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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (30 page)

BOOK: El orígen del mal
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Kasdan estaba sorprendido por aquella introducción. Había visto suficiente mundo para saber que los militares rara vez son de izquierdas. Luego recordó su propia emoción cuando releyó la efímera historia del gobierno popular de Salvador Allende. Por una vez, los buenos y los malos eran perfectamente identificables. Y no cabía duda de que los héroes estaban en el lado de los rojos.

—Cuando los militares de Patria y Libertad nos contactaron, ya antes del golpe militar, no dudamos ni un segundo. Había que cortar el paso a los socialistas. Sabíamos que, de todas maneras, el gobierno popular no aguantaría. La diplomacia se basa siempre en el mismo principio: correr en ayuda de los ganadores. Mejor estar del lado bueno cuanto antes y contribuir, en la medida de lo posible, a hacer las cosas «limpiamente».

—Disculpe —intervino Kasdan—. ¿Está hablando de tortura?

Condeau-Marie volvió a meter las manos en los bolsillos. Tenía esos gestos estudiados propios de los hombres bajos que tratan de darse cierta importancia.

—En Argelia habíamos aprendido algunas verdades. La tortura es un arma capital. No es que nos alegrara utilizarla, pero los resultados obtenidos borraban cualquier escrúpulo. Nada es más importante que penetrar en el cerebro del enemigo. Y eso es algo que no va a cambiar en esta época de terrorismo.

Hubo un silencio. Condeau-Marie dio unos pasos y luego prosiguió.

—Todo pasaba a través de la embajada de Francia. Oficialmente estábamos allí para enseñar a las fuerzas armadas. Era cierto. Los militares chilenos eran penosos. Sus filas estaban llenas de campesinos analfabetos que habían cambiado el arado por el fusil.

Kasdan volvió a meter el dedo en la llaga.

—Pero usted estaba allí por la tortura, ¿no?

—Sí. Éramos tres. La Bruyère, Py y yo. En principio fuimos para constatar cómo estaban las cosas al día siguiente del golpe. La idea era limpiar el país lo más rápido posible.

—He leído bastante sobre el tema —replicó Kasdan, cada vez más agresivo—. El estadio, la DINA, los escuadrones de la muerte. Usted no estuvo de brazos cruzados. ¡Tiene usted sangre en las manos, general!

Volokine miró a Kasdan, sorprendido. Condeau-Marie sonrió. Su palidez de cera era como un espejo en el que uno podía mirarse.

—¿Qué edad tiene usted, comandante?

—Sesenta y tres años.

—¿Sirvió en Argelia?

—En Camerún.

—Camerún… Me han hablado a menudo. Debió de ser apasionante.

—Esa no es la palabra que yo utilizaría. —Kasdan empezaba a ponerse negro. Subió la voz—: ¡No se ande por las ramas, joder! Estuvo en Chile para formar a los torturadores. De modo que cuéntenos lo que queremos saber. ¿Qué les enseñó a los militares? ¿Quiénes eran sus colegas? ¿Sus alumnos? ¿Cuáles eran sus infames técnicas?

Condeau-Marie se sentó frente al escritorio, limpio de todo documento. Colocó sus pequeños dedos sobre el cartapacio de piel oscura. Otro gesto de peso.

—Siéntense —propuso serenamente a los dos investigadores.

Obedecieron. El general enlazó las manos con parsimonia.

—Llegamos en marzo de 1974, después de la primera ola de violencia. Los militares se ensañaban con los izquierdistas y con los extranjeros. Se podría decir, y no es un juego de palabras, que nosotros les llevamos la electricidad.

Kasdan ya había comprendido. La historia no es más que un eterno comienzo.

—Ya la utilizaban, pero de un modo caótico. Tenían ese método que llamaban «la parrilla» y que consistía en una cama metálica sobre la que el prisionero recibía descargas eléctricas. Bastante elemental. Los orientamos hacia un instrumento proveniente de Argentina, la picana: una aguja electrificada que permitía hacer un trabajo más… preciso. Les enseñamos los puntos sensibles. El tiempo que debía durar el contacto. El umbral de tolerancia. La formación tenía el objetivo de mostrar que se podía hacer daño rápidamente. Con eficacia. Sin dejar huellas. Pero respetando siempre una especie de… marco científico. Así, establecimos, por ejemplo, que debía haber un médico presente en cada sesión.

