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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (20 page)

BOOK: El orígen del mal
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—Quería preguntarle… —prosiguió Cabellos Grises—. A propósito del asesinato de Wilhelm. En este caso, ¿ha habido otros asesinatos o no?

Kasdan titubeó. No tenía por qué responder. Sin embargo, inclinó la cabeza afirmativamente. El hombre continuó:

—¿No podría ser obra de un asesino en serie?

—¿Un asesino en serie?

—A nosotros nos interesan los asesinos reincidentes —precisó Santo—. Intentamos penetrar en sus secretos.

«Lo que faltaba», pensó Kasdan.

—Un poco extraño para unos sacerdotes, ¿no? —replicó en tono paciente.

—Al contrario, esos hombres son los seres más alejados de Dios. Por lo tanto, su salvación es una prioridad. Hemos visitado a varios en prisión…

—Los felicito. Pero no estamos frente a un asesino en serie.

—¿Está seguro? ¿Hay diferencias entre los asesinatos?

El armenio no respondió. Luego, movido por su instinto, ofreció algunas explicaciones. Habló de los tímpanos perforados. De las diferencias entre el primer asesinato y el segundo. De la sonrisa tunecina. De la lengua cortada. Y también de la inscripción con el fragmento del
Miserere.

Los dos hermanos le obsequiaron la misma sonrisa como respuesta.

—Nosotros tenemos una teoría sobre los asesinos en serie —dijo Cabellos Grises—. ¿Quiere conocerla?

—Por qué no. Adelante.

—¿Conoce las
Variaciones
Diabelli
?

—No.

—Una de las obras más bellas de Beethoven. Su obra maestra. Hay quienes llegan a decir que es la obra maestra de la música para piano. Eso es pasarse un poco, pero en cualquier caso se puede afirmar que es la quintaesencia de las composiciones pianísticas. Al principio hay un tema, casi insignificante, que se amplifica, se desarrolla, varía hasta el infinito…

—No veo qué relación guarda esto con los asesinatos.

Santo meneó la cabeza.

—Conocimos a un gran pianista que se negaba a grabar las Variaciones. Solo quería tocarlas en concierto, sin interrupción. La obra se convierte así en un verdadero viaje. En un proceso emocional. Cada fragmento contiene la fatiga del precedente, la promesa del siguiente. Se forma una red: juegos de ecos, de correspondencias, según un orden secreto…

—Sigo sin ver la relación.

Cabellos Grises sonrió.

—Los asesinatos en serie son como variaciones sobre un mismo tema. En cierto modo, el asesino escribe una partitura. O tal vez, es esa partitura la que escribe sus actos. En todo caso, su desarrollo es inexorable. Cada asesinato es una variación respecto al anterior. Cada asesinato anuncia el siguiente. Hay que encontrar, detrás de la combinación, el tema inicial, la fuente…

Kasdan plantó los codos en la mesa.

—Y, según ustedes, ¿qué debería hacer yo para descubrir ese tema? —preguntó con un dejo de ironía.

—Observar los puntos en común. Pero también los matices, las diferencias entre cada crimen. El tema se dibuja así, por defecto.

El armenio se levantó.

—Discúlpenme, pero ustedes superan mis competencias —concluyó, sarcástico.

—¿Ha leído a Bernanos?

—Hace mucho tiempo.

—Piense en esa frase con la que termina
Diario
de
un
cura
rural
: «¿Qué importancia tiene? Todo es gracia…». Todo es gracia, comandante. También su asesino. Detrás de los actos, existe siempre una partitura. Existe siempre la voluntad de Dios. Encuentre el tema. El leitmotiv. Entonces encontrará al asesino.

27

Jodidas luces de Navidad.

Colgadas en todas las avenidas, le pinchaban los ojos como si fuesen agujas.

Volokine rumiaba en el taxi. Los farolillos, las estrellas, las bolas titilantes, todo aquello le hacía trizas los nervios, como todo lo que estuviera relacionado con las fiestas en general y con las destinadas a los críos en particular. Al mismo tiempo, una parte de él todavía amaba la Navidad. Una parte de él todavía se emocionaba.

El coche rodeó la ópera Garnier y tuvo que detenerse en la intersección del boulevard Haussmann. Las Galeries Lafayette, un sábado 23 de diciembre. En cuanto al tráfico, difícilmente podía concebirse un caos peor.

Volokine contempló las vitrinas. Un oso gigante con cara de idiota estaba echado, acosado por legiones de ositos. Había también otros osos de peluche encerrados en bolas translúcidas; parecían fetos suspendidos. Maniquíes femeninos, filiformes, como espectros anoréxicos, se erguían en poses ridículas con, a sus pies, conejos albinos que parecían disecados. Deprimente.

Pero lo peor era esa multitud satisfecha. Esos padres embobados que cargaban con su progenie como si cargaran con sus propios sueños perdidos y se extasiaban delante de esas escenas simplonas. Vitrinas que les recordaban que el tiempo había pasado, que su infancia estaba clausurada y que el cementerio se acercaba. «Los niños empujan hacia la tumba», decía Hegel.

