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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (35 page)

BOOK: El orígen del mal
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—Nunca cumplidas, me temo.

—Todo lo contrario. Podías elegir y tomaste una decisión. Escogiste ser policía. Eso da sentido a tu vida. Si me atreviera a hablar como un viejo psiquiatra, diría incluso que esa vocación te escogió…

Volokine contemplaba la tapa de grano grueso.

—¿Lo ha leído?

—Por supuesto. ¿No has visto? Tiene una dedicatoria…

El ruso hojeó las primeras páginas. Con una letra inclinada y enérgica, Goetz había escrito:

Para mi estimado Bernard-Marie,

que sabe mejor que nadie que:

detrás de cada palabra hay una ofrenda;

detrás de cada ofrenda, un sentido oculto.

Cordialmente,

Wilhelm Goetz

—¿Conoces la historia de la
Ofrenda
?

Volokine hojeó las páginas ya cortadas. Todavía dejaban pelusas en los dedos.

—No estoy muy seguro. ¿Una historia con el rey de Prusia?

—La
Ofrenda Musical
, el famoso BWV 1079, fue compuesta en 1747, cuando Bach vivía en Leipzig. Ese año, Federico de Prusia recibió al músico en su corte y le hizo probar varios instrumentos de teclado. Federico II era un melómano que se jactaba de sus habilidades de intérprete y compositor. Aquella noche, tocó delante de Bach una melodía para flauta de su cosecha y pidió al músico que improvisara a partir de ese tema. Bach se sentó frente al clavecín y empezó. La leyenda cuenta que tocó sin discontinuidad, agregando cada vez una voz al desarrollo. De ese modo construyó un contrapunto a seis voces sin haber escrito ni una sola nota.

—Las escribió después.

—Esa misma noche. La intención de Bach era hacer un regalo al soberano. Se pasó la noche transcribiendo sus ideas musicales. Cánones, fugas, una sonata y unos
ricercare

Los recuerdos se movían en el ánimo de Volokine sin llegar a concretarse.

—El
ricercare
es una especie de fuga, ¿no?

—Su antepasado. Una forma contrapuntística menos elaborada. En Francia se le llama «búsqueda». Es propia del repertorio de órgano del alto barroco…

Volokine pensó en Juan Sebastián Bach. Huía de la música vocal del maestro alemán como de la peste, pero en cuanto se presentaba la oportunidad volvía a tocar al piano los preludios y las fugas de
El clave bien temperado.
La obra de las obras. Un preludio y una fuga para cada tonalidad. Y siempre un acorde final en modo mayor. Porque una pieza debe finalizar siempre bajo la luz de Dios…

Cada vez que tocaba esas obras, sin pedal, desnudas, el placer puro corría bajo sus dedos. Líneas musicales que se cruzaban, se separaban, se enlazaban, dibujando motivos, armonizando, tejiendo «otra cosa» por encima de las voces. Para él, esos contrapuntos eran el material de sus recuerdos sentimentales, de sus estados de ánimo de cada época. La fuga en
re.
Su primer amor. El preludio en
si bemol.
Su primera decepción. La espera de una llamada que nunca llegó…

—Cédric, ya no me estás escuchando.

—¿Cómo?

—Te hablaba del
ricercare

—Sí.

—La paradoja es que Bach, en su
Ofrenda
, llamó «ricercare» a obras de una complejidad extrema que no tienen nada que ver con las composiciones habituales del género. En realidad, tenía una razón para utilizar esa palabra.

—¿Qué razón?

—Quería hacer un acróstico. Una frase que se forma tomando la primera letra de frases sucesivas. O la primera letra de cada palabra en una frase…

Volokine no veía adónde quería llegar Jeanson.

—Bach —prosiguió el psiquiatra—, en su dedicatoria al rey, escribió en latín:
«Regis Iussu Cantio Et Relique Canónica Arte Resoluta»,
lo que significa: «Música hecha por orden del rey y el resto resuelto por el arte del canon». Cogiendo la primera letra de cada palabra, se lee: RICERCARE. El nombre de la obra está contenido en la dedicatoria, ¿comprendes?

—¿Por qué me cuenta eso?

—De eso habla Goetz en su libro. Y, más en general, de todo lo que puede ocultarse en el seno de la música. Goetz encuentra otros acrósticos en la obra de Bach. Puramente musicales. Por ejemplo, los anglosajones y los germánicos designan las notas musicales con las letras del alfabeto, una tradición heredada de la antigua Grecia. Una melodía puede, pues, dibujar un nombre. Bach compuso contrapuntos con su propio nombre, cuyas letras, B-A-C-H, constituían la línea de notas
«si bemol-la-do-si…».

—Discúlpeme —interrumpió Volokine—, sigo sin ver la relación con…

—¿Sabes por qué han asesinado a Wilhelm Goetz?

—No estoy seguro. Creo que quisieron cerrarle la boca.

—Entonces ¿guardaba un secreto?

—Un secreto peligroso, sí.

—¿Sabes cuál?

—No. Se había puesto en contacto con una abogada para revelárselo. Pero cuanto más pienso en ello, más me digo que debió de cubrirse las espaldas y esconder ese secreto en algún sitio.