—¿Cuánto tiempo duraron esos seminarios?

—No sé cuánto estuvieron los otros. Yo no duré mucho. Conseguí regresar a Francia al cabo de unos meses.

—Nos han hablado del plan Cóndor.

—Nuestro asesoramiento servía para todas las operaciones, también para el plan Cóndor, es cierto. La ventaja de la electricidad es lo pequeño que es el material. Las dictaduras de aquella época podían plantearse instalar centros de interrogatorios en cualquier parte. Incluso en territorio extranjero.

—¿Ustedes eran los únicos instructores?

—No. Nosotros éramos una especie de… grupo. Verdugos llegados de aquí y de allí, de muchos sitios. Enseñábamos. Digamos que también hacíamos investigaciones. Esa represión ofrecía una oportunidad única. Material fresco, casi inagotable: los prisioneros políticos que el régimen detenía en masa.

—Entre los otros instructores, ¿había antiguos nazis?

Condeau-Marie respondió sin dudar un segundo.

—No. Los nazis estaban jubilados, en lo más recóndito de la pampa o al pie de la cordillera. O, al contrario, reciclados en Santiago o Valparaíso, ocupando puestos en la burocracia. —Se calló, pareció que reflexionaba, luego prosiguió—: Ahora que lo pienso… sí había un alemán. Un personaje verdaderamente… aterrador. Pero era demasiado joven para haber sido nazi. Creo que había llegado a Chile en los años sesenta.

—¿Cómo se llamaba?

—Ya no me acuerdo.

—¿Wilhelm Goetz?

—No. Terminaba en «man»… Hartmann. Sí, creo que era Hartmann.

Kasdan apuntó el nombre en su libreta, improvisando la ortografía.

—Hábleme de él.

—Nos superaba a todos. Y de lejos.

—¿En qué sentido?

—Conocía las técnicas del sufrimiento… desde dentro.

—¿Qué quiere decir?

—Que las experimentaba personalmente. Hartmann era religioso. Un místico cuya vida era la penitencia. Un fanático que vivía para y por el castigo. Se automutilaba. Se autotorturaba. Un auténtico chiflado.

—¿Tenía predilección por alguna técnica?

—Una de sus obsesiones era no dejar rastros, marcas, cicatrices. Esa exigencia tenía algo que ver con su credo religioso: el respeto por su cuerpo, por su pureza. No me acuerdo muy bien. En todo caso, prefería la electricidad y también unos métodos muy singulares.

—¿Como qué?

—La cirugía. Las técnicas no invasoras, entonces todavía balbucientes. Intervenciones que atraviesan los orificios naturales sin abrir el cuerpo: la boca, la nariz, los oídos, el ano, la vagina… Hartmann hablaba de cosas espantosas: sondas a altas temperaturas, cables con ganchos cerrados que se abrían en el interior de las paredes orgánicas, chorros de ácido en el esófago…

Kasdan se estremeció. Había un vínculo directo entre aquello y el modus operandis de los asesinatos: los tímpanos. France Audusson, la especialista en otorrinolaringología, había mencionado un instrumento misterioso que había perforado los tímpanos de Goetz sin dejar la menor partícula.

—¿Cómo era físicamente?

Condeau-Marie frunció las cejas. La luz de la ventana acariciaba su brillante cráneo, que daba la impresión de derretirse como una vela.

—No entiendo. Esas viejas historias ¿tienen algún interés para su investigación?

—Estamos convencidos de que la clave de los asesinatos se encuentra en el pasado de Chile. Así que responda. ¿Cómo era Hartmann?

—Se conservaba joven pero debía de andar por los cincuenta años. Melena negra, muy tupida, y gafas pequeñas que le daban el aspecto de un estudiante de sociología. Un tipo realmente extraño. ¿Saben?, he viajado bastante a lo largo de mi vida. En especial por América del Sur. Es una tierra donde uno tiene que estar preparado para cualquier cosa en cualquier momento, y eso es lo que en efecto ocurre. Hartmann era un producto puro de esas tierras de soledad, aún bárbaras.

