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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (16 page)

BOOK: El orígen del mal
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El ordenador seguía gruñendo como un motor. El aire del ventilador parecía seguirlo para calmarlo y evitar que explotara. Más listas. Cada línea empezaba con un signo de interrogación.

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Volokine, como si estuviera metiéndose en la vida privada de un monstruo dormido, susurró:

—El ordenador nunca borra. Simplemente cede sitio a nuevas informaciones. Para conseguir espacio, aparta el archivo anterior ocultando su primera letra, de ahí los signos de interrogación. El resto del nombre se conserva, lo que nos permite reconocerlo fácilmente.

Kasdan miraba las líneas que se iniciaban siempre con un «?». No entendía qué podía encontrarse en ese galimatías, pero el chaval parecía seguro de sí mismo. Los segundos pasaban, sincronizados con el ruido del motor.

—¿Qué ves? —preguntó el armenio, hablando también él en voz baja.

—Siempre la misma mierda inofensiva. Goetz era un santo.

—Es posible, ¿no? Tal vez llenara su tiempo con los coros y los recuerdos de su país. Incluso si realizaba prácticas extrañas con su amante.

—Kasdan, usted es mayor que yo. Usted conoce la naturaleza humana. Wilhelm Goetz era homosexual. Naseer no era su primer tío. Ni el único. Los gays son unos calentorros muy salidos. Sin embargo, aquí no hay rastro de ningún contacto. Solo se me ocurre una posible explicación: utilizaba otra máquina. Fuera de su casa.

Volokine sacó el CD del ordenador y soltó un largo suspiro.

—O tal vez Goetz utilizaba el método preferido de los terroristas: el contacto humano. Nada de tecnología, nada de huellas. En ese caso, se llevó sus secretos a la tumba.

El joven policía seguía tecleando como un poseso. Kasdan dedujo que estaba borrando las huellas de sus propios pasos.

Por fin, Volokine apagó el ordenador.

—¿Por qué esa rabia contra los pederastas? —preguntó Kasdan.

—Ya veo por dónde va —dijo sonriendo el ruso—. Si me ensaño con esa basura es porque tengo una cuenta pendiente con ellos. El huerfanito que pasó por la piedra en su infancia…

—¿No es el caso?

—No. Lamento decepcionarlo. No me lo pasé en grande con los curas, pero nunca tuve ese tipo de problema.

Volokine cerró el morral y se levantó.

—Le diré cuáles son los traumas que me han conmocionado. Se llaman «violaciones», «fisuras anales», «torturas», «infecciones», «asesinatos», «suicidios». Están apilados en los archivos de la BPM. Mis traumas son todos esos críos a los que no conozco, en todas las latitudes, que se ven obligados a hacer cosas repugnantes. Cosas que no comprenden. Cosas que destruyen su mundo. Y los dejan hechos trizas o los matan. Para perseguir a los bujarrones que les hicieron eso, no necesito haber pasado por esa experiencia. Me basta con pensar en aquellos críos.

Kasdan permaneció en silencio. Estaba de acuerdo, por supuesto, pero él también sabía, por experiencia, que cuando un hombre revela sus sentimientos más profundos es porque posee una razón íntima para hacerlo.

Subió la persiana y señaló la puerta de entrada.

—¿Y si volviéramos a interrogar a Naseer, el mancebo de Goetz? ¿Un interrogatorio de los de antaño? ¿Con un ser humano, palabras de humanos y, en caso necesario, unas cuantas bofetadas humanas?

20

Naseerudin Sarakramahata vivía en el 137 del boulevard Malesherbes, no lejos del parque Monceau. Un inmueble haussmaniano, imponente, con la fachada ornada de blasones y cariátides. Kasdan se acordaba: el mauriciano había precisado que vivía arriba de todo, en la planta de las buhardillas.

Llave maestra. Luego otra puerta con acceso por interfono. No había portero. Ni hablar de llamar al azar y dejar huellas de su paso por allí. Sin decir una palabra, los dos hombres apoyaron la espalda, uno frente a otro, en las paredes laterales. Se relajaron, posición descanso, en la penumbra del vestíbulo. Era cuestión de esperar a que un vecino entrara o saliera.

Al cabo de unos segundos, Kasdan sonrió.

—Esto me recuerda a mi juventud. A mis primeros años en la BRI.

—Yo, en mi juventud, no esperaba a que me abrieran la puerta. Entraba por la ventana.

—Querrás decir en la época en la que traficabas.

—Yo traficaba con mi destino, Kasdan. No es lo mismo.

El armenio sacudió la cabeza, fingiendo una admiración irónica. Se oyó el chasquido del ascensor. Una mujer, abrigo de piel y bolso de fiesta, abrió la puerta vidriera. Lanzó una mirada de desconfianza a los dos impresentables que la saludaron educadamente.