—Entonces te lo diré: el chileno lo escondió en la música. Disimuló su mensaje entre las notas de una partitura. O en el título de una obra. O incluso en una dedicatoria.

—¿Qué obra? ¿Qué dedicatoria? Goetz no era compositor.

—Era director de coro. Dirigía las obras. Busca por ahí…

Jeanson se reclinó y agitó el puro como si fuera la batuta de un director de orquesta.

—Llévate el libro. Ya me lo devolverás. Léelo. Comprenderás lo que quiero decir.

Volokine deslizó la obra en el morral y miró su reloj. Las siete y media. Se había concedido una hora para aquella digresión y la hora había pasado. Se levantó.

—Gracias, profesor.

—Te acompaño. Pero tienes que prometerme algo.

—¿Qué?

—Cuando termines con este caso, ven a verme. Gritaremos juntos.

—Se lo prometo, profesor. Pero entonces, ¡cuidado con los muros!

El buen hombre lo escoltó hasta la puerta.

—¿Sabes qué decía Janov sobre la neurosis? —dijo.

—No.

—«La neurosis es la droga del hombre que no se droga.»

Volokine asintió mientras se colgaba el morral. No comprendía la frase, pero podía haber añadido otra reflexión respecto a sí mismo. Él había elegido el menú completo. La droga y las neurosis…

46

Cuando se reencontraron a las ocho de la noche, Kasdan exigió un informe exhaustivo.

Estaban en la place Saint-Michel, protegidos por la calidez del Volvo.

El ruso lo soltó todo. La abogada, Geneviève Harova, que le había relatado la llamada sibilina de Goetz: «Los crímenes continúan». Sus vanos intentos de conseguir el paradero de los tres chilenos que habían llegado a Francia con Wilhelm Goetz el 3 de marzo de 1987.

—Repite eso.

—Esos tipos entraron en Francia y no salieron. Sin embargo, es imposible encontrarlos. Como si se los hubiera tragado la tierra.

—Extraño —dijo Kasdan—. Alguien utilizó esas mismas palabras a propósito de otro tema relacionado con la investigación. Pero no recuerdo en qué contexto…

—Los estragos de la edad.

—Cierra el pico. ¿Qué más?

Volokine había guardado lo mejor para el final. La desaparición de Charles Bellon, trece años, en mayo de 1995. Pertenecía al coro de Saint-Augustin, bajo la dirección del padre Olivier.

Kasdan se hizo el inocente:

—¿Y bien?

—Eso nos da cuatro niños desaparecidos. Tres del lado de Goetz, uno del lado de Olivier. Y estoy seguro de que hay más. Directores de coro organizaban las desapariciones. Una auténtica red.

—¿Qué opinas? ¿Sigues creyendo que es una venganza?

—No. Ahora creo lo contrario. Es El Ogro el que hace la limpieza. Un hombre muy poderoso que «consume» voces de ángeles y envía a sus niños-asesinos a eliminar a sus propios reclamos. Reduce al silencio a los testigos molestos.

—Bueno, chavalote…

El tono era irónico. Volo no se dio por enterado. Sabía que su teoría era una locura.

—Estoy seguro de que me encuentro muy cerca de la verdad —añadió—. La voz es la clave del caso. La voz de los niños y su pureza.

—¿Eso es todo?

—No.

Volokine le contó su última entrevista. Bernard-Marie Jeanson. Y deslizó la idea según la cual Wilhelm Goetz había escondido su secreto, de un modo u otro, en las obras corales que dirigía.

—Qué montón de desvaríos… No volveré a dejarte solo —concluyó Kasdan.

—¿Y usted?

—¿Yo? Creo que he encontrado a tu ogro…

El armenio contó la historia de Hans-Werner Hartmann. Musicólogo. Hitleriano. Investigador. Gurú espiritual. Experto en tortura. Un destino tumultuoso con, de fondo, la Segunda Guerra Mundial y la dictadura chilena.

Volokine no podía haber imaginado una coincidencia tan perfecta.

—Joder —susurró—, todo encaja.

—Tranquilo. No te emociones. Todos esos elementos no son más que fragmentos, presunciones, reunidos de un modo artificial. Concretamente tenemos: tres asesinatos sin vínculo entre ellos; la sospecha de que existen niños-asesinos, y un remoto gurú, muerto hace mucho tiempo.

Volokine no respondió. Kasdan no había puesto el motor en marcha. A través del parabrisas, el ruso observaba la place Saint-Michel y sus dragones. Desierta. Esta vez, la alerta había sonado de veras. Los parisinos se habían atrincherado en sus dorados y cálidos hogares. La Navidad transcurría a puerta cerrada.

—¿Qué propones? —soltó por fin el armenio.

—Vamos pitando a casa de Goetz. Examinamos las obras corales que ha dirigido estos últimos años. Cogemos la primera letra de cada una de ellas y vemos qué resulta.

—No veo el interés.

—¿Tiene otra idea para pasar la Nochebuena?

—Sí. Y no es incompatible con tu búsqueda.—Giró la llave de contacto—. Vamos.

