónde venías. ¿Para qué arriesgarnos a intervenir? No existía ningún vínculo posible entre tú y Asunción.

—¿Me han echado de menos?

Volokine había dicho eso en tono irónico.

Siempre esa sangre fría como salida de la nada.

—Eras un buen elemento. Pero nunca habríamos conseguido el menor resultado contigo. Demasiado duro, demasiado caótico. Fracasamos en nuestro intento de conseguir que tu fuerza se transformara en un arma constructiva. Además, en el momento en que huiste, tu muda ya había empezado.

Hartmann avanzó entre las columnas retroiluminadas. Los objetos abyectos que giraban lentamente en el interior del vidrio reenviaban reflejos de algas sobre su rostro de anciano duro de pelar. Llevaba una chaqueta de lino negro; se parecía a un viejo actor de los años sesenta del que Volokine ya no recordaba el nombre. Kasdan sí lo habría sabido.

—Adivinas dónde estamos, ¿no?

Volokine no respondió.

—En un museo. Una galería de arte que comenzó mi padre hace más de sesenta años, en Auschwitz. —Hartmann abrió los brazos hacia los órganos que flotaban en sus torres de luz rosa—. Gargantas. Tráqueas. Laringes. Cuerdas vocales. El instrumento de la voz. El tema de investigación de mi padre. Era su pasión. Quería conservar estos órganos infantiles que habían dado muestras de dones prodigiosos. Una tradición en Auschwitz. Josef Menguele coleccionaba los ojos heterocromos, los fetos, los cálculos biliares. Johann Kremer, las muestras «frescas» de hígado. La originalidad de la colección de mi padre estaba en su modo de preservarla. Su método prefiguraba las técnicas actuales de plastinación. Acetona. Resina… Pero dejemos eso… Lo importante es que pudimos salvar la colección y enriquecerla con el paso de los años.

Con su chaquetón negro y su cabeza de viejo león cansado, Hartmann recordaba al supermalo de las películas de James Bond. Era fascinante poder ver a ese personaje en la realidad. Dejándose llevar por sus pensamientos, Volokine no comprendía la serenidad ni la distancia que experimentaba. Tenía la impresión de haberse fumado un megaporro.

—La paradoja —continuó el alemán— es que este conjunto agrupa solamente los fracasos. Gargantas que alcanzaron el objetivo al que apuntábamos. Órganos que salvamos, in extremis, de la muda pero que no lograron romper el mundo. La proeza que siempre hemos buscado, esperado…

—No comprendo en absoluto sus gilipolleces.

—El grito, Cédric. Todas nuestras investigaciones convergen hacia el grito.

Volokine no dejaba de sonreír. Una manera deliberada de desestabilizar al alemán. A pesar de su posición de condenado, poseía ese poder. Hartmann era un tiburón y el miedo era su océano. Su medio natural. Volo, con su actitud, estaba agotándolo.

—Todos los grandes destinos empiezan con el del padre. La historia de Edipo es primero la de Layo, su padre, que viola a un muchacho. Y el psicoanálisis nunca hubiera existido sin la transgresión de Jacob, el padre de Sigmund Freud, que tenía una segunda esposa.

—En cada caso hay pues una falta. ¿Cuál era la de su padre?

Sonrisa crispada de Hartmann. En ese momento, parecía lo que era: un ogro. Un personaje de cuento deambulando por una selva en miniatura y rosácea.

—En el Tíbet, al escuchar los mantras de los monjes tibetanos, mi padre comprendió el efecto de la voz en la materia. La onda sonora podía hacer vibrar los objetos. Romperlos. Ese hallazgo se confirmó en Auschwitz. Mi padre observaba a los judíos en las duchas. Grababa sus alaridos. Constataba los fenómenos. Las bombillas eléctricas explotaban como huevos por el impacto de las voces. Las rejas se aflojaban por el efecto de las ondas sonoras. Los oídos de los prisioneros sangraban debido a los gritos que los acosaban. El órgano vocal era una tierra sin cultivar. Un arma potencial que podía alcanzar una intensidad insospechada.

»Después de la guerra, mi padre vivió una crisis mística. En las ruinas de Berlín, atrajo hacia él a otros desesperados. Entre sus discípulos había muchos niños. Huérfanos abandonados a su propia suerte. En las cámaras de gas había constatado la existencia de una fuerza particular en las voces infantiles. Surgió en él nuevamente la idea de proseguir sus investigaciones sobre el grito. Todo entró a formar parte de una lógica inesperada. El mejor medio para acercarse a Dios era el sufrimiento. Ahora bien, ese sufrimiento permitía acceder a una nueva capacidad vocal. En la mente de mi padre, Dios le concedía un arma: el grito asesino.

Frente al delirio de Hartmann, Volokine se sentía libre, liviano, irónico. Su intrusión en la Colonia tenía en él el efecto de una catarsis. Ya no temía los recuerdos. Ya no necesitaba la droga. Había perforado la fina membrana de su conciencia. El pus manaba. Esa liberación, esa serenidad, era su cura. Y si debía morir, moriría en la pureza.

—Tengo diez años de artes marciales —dijo—. Esa historia del «grito asesino» y de los puntos vitales no son más que gilipolleces. Leyendas.

—¡Las leyendas siempre surgen de una fuente verídica! ¿Sabías que, en la Antigüedad, el dios Pan era conocido porque su rugido aterrorizaba a los viajeros? ¿Que la palabra «pánico» viene de ese mito? ¿Sabías que los irlandeses utilizaban un grito especial para hacer huir a sus enemigos? ¿Un grito de guerra que en gaélico se llama
sluagh-gairm
y que dio vida a la palabra
slogan
? El grito está en el corazón de nuestra cultura, Cédric. En el corazón de nuestro cuerpo. Aquí, nosotros no hacemos más que remontar hasta esa fuente. Remontar hasta el mito para que el mito vuelva a ser realidad.

—Gilipolleces.

Hartmann suspiró. La expresión del sabio frente a la eterna ignorancia.

—Te lo diré de otra manera. Te asombraría la potencia que llegamos a alcanzar gracias a nuestra técnica. El dolor, el miedo, revelan una voz en la voz. Una emisión que brota de lo más profundo del cuerpo, que libera todo el aparato fonador y supera umbrales insospechados.

Volokine se acordó de las sesiones sufridas en la Colonia. Las descargas eléctricas. Los golpes. Las quemaduras. Y los gritos. Esos gritos que resonaban en los pasillos subterráneos. Grabados. Estudiados. Analizados. La voz que se quiebra y que, a su vez, debe quebrar el mundo.

El miedo volvía. Ese miedo que nunca lo había abandonado y que revelaba ahora su razón de ser. Los hijos de puta habían hurgado en sus entrañas para hacer salir el grito. Habían acosado ese poder en el fondo de su organismo infantil a fuerza de descargas, de torturas sofisticadas.

—¿Por qué encarnizarse con los niños? —preguntó con desprecio.

—¿Sabes de dónde viene la palabra «ascesis»? Deriva del griego antiguo
askesis
, que significa «ejercicio», «práctica». Una palabra que indica entrenamiento, disciplina, pero también arte. ¡Los niños son mis obras! Mi objetivo es crear obras maestras. En materia de grito, los niños dan los mejores resultados. Las cuerdas vocales de pequeño tamaño alcanzan una intensidad insuperable. Por medio del sufrimiento, logramos limitar la longitud de esas fibras. Preservamos un órgano absolutamente puro, exento de las escorias de la sexualidad.

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