Subieron a la planta de las buhardillas. El largo pasillo recordó a Kasdan el de su propio domicilio. Pero sobre todo esa galería estrecha hacía juego con la mochilita del patético mariquita, el que había registrado con repugnancia. Todo allí encajaba con aquella vida miserable. Pintura desconchada. Claraboyas resquebrajadas. Cagaderos a la turca…

Ninguno de los dos presionó el botón de la luz.

—Llamaremos a todas las puertas.

—No —dijo Kasdan al tiempo que echaba mano a su teléfono.

El armenio marcó el número de Naseer. En el silencio del pasillo, se oyó el débil sonido del timbre. Con un gesto de la cabeza, Kasdan indicó a Volokine que le siguiera los pasos. Caminaron en la oscuridad. Pasaron bajo dos tragaluces. Oyeron a lo lejos el sonido amortiguado de una tele. Una voz hablaba por teléfono en una lengua asiática.

Y el sonido del timbre seguía guiándolos…

Naseer no respondía.

Continuaron avanzando. Los rayos azulados de la noche, filtrados por las claraboyas, parecían líneas de laca atravesando un cuadro oscuro. Por fin llegaron a la puerta. Detrás, sonaba el móvil. ¿Por qué el mariquita no respondía?

El armenio golpeó la puerta.

—Naseer, abre. Soy Kasdan.

No hubo respuesta. El timbre del teléfono insistía.

—Abre, joder. O tiro la puerta abajo.

El armenio intentaba no gritar. Dos filipinas aparecieron en el umbral. Volokine sacó su tarjeta tricolor. Las dos chicas desaparecieron como si nunca hubieran existido.

El timbre se apagó. Kasdan aguzó el oído. Oyó el mensaje del contestador. La voz indolente de Naseer. En el fondo de su mente, esa voz tuvo el efecto de una señal.

Sin mediar palabra ni previo acuerdo, los dos hombres desenfundaron. Kasdan se situó frente a la puerta, mientras que Volokine se pegó a la pared, lado derecho, arma en mano.

Una patada: sin resultado.

Otra: la puerta salta de los goznes y sale despedida con fuerza.

Kasdan ya se había puesto de lado para encajar el rebote con un golpe de hombro.

Entra en la buhardilla, Sig Sauer por delante.

Volokine le pisa los talones.

Lo primero que ve es la inscripción en el techo abuhardillado.

Libérame de la sangre,

dios de mi salvación,

y mi lengua proclamará tu justicia.

Lo segundo es el cuerpo sentado en el suelo de baldosines, ya rígido. El patético efebo, tan frío como la pared de yeso en la que se apoya.

Lo tercero es el tajo que desgarra su rostro. Le han abierto las comisuras de los labios de oreja a oreja, cortando la carne en un rictus inmundo. Un recuerdo le viene a la mente: una mutilación reservada a los ajustes de cuentas en las cárceles. La sonrisa tunecina. Te meten una navaja en la boca y te desgarran la mejilla con un solo movimiento. Chac. Aquí la sonrisa se abre por los dos lados. Un payaso monstruoso.

Lo cuarto es el hilo de sangre que chorrea desde la oreja izquierda de la víctima. Naseer tiene la cabeza ligeramente de lado. Una vista de perfil como barnizada, despidiendo esa claridad siniestra de la piel fría. Han matado al efebo del mismo modo que a su amante. Por los tímpanos. Kasdan comprende que un asesino, niño o no, ha empezado una serie… eliminando los nombres de una lista que solo él conoce.

—Muévase, Kasdan. Aquí no se puede ni respirar. Y no podemos eternizarnos.

El armenio lanza una mirada circular. El chaval tiene razón. La habitación no debe de tener más de cinco metros cuadrados y él está en el centro, ocupando todo el espacio con sus ciento diez kilos.

—Pásame unos guantes.

Volokine, de rodillas junto al cuerpo, le tira un par de guantes de cirujano. Kasdan se los pone. El rostro le arde. El sudor le chorrea hasta la punta de los dedos. Se agacha y toma el puño de Naseer.

Consigue abrir los dedos crispados del muerto.

Dentro, sangre.

Un coágulo de sangre.

Lo toca con el índice y siente una masa negruzca.

No. No es un coágulo, es un órgano.

Kasdan lo coge y lo hace rodar en su palma enguantada.

Es la lengua de Naseer.

Kasdan levanta la vista.

Las letras escritas con la lengua a guisa de pincel.

Libérame de la sangre,

dios de mi salvación,

y mi lengua proclamará tu justicia.

21

McDonald’s, en la avenida de Wagram, las nueve de la noche.

A unos pasos de l’Etoile.

Volokine atacaba su segundo Royal Bacon. Envases de patatas fritas y una caja de nueve nuggets llenaban su bandeja, así como un helado con caramelo y una pila de sobres de ketchup y mayonesa. En el centro, una Coca-Cola Zero tamaño gigante ocupaba el lugar de honor. El muchacho chapoteaba allí como un gorrino en el comedero.

Kasdan observaba la escena un tanto alucinado. Solo había bebido un café. Era un tío duro, pero nunca conseguía no sentirse mareado después del contacto con los cadáveres, hasta tal punto que siempre acababa vomitando. Volokine parecía pertenecer a otra especie. El espectáculo de la muerte lo dejaba indiferente. El armenio sospechaba incluso que el fiambre le había despertado el apetito.

