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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (53 page)

BOOK: El orígen del mal
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»Cuando todo terminó, el silencio cayó sobre nosotros. El sabor de la ceniza en la garganta. Y la vergüenza. Lefèvre y Forgeras sentían que nos perdían. El motín no andaba lejos. Debían mantenernos en una especie de delirio. Nos llevaron a otra aldea. Allí solo había mujeres y críos. Los hombres, aterrorizados por los rebeldes durante la noche y por los franceses durante el día, habían huido. Entonces los oficiales nos ordenaron que nos relajáramos un poco con las mujeres y las niñas… Los soldados obedecieron. Como para hundirse todavía más… Para vengarse de esos negros que nos habían transformado en monstruos.

»Durante toda la noche, se oyeron los alaridos de las mujeres en las cabañas. También había niñas. Algunas no tenían ni diez años. Unos cuantos y yo nos quedamos junto al fuego, petrificados. A unos metros de nosotros, veía a Lefèvre y a Forgeras, indiferentes a los gritos y al pánico, preparando las acciones del día siguiente. Su locura estaba allí. En el resplandor de sus ojos. En sus labios que se movían serenamente mientras los otros violaban a las madres delante de sus hijos.

»Se eclipsaron en una cabaña, apartada, acompañados por dos chadianos que hacían de batidores. Había llegado el momento de actuar. Fui a equiparme y luego esperé, escondido en la maleza. Por lo menos uno de los dos saldría a mear. Lefèvre apareció con las primeras luces del día. Vestía una chilaba, como si llevara una bata de andar por casa. Cuando se detuvo para aliviar su vejiga, le golpeé en la nuca con el cañón de mi 45. Yo no podía hablar. Sin darme cuenta, había gritado en silencio toda la noche, mordiéndome el puño. Apuntándole con la pistola, lo empujé hacia la selva. Caminamos. Mucho tiempo. Nos dirigíamos hacia los rebeldes, ambos lo sabíamos. Cada paso nos acercaba a ellos y podía ser fatal. Pero no era grave. Podía morir con él. Lo que importaba era que la enfermedad desapareciera de nuestra compañía. Y Etienne Juva ya estaba muerto.

»Llegamos a un claro. Un círculo de tierra roja rodeado de árboles y de plantas. Lefèvre era un bribón alto, de cuarenta años, flaco como un fideo, casi calvo. Cuando quiso darse la vuelta, le golpeé el rostro con la culata. Cayó. Le golpeé otra vez. Encajaba los golpes sin decir palabra. Tal vez porque temía atraer a los rebeldes. O por su dignidad de soldado, no lo sé.

»Lo golpeé con tanta fuerza que la culata se abrió en dos. Tiré el arma y continué a patadas. Lefèvre trataba de levantarse y, cada vez que lo hacía, yo le daba una patada. Tenía el rostro desgarrado, destrozado. Una papilla de carne y tierra.

»Ya no se movía, pero seguía vivo. Seguí golpeándolo. En la espalda. En el vientre. En la cara. Luego, a golpes de puntera, traté de romper cuanto pudiera. El cráneo. Los pómulos. Las costillas. Las vértebras. Pensaba en los niños arrojados a las llamas. En las mujeres y las niñas en las cabañas. Y seguía dándole y dándole, hasta sentir que los huesos crujían bajo la puntera de hierro de mi bota. Por fin, paré. No sé si estaba muerto, pero ya no era un hombre: era un amasijo de carne ensangrentada.

»Dominando mis temblores, abrí el bidón de gasoil que llevaba conmigo y derramé el combustible encima de él. Tenía un mechero Zippo: regalo de mi padre antes de marcharme. Sabía que no volvería a ver a mi familia. Encendí el mechero y lo arrojé sobre el cuerpo.

»La lluvia me devolvió la conciencia. Seguía vivo. Los rebeldes no habían aparecido. El campamento estaba a años luz. Y el capitán Lefèvre no era más que un montón de restos ennegrecidos, mitad cenizas, mitad esqueleto, arrastrados por el barro. Solo tenía que huir hacia el oeste. Caminando dos o tres días, atravesaría la frontera de Nigeria sin dificultad.

