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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (18 page)

BOOK: El orígen del mal
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A las doce y media de la noche, Kasdan apagó el ordenador. Asustado, agobiado, agotado. Fue a la cocina a prepararse un café. Volvió al salón. Se acercó a la ventana; encorvado bajo el techo abuhardillado. Desde el séptimo piso tenía una vista despejada del boulevard Voltaire y de la iglesia de Saint-Ambroise.

Su móvil sonó. Pensó en Volokine. Era Vernoux.

—¿Qué hay? —preguntó inmediatamente.

—Nadie ha visto nada —explicó Vernoux—. Méndez hace la autopsia. Y yo espero los primeros resultados de la Policía Científica. Pero a priori no tenemos ni rastro de un indicio: la inscripción está escrita con la lengua de la víctima, y el órgano fue manipulado con guantes. No encontramos ni un pelo ni una pizca de saliva. El asesino es un profesional. Y, de nuevo, esa técnica extraña en los tímpanos. ¿Sabía que la metalización del órgano auditivo de Goetz no dio ningún resultado?

Kasdan no respondió. Vernoux prosiguió. Parecía aturdido por la muerte de Naseer. Ahora quería colaborar. Era necesario unir fuerzas contra aquel enemigo mucho más peligroso de lo previsto.

El único golpe de suerte de Vernoux era que el boulevard Malesherbes estaba bajo su jurisdicción. De modo que había heredado ese nuevo caso. Pero le sería difícil convencer al fiscal de que le permitiera seguir con las dos investigaciones criminales. Era un asunto para la BC.

A cambio, el armenio dio a Vernoux algunos datos sin relevancia para que se entretuviera, en particular las informaciones sobre la inscripción sacada del
Miserere.
No hizo más que repetir las palabras de Volokine. Pero no dijo nada sobre la desaparición del pequeño Tanguy Viesel ni sobre la sospecha de pederastia. Verdadera o falsa, quería guardarse esa pista.

—¿Y Goetz? —preguntó—. ¿La pista política?

—El tío de la embajada todavía no ha vuelto. Me puse en contacto con el oficial de enlace argentino. No sabe nada sobre Chile. Diría que piensa que Chile es un país de gilipollas.

Kasdan pensó en los
zonzons.
Por un instante, estuvo tentado de mencionárselos. Luego se echó atrás.

—¿Revisaste a fondo sus facturas telefónicas? —preguntó al azar.

—En eso estoy. Por el momento, nada importante.

—¿Goetz no se puso en contacto con un abogado recientemente?

—¿Por qué un abogado?

—No sé —eludió—. Quizá se sentía en peligro.

—Verificamos todos los números. Pero no hemos detectado nada en ese sentido.

Vernoux no hablaba de los niños de Saint-Jean-Baptiste. Entre tanto caos, sin duda el policía no había tenido tiempo de citar a las familias. Ignoraba pues que el armenio le había ganado por la mano una segunda vez. Con otro policía de la BPM.

Kasdan colgó. Consultó su reloj. La una de la mañana. El sueño no llegaría por sí solo. Fue a la cocina para tomar dos Xanax: picaduras de mosquitos sobre el cuero de un búfalo. Luego se sentó frente al ordenador.

Google. Niños. Guerra. El horror se intensificaba, pasaba de los crímenes personales a los crímenes masivos. Niños-soldados de Mozambique. Niños-caníbales de Liberia. Niños cortando manos en Sierra Leona. Niños-monstruos, alucinados, drogados, viciosos, indiferentes, que se expandían por África como un cáncer incontrolable…

Un clic y el horror se desplaza a Latinoamérica. Colombia. Bolivia. Perú. Las bandas. Los
baby-killers
de los narcotraficantes. En esos países, son los niños de la calle, drogados, criados en el odio y la violencia, quienes garantizan el cumplimiento de la mayor parte de los contratos.

Kasdan se obligaba a leer; náusea en el vientre. El sonido del móvil lo salvó. Un vistazo al reloj del Mac. Dos menos cuarto de la mañana. Pensó una vez más en Volokine, pero reconoció la voz de Puyferrat, de la Policía Científica.

—¿Dormías?

—No. ¿Tienes algo?

—Sí, sí. Estoy redactando el acta sobre la escena del crimen de Nasiru… En fin, ya sabes a quién me refiero.

—Lo sé.

—Tengo otras huellas de calzado. No eran evidentes a simple vista, pero hice una detección con Luminol.

El Luminol es un producto más viejo que Matusalén. Una sustancia que revela la menor partícula de hierro, por lo tanto, el menor rastro de sangre. Diez años después de un asesinato, una mancha de hemoglobina, que se haya limpiado con lejía, brilla al entrar en contacto con esa sustancia.

—Huellas de zapatillas —continuó Puyferrat.

—¿Del 36?

—Exactamente. Es de locos.

La teoría de Volokine volvía a cobrar fuerza. Kasdan tomó aire. ¿Por qué su última investigación tenía que sobrepasar los límites del horror? El ruso había dicho: «Yo tengo treinta años, pero el pipiolo es usted». Tenía razón.

—Pero la cosa va a peor —prosiguió el técnico—. Hay varios.