El ruso sorprendió su mirada.

—No sé qué hace usted con semejante osamenta. No prueba bocado.

Kasdan pasó por alto el comentario.

—Ya he perdido bastante tiempo contigo —dijo—. Tu jornada ha terminado. No hemos encontrado nada y el asesino de Naseer echa por tierra tus paridas.

—¿Por qué?

—Tu hipótesis del niño-asesino me parecía absurda pero, si no había más remedio, podía llegar a creer que un chaval violado, trastornado, fuera capaz de eliminar a su torturador. Aun así, para eso tenía que pasar por alto el método utilizado en el asesinato. Una técnica demasiado sofisticada para un crío. Ahora, con ese segundo asesinato, está claro que era una pista falsa.

—¿Porque el chico bien podía matar a un violador pero no a dos?

—No me imagino a un chaval investigando, encontrando al amante de Goetz, subiendo a su casa, engatusándolo y a continuación perforándole los tímpanos y cortándole la lengua. Eso es pasarse, ¿te enteras?

Volokine sumergió su bocadillo en un charco rosado, mezcla inmunda de ketchup y mayonesa. Con la otra mano, cogió un puñado de patatas fritas.

—¿No ha observado algo extraño en la caligrafía?

—¿Qué caligrafía?

—La inscripción. Las letras redondas y cuidadas. La letra de un niño.

—Me niego a seguir escuchando tus tonterías.

—Se equivoca.

—Eres tú el que se equivoca. Hemos interrogado por segunda vez a los niños del coro. No hemos conseguido nada. Esos chavales son inocentes.

El ruso abrió la caja de nuggets y luego destapó la caja con la salsa barbacoa.

—Esos, tal vez. Pero Goetz dirigía otros coros.

—También he verificado los antecedentes de los cantores del coro de Notre-Dame-du-Rosaire, al que pertenecía el pequeño Tanguy Viesel. Ningún chico tiene antecedentes policiales ni una historia clínica con trastornos psiquiátricos. Estamos tratando con críos perfectamente normales en un mundo perfectamente normal. Joder. ¡Hay que cambiar de rumbo!

Kasdan bebió un trago de café. No sabía a nada. Se preguntó si no le habían endilgado un té por equivocación. Estaban sentados al fondo, cerca de un cubo de basura con pedal. A su alrededor se elevaba el bullicio propio de un local de comida basura. La nota original la ponían los adornos de Navidad que titilaban suavemente y añadían una capa de tristeza a ese lugar aséptico.

—Toda tu teoría se basa en la premisa de que Goetz es pederasta —prosiguió Kasdan—. Me pasé la noche revisando los archivos especializados. No encontré su nombre ni nada relacionado con él. Hemos puesto su ordenador patas arriba y no hemos encontrado la menor pista. Goetz era homosexual. Vale. Salía con un tío y sin duda realizaba prácticas extrañas. De acuerdo. Pero eso es todo. Al final eres tú el que tiene prejuicios. Se puede ser gay o SM y no ser pederasta.

Volokine se acercó el helado con caramelo.

—¿Y mi intuición? ¿Qué hace usted con mi intuición?

Kasdan colocó las cajas y los restos de la comida en la bandeja y la deslizó por la abertura del cubo de basura.

—¿Esa es su respuesta? —Volokine sonreía.

El armenio clavó su mirada en el iris del joven policía.

—Lo peor de todo esto es que quizá podría haber evitado la muerte de Naseer. Si hubiera ido antes a interrogarlo nuevamente, yo…

—Kasdan, eso no se lo cree ni usted. ¿Ha terminado ya con su sermón?

—Tú has terminado. Tu cena. Tu investigación. Te llevo de vuelta al Pavo Frío.

El joven ruso no respondió. Removía tranquilamente su cuchara de plástico en la crema del helado. Hasta que por fin preguntó con aire burlón:

—En su opinión, ¿de dónde proviene la inscripción escrita con sangre en el techo?

—Ni idea.

—Es un fragmento del
Miserere.

—¿La obra musical?

—Antes que una obra musical, el
Miserere
es un salmo. El Salmo 51 o el 50. Depende de la versión. Hebrea o romana. En la liturgia cristiana esa oración es el súmmum. Suele rezarse en los oficios matutinos. Es la oración de la redención. La llamada al perdón. Las pocas órdenes monásticas que todavía practican la flagelación, como los redentoristas, se flagelan recitando el
Miserere.
Para purificarse una y otra vez. Más adelante, en el texto, hay un versículo que dice: «Lávame, seré más blanco que la nieve…».

Kasdan observaba a aquel joven famélico, mezcla contradictoria de energía y enfermedad, de delgadez y de apetito dantesco. Un hombre que parecía sumamente vulnerable pero que habría podido neutralizarlo en un segundo y matarlo a sangre fría al segundo siguiente.

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