A través de su rabia, de su desprecio, Volokine sintió que brotaba ese otro sentimiento. Su nostalgia de la niñez. Los recuerdos surgieron como imágenes discontinuas. Sintió un malestar en su interior. Y la náusea subió, como cada vez que lo recordaba. Reacción instantánea: pincharse. Conocía por lo menos a tres traficantes a dos pasos de allí, a la altura de Pigalle y la rue Blanche. Una llamada, un desvío, ni visto ni oído, y la presión de la angustia aflojaría.

Apretó los puños. La promesa que se había hecho a sí mismo. Ni un gramo hasta que la investigación se resolviera. Ni un solo chute hasta que no tuviera enfrente al asesino o a los asesinos.

Rompió en llanto. Lágrimas calientes resbalaban sobre su miserable cara de drogata. Moqueaba, y los mocos le mojaban los labios; sabían como el agua del mar. Pensó en sus dientes picados, en su cuerpo podrido de yonqui en remisión, y sus lágrimas fueron a más.

—¿Le pasa algo, señor?

El taxista le echaba miradas circunspectas por el retrovisor.

—No, nada. Es Navidad. No la soporto.

—Ah, si es por eso, yo tampoco. Con todos esos gilipollas que…

El taxista lanzó una diatriba contra los días festivos. Volo no lo escuchaba. El llanto le hacía bien. Era como una purga. Repelía la llamada de la heroína. La circulación se reanudó. Vio surgir la rue Lafayette y sintió alivio. El conductor enfiló el carril reservado a los taxis y luego giró por la rue Laffitte, recto hacia Notre-Dame-de-Lorette. Por fin, aparcó en la rue de Châteaudun, muy cerca de la rue Fléchier.

Volo pagó y salió penosamente del taxi frotándose los ojos. Subió los escalones poco a poco. Empujó la puerta giratoria. Cada iglesia tenía su pequeño trasto suplementario, su tesoro escondido. Saltaba a la vista que allí su motivo de orgullo era el artesonado. En cuanto uno alzaba la vista, descubría en la penumbra una serie de relieves tallados y trabajados en madera que brillaban en la sombra como colmenas.

Dio algunos pasos mirando hacia arriba cuando algo más lo sorprendió. El coro resonaba en la iglesia, brotaba de algún lugar como una pesadilla. El ruso había previsto ese golpe, pero fue más violento de lo que había imaginado. Se desplomó en una silla. Mierda. Después de tantos años, su fobia a las voces seguía ahí, intacta, a flor de piel…

Todo su cuerpo vomitaba el canto. No podía escuchar coros de niños. No podía soportarlos y no sabía por qué. Se tapó las orejas con las manos cuando una voz se elevó, muy cerca.

—¿Qué le ocurre, hijo mío? Soy el padre Michel.

Un sacerdote se hallaba frente a él con los ojos entrecerrados como un gato a punto de quedarse dormido. Al policía le entraron ganas de hacerle una cara nueva, pero en ese mismo momento el silencio se impuso en la nave. Las voces se habían callado. La calma volvía a sus venas.

—Preparamos la misa de medianoche —prosiguió el sacerdote en voz baja y en un tono untuoso—. Nosotros…

El religioso se quedó cortado. Volokine acababa de levantarse y de ponerle delante de la nariz su tarjeta tricolor. El asombro del sacerdote lo reconfortó. Le alegró poder demostrarle que no era un vagabundo y que su compasión le importaba un pimiento. Por Dios, él era un policía. Un tío capaz de arruinarle el día…

Volo explicó sin delicadeza alguna que investigaba el asesinato de Wilhelm Goetz y que deseaba interrogar a Sylvain François.

—¿Sospecha de Sylvain?

—Debo interrogarlo, eso es todo.

El sacerdote estaba muy pálido. Volokine fue magnánimo.

—Es el procedimiento. Debemos interrogar a las personas del entorno de Wilhelm Goetz que tienen antecedentes policiales.

—Sylvain no tiene antecedentes.

—Porque es un menor. —Volo recuperaba su aplomo—. Escúcheme, padre. No trabajo en la Criminal sino en la BPM. La Brigada de Protección de Menores. Me han enviado aquí porque estoy acostumbrado a interrogar a los chavales y con frecuencia a los que no son precisamente fáciles. De modo que concédame unos minutos con Sylvain y todo irá bien.

—Yo… Bueno. De acuerdo. Pero ya vino un policía anteayer y…

—Ya lo sé, Lionel Kasdan. Trabajamos juntos.

Tranquilizado, el hombre tendió una larga mano hacia el fondo de la iglesia. En la penumbra, el ruso vio una fila de críos que bajaban por la escalera de la tribuna. Inmediatamente reconoció a Sylvain François. O creyó reconocerlo.

Pelirrojo, corte de pelo a cepillo, una cabeza más alto que los demás. Parecía haber vivido más años que ellos. Años sórdidos, viciosos, que contaban el doble o el triple.

—Sylvain es aquel que…

—Sí —dijo Volo—. Lo he reconocido. ¿Dónde podemos sentarnos para charlar un poco?