El Volvo arrancó. Dio la vuelta a la plaza. Subió por la rue Danton, luego por la rue Monsieur-le-Prince, hacia el boulevard Saint-Michel. Los dos hombres ya no hablaban. El ruso podía notarlo: en ese instante sentían lo mismo. La emoción de la investigación. La soledad compartida. La Navidad, que por una vez no rimaría con «orfandad».

Place Denfert-Rochereau. Avenue du Général-Leclerc.

Suavemente, Kasdan inició un largo rodeo a fin de coger el carril autorizado para girar a la izquierda. Volokine pensó: «Este tío lleva la ley en la sangre». Luego, hundido a sus anchas en el asiento, observó pasar ante sus ojos la avenida René-Coty. Tenía la serena quietud de un paquebote iluminado deslizándose sobre aguas oscuras. Talleres de artistas. Escuelas de ladrillo rojo. Y los árboles del terraplén central que tenían la nobleza altiva propia de una alameda que conduce a un castillo.

El castillo era el parque Montsouris. Kasdan giró a la izquierda. Bajó por la avenue Reille. La rue Gazan, calma y oscura, parecía esperarlos.

Llave maestra. Escalera. Cintas de seguridad. Entraron en el piso del chileno como si estuvieran en su casa. El ordenador seguía allí. Las fuerzas policiales no tenían prisa por llevárselo. La Navidad, como el azúcar en la sangre, creaba una suerte de viscosidad que impedía actuar rápidamente.

Cerraron la puerta. Pasaron a la sala de música. Bajaron la persiana y encendieron las luces. Volokine se zambulló de inmediato en las partituras de Goetz. Sabía dónde buscar. Había realizado el mismo registro la noche anterior. Hojeó los archivos del organista e hizo una lista de las obras corales que Goetz dirigía en aquella Navidad de 2006.

Cuatro piezas distintas para cuatro coros. El
Ave María
de Schubert para la iglesia Saint-Jean-Baptiste. Un fragmento del
Réquiem
de Tomás Luis de Victoria para Notre-Dame-du-Rosaire. Un extracto del oratorio
Juana de Arco en la hoguera
de Arthur Honegger para Saint-Thomas-d’Aquin. Otro
Réquiem
, esta vez de Gilles, un músico del siglo XVII, para Notre-Dame-de-Lorette.

Volokine sacó su libreta y apuntó los títulos con letras mayúsculas:

«AVE MARÍA», «RÉQUIEM», «ORATORIO», «RÉQUIEM»… El resultado era AROR. No daba nada. El ruso probó otro orden: ARRO. Luego otro más: ROAR. Ningún sentido. Otra idea estúpida…

Volvió la cabeza para ver dónde estaba Kasdan. El armenio se había sentado en el suelo y parecía estar escuchando música con unos auriculares. Las luces de los vúmetros del amplificador iluminaban su rostro. Parecía un viejo espía de la Stasi escuchando a un sospechoso.

—¿Qué coño está haciendo?

Kasdan apretó el botón de pausa del CD.

—El tipo que vi esta tarde, el investigador israelí… me dio un documento sonoro. El interrogatorio de Hans-Werner Hartmann, llevado a cabo en Berlín por un psiquiatra estadounidense en 1947. Muy instructivo. Incluso aterrador.

—¿Me permite escuchar a mí también? Mis crucigramas no dan ningún resultado.

47

Con las manos enguantadas, Kasdan manipuló los botones de la cadena y luego desenchufó los auriculares. Apretó play. La grabación volvió a empezar. Primero un ruido de respiración, luego chisporroteos. El contraste entre el moderno material de Goetz y aquella antigua sonoridad era asombroso.

—Doctor Robert W. Jackson, 12 de octubre de 1947. Interrogatorio de Hans-Werner Hartmann, arrestado el 7 de octubre de 1947 cerca de la estación de metro Onkel Toms Hütte —dijo en inglés una voz grave.

Seguían ruidos de sillas, de hojas. La voz del psiquiatra se oyó nuevamente, dirigiéndose esta vez a su interlocutor y haciendo las preguntas de rigor. Identidad. Lugar de nacimiento. Dirección. Actividad.

Después de un largo silencio, Hans-Werner Hartmann respondió en inglés. Su voz era asombrosa. Aguda, nasal, entrecortada. El hombre hablaba con rapidez, como si tuviera prisa por acabar. Un nuevo contraste. Tono sereno y grave para el psiquiatra. Voz nerviosa, apenas viril, para Hartmann. Su acento alemán acentuaba aún más la acritud de sus inflexiones.

El psiquiatra:

—Tengo aquí las notas concernientes a los sermones que pronuncia en las calles de Berlín. Algunas de sus palabras son desconcertantes. Por ejemplo, dijo usted que la derrota de Alemania fue justa. ¿Qué quiere decir usted con eso?

Breve silencio, como si estuviera armando una ametralladora, luego la descarga, en ráfagas:

—Somos pioneros. Precursores. Es normal que seamos sacrificados.

—¿Pioneros de qué?

—Los años del conflicto solo han sido los primeros pasos de un progreso lógico y necesario.

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