»Y eso hice. Bebí de las lianas. Comí la mandioca que había llevado conmigo. Seguí las pistas. Pasé por pueblos fantasma. Temblé con los ruidos de la noche. Me sobresalté mil veces creyendo que me había topado con los tipos del UPC o con una sección de los nuestros, pero seguí caminando. Tres días después encontré el río Cross. Pagué a un pescador para que me ayudara a cruzar la frontera a través de un dédalo de marismas. Luego volví a caminar hacia el sur, hasta encontrar la ciudad de Calabar, en Nigeria. Desde allí, volé a Lagos. Desde Lagos, cogí un avión con destino a Londres. Nigeria es anglófona.

»El resto lo conoces. El hombre que llegó a Londres se llamaba Lionel Kasdan. Yo tenía un proyecto. El auténtico Kasdan, el que había caído frente a mis ojos, no cesaba de hablar de un monasterio, en una isla cerca de Venecia, que pertenecía a unos monjes armenios. Él había jurado que si sobrevivía, se encerraría allí y profundizaría en la cultura de su pueblo. Cumplí su promesa. De Londres, marché a Italia y fui a San Lazzaro dei Armeni. Los sacerdotes, los libros y las piedras de la abadía fueron los únicos testigos de mi metamorfosis. Cuando salí de allí, en 1966, me había convertido, en lo más profundo de mi ser, en un armenio. Me presenté a las oposiciones de la policía y aquí me tienes.

Después de un largo silencio, Volokine murmuró:

—Ahora me acuerdo. En uno de sus pasquines de pacotilla, usted narraba sus recuerdos de aquella época. Una frase me impresionó. Una frase de poeta: «A la sombra del campanil, en la paz de los rosales, he seguido los perfiles y las cinceladuras del alfabeto armenio y he reencontrado las líneas de los pétalos, de las piedras y de las nubes del exterior…».

—No mentía. Después de eso, nunca más volví a mentir. Lionel Kasdan había vuelto a la vida. Y nunca más se ha desviado de su línea, basada en la persecución del mal, cualquiera que sea su cara.

—Usted está zumbado… —murmuró Volokine con un tono extraño, mezcla de repugnancia y ternura.

—Es la guerra la que está zumbada. Puedo jurarte que antes de los diecisiete años y de África, yo era un chaval equilibrado. Esa guerra fue mi electroshock. Conmocionó la química de mi cerebro. Desde aquellos días malditos, vivo con constantes crisis, pesadillas, obsesiones. Lo creas o no, soy una víctima. La víctima ordinaria de hechos extraordinarios. A menos que sea al revés. La víctima extraordinaria de hechos que, con todas sus atrocidades, solo revelan la violencia ordinaria del hombre.

El joven ruso giró la llave de contacto.

—Lo llevo a casa.

67

La noche.

Fue lo que primero pensó. Lo segundo: volvía de lejos. De muy lejos. Había dormido como una marmota. Sin sueños. Sin tiempo. No tenía ni idea de la hora ni del lugar exacto. 1962, ¿en las pistas de Bafoussam? 2006, ¿en su apartamento?

Alzó la cabeza y la dejó caer inmediatamente; tenía la nuca rígida. Otras sensaciones se precisaban. La boca llena de ceniza. Una sed tremenda. Estaba en su cama. La noche anterior se había preparado un cóctel especial. Un pelotazo. Xanax, Stilnox, Loxapac. Un comprimido de cada uno, con un vaso de agua con gas.

Efecto instantáneo. Las moléculas se habían disuelto en su cuerpo, amplificándose como ondas magnéticas, envolviendo cada una de sus ramificaciones nerviosas con un gel anestesiante, retardando sus circuitos mentales, poniendo a toda la máquina en hibernación. Hasta el letargo.