—¿Varios rastros?

—Varios críos.

—¿Qué?

—No tengo la menor duda. A menos que el asesino camine sobre sus propios pasos.

Vacío en el estómago. Relámpagos en el fondo de su mente. Sensación de estar en un avión a punto de estrellarse. Kasdan se acordó de otro detalle. Cuando vio a Volokine por primera vez, este había hablado de la «conspiración de un chico». Hablaba en singular, pero la palabra era exacta. Como si el ruso hubiera vislumbrado ya la verdad.

—Las huellas se cruzan. Todas de talla pequeña. Si estuviera fumado, diría que al tío lo mandó al otro barrio una banda de chicos en pleno delirio. Algunas huellas son más netas que las de la primera vez. Las he enviado al instituto de investigación IRCGN, al fuerte de Rosny-sous-Bois. Allí tienen catálogos para todo. Fusiles, huellas dentales, huellas de orejas. También poseen un registro de los distintos moldes de zapatos.

—¿Ya no estás seguro de que sean Converse?

—No. Resulta que el dibujo no es exactamente el mismo.

—Joder. ¿Llevo dos días currando sobre una pista falsa?

—Tú no curras, Duduk. Demasiado amable soy llamándote.

Kasdan se tragó la rabia.

—¿Eso es todo?

—No. También hay fragmentos de madera.

Las astillas encontradas en la tribuna de la catedral. Ese elemento se le había olvidado completamente.

—¿La misma madera que la última vez?

—Es muy pronto para saberlo. Ni siquiera tengo los resultados del análisis de la primera muestra. La hemos enviado al laboratorio de Lyon. No tardarán en devolverla.

—Vale. Llámame enseguida. Y… gracias.

—De nada, guapetón.

El armenio sintió, o creyó sentir, los efectos del Xanax. Su cerebro se ralentizaba. El distendimiento lo invadía. Sus pensamientos se alejaban. En su mente, las ideas se perdían sin que pudiera controlarlas. Puso en marcha la impresora para imprimir las últimas páginas que había guardado sobre los niños-soldados.

Se levantó para coger las hojas y entonces se detuvo en seco.

Acababa de oír un ruido.

24

Un ruido suave, lejano, uniforme.

Pensó en un mecanismo, una nevera u otro electrodoméstico, y escuchó con atención; había recuperado de golpe la lucidez. Tac-tac-tac… El ruido no provenía del apartamento, sino del pasillo. Fuera. Pensó en los cagaderos del rellano.

No era un chapoteo.

Ni el goteo de la lluvia contra los vidrios de las claraboyas.

Más bien un golpeteo débil y a la vez persistente. Como el del bastón de un ciego. Eran las dos de la mañana. ¿Qué coño haría un ciego en el pasillo a esa hora?

Se levantó y, sin dejar de aguzar el oído en dirección a la pared, caminó hasta el interruptor. Apagó la luz del salón después de haber sacado la Sig Sauer de la pistolera. Se acercó a la puerta de entrada. Con la oreja pegada a la madera, Kasdan escuchó. La cadencia no cesaba. Tac-tac-tac-tac…

El ruido se acercaba. O por lo menos se movía en el pasillo. Kasdan trató de imaginar la fuente de ese sonido. El bastón de un ciego, sí. O una vara de saúco, muy flexible, utilizada como una sonda…

Aquel simple ruido activó en él el mecanismo de la angustia. Sentía que el sudor perlaba su frente. Su circulación sanguínea hormigueaba en la superficie de la piel. Sacó el seguro de la 9 mm Para, y luego se acercó, muy lentamente, la culata del arma. Con mayor precaución aún, giró el cilindro del cerrojo superior y abrió la puerta. El silencio se dilataba a su alrededor. Tenía una densidad, una masa, cada vez más opresiva.

El pasillo, absolutamente a oscuras. El visitante, si es que lo había, avanzaba sin visibilidad. Kasdan se agachó y escuchó. El ruido persistía. Ni más cerca, ni más lejos.

Tac-tac-tac-tac-tac…

Kasdan trató de encontrar una explicación lógica. Un vecino que regresaba a su casa… Un llavero que se balanceaba… El roce de un bolso contra un tabique…

Se deslizó al exterior con pasos prudentes. Las tinieblas de su piso se mezclaban con las del pasillo como aguas negras. Kasdan cedió a un impulso y optó por el viejo sistema de la intimidación policial.

Se situó en el centro del pasillo con el arma apuntando al techo.

—¡Alto! ¡Policía!

El ruido se detuvo en seco.

Con la mano izquierda, Kasdan tanteó el muro en busca del interruptor. No lo encontró. Se acordó de que debía avanzar unos pasos para dar con el temporizador.

Caminó —ahora llevaba la Sig Sauer por delante, como una antorcha—, titubeando, sin ver absolutamente nada. Sin embargo, podía sentir una presencia frente a él, al final del pasillo.

Un paso. Dos pasos. Y aún no había encontrado el interruptor.

La adrenalina, un oleaje constante en la sangre.

Kasdan sentía que estaba a punto de estallar.