Unos minutos más tarde, Cédric Volokine estaba sentado frente al pelirrojo en un pequeño despacho que parecía una cabina de telegrafista de principios del siglo XX. Una bombilla desnuda colgaba muy baja encima de la mesa de madera. En un rincón, papeles, impresos: invitaciones a misas, llamadas al recogimiento adornadas con fotos de mala calidad y tipos de letras pasados de moda. Volokine pensó en la tristeza y el aislamiento de la fe católica y luego se centró. Sacó su cajetilla de Craven y le ofreció uno al chaval.

Sylvain François, parapetado tras su desconfianza, cogió un cigarrillo como un lobo atrapa de un bocado el trozo de carne que le tienden. Estaban frente a frente; sus rostros casi se tocaban.

—¿Cuánto tiempo hace que cantas en este coro?

—Dos años.

—Chungo, ¿no?

—Pasable.

El chaval rechazaba cualquier posible complicidad. En un rincón de su mente, Volo percibió este hecho: Sylvain François debía de calzar un cuarenta. De modo que no podía ser uno de los asesinos. Sin embargo, el ruso sentía que podía sacar algo de la entrevista.

—Wilhelm Goetz no está hoy aquí. ¿Sabes por qué?

—Lo asesinaron. Los otros solo hablan de eso.

El chaval dio una calada gigante. Volokine observó con más detenimiento a su interlocutor. Pupilas negras, tez blanca de pelirrojo, marcas de acné que le conferían un aspecto un tanto dudoso. Daba la impresión de que el corte a cepillo le aprisionaba el cráneo para contener las ideas obsesivas.

Detrás de ese rostro, Volo veía algo más. Una geografía cerebral muy específica. Había leído algunos libros sobre las áreas funcionales del cerebro: las zonas dedicadas a los sentidos, al lenguaje, a la emoción… Era la educación la que definía esas regiones. Su lugar. Su extensión en el cerebro. El ruso se acordaba de esta frase de un especialista: «Si el niño-lobo descubierto en el siglo XIX en Aveyron hubiera podido someterse a los tests de nuestras máquinas, no se habrían encontrado diferencias con las regiones específicas del hombre. En cambio su cartografía cerebral sería cercana a la del lobo, si, en efecto, ese fue el animal que se ocupó de su educación. Los tests olfativos habrían revelado un vasto territorio en el córtex destinado a ese sentido…».

Eso era lo que él leía en la mirada de Sylvain: un cerebro específico, diferente del de los otros niños. El cerebro de un crío abandonado que había crecido en un mar de follones. Padres de la peor ralea, una vida cotidiana de droga y alcohol, bofetadas y gritos como única expresión de afecto. Sí, una geografía muy precisa, con extensos territorios destinados a la desconfianza, el miedo, la agresividad, la intuición…

—¿Cómo era Goetz?

—Un pobre tío. Viejo, solitario. Con sus patéticas partituras.

—Según tú, ¿quién lo mató?

—Otra maricona como él.

—¿Cómo sabes que era homosexual?

—Tengo olfato para ese tipo de cosas.

—¿Nunca se te insinuó?

Nueva calada. Larga. Lenta. Imitación perfecta del impasible «tipo duro».

—Tú sí que eres un obseso de la polla. Pero Goetz no era un depravado.

Por instinto, Volokine comprendió que no conseguiría nada yendo de colega ni buscando perlas de psicología. Decidió utilizar el lenguaje que le habría gustado que utilizaran con él a la misma edad…

—Vale, tío —dijo—. Tú sabes qué busco, así que juguemos limpio. Cincuenta euros para ti si sueltas prenda. Un puñetazo en los morros si me sales con una chorrada.

Sylvain François sonrió. Le faltaba un diente, a la derecha. Ese agujero negro en el rostro del preadolescente tenía algo aterrador. Un tragaluz, un respiradero abierto en su cerebro primitivo.

—Dime, ¿no tienes mejor algo para fumar?

Volokine puso en la mesa una barrita de costo de diez centímetros envuelta en papel de plata. Bajo la bombilla desnuda, brillaba como un pequeño lingote misterioso.

—Mi reserva privada. Suelta el rollo, listillo. Y fumarás a mi salud.

Sylvain François aplastó el cigarrillo bajo el escritorio y luego empezó:

—Goetz me apreciaba. Decía que tenía dotes para el canto. A veces hasta me hacía confidencias. Un día estábamos en la sacristía. Cerró la puerta con doble llave. Pensé: o lo uno o lo otro: o me rompe la jeta o me rompe el culo. Pero solo quería hablar conmigo.

—¿Qué te contó?

—Las gilipolleces de siempre. Que tenía una voz con supercualidades, que podía llegar lejos…

—¿Nada más?

—Dame otro pitillo.

Un Craven, fuego, con la esperanza de que el capullo no le diera gato por liebre.

—Como veía que conmigo no había nada que hacer, empezó a amenazarme. Castigos idiotas. Lo peor que podía pasarme, según él, era que me echaran del coro. Me reí a carcajadas.

—¿Y?

—Cambió de tono. Me dijo que si seguía así, el Ogro iba a tomar cartas en el asunto.

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