Ahora, en el fondo de sí mismo, descubría otra cosa. Una sensación de pureza que lo colmaba de la cabeza a los pies. Una nieve brillante, inmaculada, que tapizaba su alma. Un silencio translúcido lo envolvía. ¿De dónde venía esa sensación de virginidad? La imagen de Forgeras desplomándose en el barro lo estremeció. ¿Era su crimen lo que lo serenaba? No. Ese acto absurdo no era más que la oscura resolución de una cólera que nunca se había disipado. Una pulsión de venganza que había perseverado a lo largo de los años.

No había experimentado alivio ni satisfacción. Tenía que hacerlo y punto. En nombre del pasado. En nombre de los chavales que habían ardido en el dispensario. De las mujeres violadas en sus cabañas. Tenía que terminar el trabajo empezado en la selva cuarenta años antes.

La sensación de pureza venía de otra parte.

Había hablado. Había confesado su crimen. Ese acto incalificable del que nunca había logrado hablar. Ni a Dios. Ni a su psiquiatra. Ni a Nariné. Había escupido ese pedrusco envenenado a los pies de Volokine. Las palabras habían salido de sus labios, cristalizando su dolor y evacuándolo con el mismo movimiento. Ahora sí se sentía intensamente limpio, intensamente luminoso. Todo podía volver a empezar.

Ruido en el apartamento. Ni reloj de pared ni reloj de pulsera. La puerta del dormitorio, cerrada. Aguzó el oído. Tintineos. Pasos. Alguien se afanaba en la cocina.

—¡Volo! —llamó.

Cuando se despertó, la luz entraba en la habitación. Día gris en la ventana. Mal cuerpo. Ropa amontonada en el sillón, al lado de la cama. Y siempre, en el fondo de sí mismo, el alivio. Esa mañana, a pesar de la resaca química, a pesar de su crimen del día anterior, se sentía liviano. Liviano y liberado.

—¡Volo! —llamó una vez más.

No hubo respuesta. Haciendo un esfuerzo, se levantó. Se puso una camiseta y abrió la puerta del dormitorio. El apartamento estaba vacío. El ruso se había esfumado. Apoyándose en el techo abuhardillado, Kasdan atravesó las habitaciones. Sin café no era posible sobrevivir.

Entró en la cocina y se quedó de piedra.

Un mensaje, pegado con celo a la cafetera, lo esperaba.

Despegó la hoja doblada y la abrió con una sensación de aprehensión.

Kasdan:

Es usted un hijo de puta, pero yo no soy mucho mejor. No quiero comprenderlo. Ni hablar. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, creo que lo comprendo un poco…

Usted y yo sabemos cuál es la solución. Hay que infiltrarse en la Colonia. Es el único ángulo de ataque posible. Usted no puede hacerlo. Allí conocen su jodida cara de facha. Así que me voy a Asunción. Allí contratan obreros agrícolas a principios de año. Me he cortado el pelo y, gracias a los trapos que me pasó, estoy de lo más ridículo.

Al principio de nuestra colaboración, le dije: «de los dos juntos puede salir un poli presentable». La verdad resultante es diferente: creo que de nosotros dos juntos sale un criminal honesto…

Pero hay que hacer el trabajo.

No se acerque a la Colonia. Estoy dentro. Detendré la fuerza maléfica que está en marcha. Acabaré con los asesinatos y desentrañaré el misterio del Miserere. Salvaré a los niños.

Tengo entendido que los armenios celebran la Navidad a principios de enero. Estoy seguro de que, a pesar de todo, usted también lo hace. Acuérdese de mí cuando esté junto al árbol de Navidad.

Un abrazo,

Volo

P. D. No busque el vaso del matasanos de la Colonia: me lo he llevado. Es mi llave para acceder a las profundidades de la guarida.

Kasdan leyó la carta dos veces. No podía creerlo. Volokine se había metido en la boca del lobo. El armenio dio una patada a la cocina. En ese momento solo tenía una idea en mente: encontrar al chaval. Alcanzarlo antes de que fuera demasiado tarde.