Un segundo más tarde, no pudo más y gritó:

—¿Quién anda ahí, joder?

Como respuesta, primero el silencio, luego, de repente, desde el fondo del pasillo, un cuchicheo:

—¿Quién anda ahí, joder?

Kasdan se quedó de piedra, como si le hubieran metido una sonda de escarcha en el culo. Su mano izquierda encontró el interruptor.

Luz.

El pasillo estaba vacío.

Pero el terror no lo abandonaba.

La voz que le había respondido era una voz de niño.

25

El timbre del teléfono lo despertó con un sobresalto. Palpitaciones.

Rostro incandescente.

La mente al borde del vacío. Lista para volver a perderse…

De nuevo el timbre.

No, no era el teléfono… La puerta de entrada. Kasdan tuvo un destello de lucidez. El hecho en sí era extraño: abajo había un interfono. Nunca se llamaba directamente, desde la puerta del apartamento. A menos que fuera un vecino.

Se incorporó y examinó en qué estado se encontraba. Literalmente calado. No había una parcela de su cuerpo que no estuviera mojada. Había exudado sus sueños. Su miedo. Las sábanas arrugadas estaban empapadas de las huellas de su terror. Y su cuerpo, ya frío, como envuelto por esa fina película adherida a la piel.

La puerta, otra vez.

Se levantó, no se molestó en ponerse ni jersey ni pantalón.

—¿Quién es?

—Volokine.

Miró el reloj. Las nueve menos cuarto. Casi las nueve. Dios santo. Cada día se levantaba más tarde. ¿Qué coño hacía el chaval en el rellano? Le molestó que le hubiera sorprendido en pleno sueño. Sin embargo, abrió la puerta en calzoncillos y camiseta, aceptando su vulnerabilidad.

—Servicio de habitaciones.

Volokine sostenía una bolsa de papel con el logotipo de una panadería. Su traje estaba aún más arrugado que el día anterior.

—¿Cómo has conseguido mi dirección?

—Soy poli.

—¿Y el interfono?

—Misma respuesta.

—Entra y cierra la puerta.

Kasdan dio media vuelta y atravesó el salón en dirección a la cocina.

—No está nada mal su casa. Parece una barcaza.

—Solo falta el río. ¿Café?

—Sí, gracias. ¿Ha dormido bien?

Sin contestar, Kasdan cogió un filtro y lo llenó de polvo marrón.

—He tenido bastantes pesadillas —dijo por fin—. Gracias a ti.

—¿A mí?

—Los niños-asesinos. Me pasé buena parte de la noche zampándome toda esa mierda.

—Edificante, ¿no?

Kasdan lo miró. Apoyado en el marco de la puerta, sonriente. El armenio sacudió la cabeza. Mentía. No había soñado con los críos asesinos. No necesitaba nuevas pesadillas: tenía las propias.

Esta vez, comandaba una expedición de castigo en la maleza africana. Perseguía a unos soldados que habían perdido todo referente, todo contacto con el orden y el rigor militar. Hijos de puta blancos que se entregaban al pillaje, a la violación, al asesinato… En su sueño, Kasdan tenía los ojos irritados por un microbio o un virus. Caminaba bajo la lluvia, evaluando los núcleos del horror, siguiendo los actos de violencia del batallón fantasma. Antes de que llamaran a la puerta, había descubierto por fin a la horda. Soldados andrajosos, ensangrentados, caminando penosamente bajo la lluvia roja. En ese momento había comprendido la verdad. Esa tropa era la suya. Su jefe era él mismo, con los ojos hinchados, irritados por las lágrimas y la lluvia.

Kasdan conectó la cafetera. Los segundos pasaron crepitando y dieron como resultado un delgado chorro negro, perfumado y apetitoso.

—Y tú, ¿has dormido? —preguntó.

—Unas horas.

—¿Dónde?

—En los archivos de los desaparecidos. Tengo una relación complicada con el sueño. Cuando llega, lo recibo con los brazos abiertos esté donde esté. El problema es que no he hecho ni un tercio de lo que había previsto. ¿Puedo darme una ducha?

Kasdan estudió al jovenzuelo. A pesar de la camisa blanca y la corbata, parecía un sin techo. Un perro vagabundo con un chaquetón y un morral colgando del hombro.

—Adelante. Aprovecha mientras se filtra el café.

—Gracias. —Sacó de su cartera una carpeta de cartulina con un abultado expediente—. Tenga. Mi cosecha de la noche. He fotografiado los documentos con mi máquina digital y esta mañana lo he llevado todo a imprimir.

—¿Qué has encontrado? —preguntó colocando los cruasanes en un cuenco de porcelana.

—Otro desaparecido. De otro coro. En 2005. El de Saint-Thomas-d’Aquin, dirigido por el difunto señor Goetz.

—Lo estás haciendo fatal.

—Los dos lo estamos haciendo fatal. Debimos verificar todo esto al principio. Goetz dirigía cuatro coros. En dos de ellos, en dos años, hubo dos desapariciones. Si quiere, diga que es una casualidad, una coincidencia. Pero yo le aseguro que Goetz está hasta el cuello. Hasta el cuello de mierda, para que quede claro.

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