Corrió a su dormitorio y abrió el ropero que ocupaba la pared de la derecha. Apartó las chaquetas, las camisas y los trajes, y dejó a la vista una caja fuerte empotrada en la pared. Código digital. Dentro, varios maletines y fundas. Colocó todo sobre la cama y verificó el contenido.

La primera caja, un contenedor logístico de resina, albergaba un fusil de precisión de larga distancia, el Tikka T3 Tactical, del que solía decirse que pertenecía a una categoría aparte: la suya. Las piezas desmontadas, a las que se sumaban la luneta de precisión y los cargadores, estaban cuidadosamente encajadas en los compartimientos de espuma.

La segunda caja, un maletín de polímero con cerradura de cilindro tipo Bramah, contenía una pistola semiautomática Safe Action, Glock 21, calibre 45. Un arma magnífica, que sus colegas le habían regalado al jubilarse, equipada con una linterna táctica, es decir, una lámpara de xenón con luz láser en el cañón.

Kasdan examinó la siguiente funda. Contenía una pistola Sig Sauer P 229, calibre 9 mm Parabellum. Mitad negra, mitad cromada, tenía la belleza de una escultura de Brancusi y la agudeza de un arma de punta.

En la última bolsa le esperaba un revólver Manahurin. El famoso MR 93 S.6, calibre 357, que lo había acompañado durante más de veinte años.

Kasdan completó sus pertrechos con un aerosol lacrimógeno, que llevaba las siglas de la Policía Nacional, y una porra telescópica. Mientras colocaba su arsenal en una bolsa de deporte, reflexionó sobre las posibilidades de penetrar en el recinto de la Colonia. De una manera o de otra, tenía que entrar a la propiedad y arrancarle la pequeña fiera a la secta.

Durante un breve instante barajó la posibilidad de dar parte a las fuerzas de intervención calificadas. Sus colegas de la RAID, la unidad de élite de la policía. Pero ¿en qué se apoyaría? No tenía legitimidad. Ni la menor prueba de la culpabilidad de la Colonia. Además, el lugar estaba fuera de la jurisdicción de las autoridades policiales. Habría sido necesario remitirse a las fuerzas de la Gendarmería, que a su vez, se pondrían en contacto con el GIGN, el grupo de intervención. Pero esa gestión tampoco serviría. Asunción estaba protegida por su estatuto. En realidad, solo el Quai d’Orsay, el Ministerio de Asuntos Exteriores, podía ordenar una intervención.

Luego acarició la idea de contactar con los encargados de la investigación. Marchelier, en la Criminal. Los tipos de las RG y de la DST. Los que habían colocado los micrófonos en casa de Goetz. Al fin y al cabo, esos tíos debían de estar en el ajo. Pero ¿cómo agilizar las cosas? Cuando Kasdan consiguiera persuadirlos de la veracidad del conflicto en juego, esos médicos zumbados de la Colonia ya habrían cortado a Volokine en rodajas.

Volvió a la caja fuerte. Cogió varias cajas de municiones. Mientras cerraba la bolsa de deporte, tuvo otra idea. Pierre Rochas. El alcalde de Arro. El cowboy del Causse; también él dirigía una comunidad en el corazón de la estepa. Campesinos, ganaderos, granjeros, herederos de los setenta, que parecían tener serias cuentas que ajustar con Hartmann y su banda. Esos hombres armados podían constituir aliados sólidos en el marco de una batalla organizada.

Kasdan se tomó tiempo para ducharse y afeitarse. Luego se vistió con ropa de abrigo. Prendas interiores de Gore-Tex. Forro polar. Pantalón de esquí. Al dirigirse hacia la puerta de entrada, un detalle en su despacho lo detuvo. Una larga cinta de papel salía del fax y tocaba el suelo.

Por un momento no entendió qué era.

Luego se acordó. La lista de los niños cantores de Asunción enviada por el sacerdote de Saint-Sauveur, la iglesia de los alrededores de Arles. La lista que le había pedido hacía dos noches.

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