—¿Eso es todo lo que recuerda? ¿Ningún detalle que nos permita identificarlo?

El general se levantó. Para estirar las piernas. Despertar sus recuerdos. Se colocó de nuevo delante de la ventana. Silencio.

—Hartmann era músico.

—¿Músico?

El hombrecillo se encogió de hombros.

—En Alemania, había estudiado en el conservatorio de Berlín. Era musicólogo y tenía sus teorías sobre el tema.

—¿Qué teorías?

—Afirmaba que había que torturar con música. Que semejante fuente de bienestar tenía la facultad de agravar la operación de aniquilamiento de la voluntad. Esos flujos contradictorios, música y sufrimiento, destruían aún más al torturado. Hablaba también de sugestión…

—¿Sugestión?

—Sí. Defendía la idea de que, a continuación, el prisionero, al escuchar el mínimo sonido musical, estaría dispuesto a hablar. Decía que había que envenenar el alma. Era un auténtico demonio.

Kasdan no necesitó mirar a Volokine para saber que ambos pensaban lo mismo.

—¿Oyó hablar, en aquella época, de un hospital donde se practicaron vivisecciones humanas con un coro de fondo?

—Me han contado muchos horrores, pero ese no.

—Los médicos eran alemanes.

—No. Eso no me dice nada.

—¿Y el nombre de Wilhelm Goetz le dice algo?

—No.

Kasdan se puso en pie, y el ruso hizo lo propio de inmediato.

—Gracias, general. Nos gustaría interrogar al general La Bruyère y al coronel Py. ¿Sabe dónde podemos encontrarlos?

—En absoluto. Hace treinta años que no los veo. Supongo que estarán muertos. No sé qué busca en esas viejas historias, pero para mí, todo eso está muerto y enterrado.

Kasdan se inclinó hacia el hombrecillo. Le sacaba tres cabezas.

—Debería darse una vuelta por el depósito de cadáveres. Curiosamente, allí comprendería que esas historias están de lo más vivas.

41

—¿Tiene algún problema con Argelia?

—No.

—Venga ya. Cuando el otro ha sacado el tema, le ha faltado poco para echarlo todo a perder. Casi perdemos al testigo por sus gilipolleces.

—Pero ha terminado bien, ¿no te parece?

—No gracias a usted. De los próximos militares, me encargo yo, y solo.

—Ni hablar. Eres un crío, no tienes ni idea de todos esos problemas.

—Por eso podré interrogarlos con neutralidad. Me parece que estas entrevistas abren en usted viejas heridas.

Kasdan no respondió. Sus dedos aferraban el volante, sus ojos miraban fijamente la autopista.

—¿Qué ocurrió en Camerún? —preguntó Volokine al rato.

—Nada. Todo el mundo pasa de Camerún.

Volokine soltó una breve carcajada.

—Vale. ¿Qué hacemos ahora?

—Nos separamos. Yo me ocupo de Hartmann.

—¿El alemán? Pero si no es más que un tarado del pasado, nos queda a doce mil kilómetros de distancia…

—En ese hombre confluyen tres parámetros. La tortura. La religión. La música. Para mí es suficiente. Tal vez el organista quería declarar contra él.

—Condeau-Marie ha dicho que en aquella época el tío tenía cincuenta años. Ahora andará como mínimo por los ochenta…

—Quiero profundizar en esa dirección.

Volokine rió otra vez, con una risa aún más breve.

—¿Y yo qué? ¿Me toca aguantar a los abogados?

—Exactamente. Busca a ese picapleitos con el que Goetz se puso en contacto. Busca también información acerca de los otros chilenos que entraron en Francia con Goetz. Llama a Velasco. Esos tíos están en alguna parte dentro de Francia y tienen mucho que contarnos. En cuanto haya terminado con el alemán, me reuniré contigo.

—Déjeme aquí. Hay un cibercafé.

Habían llegado a Porte de Saint-Cloud. Kasdan cogió la avenue de Versailles y se detuvo unos metros más lejos. El cibercafé no parecía gran cosa. Un escaparate sin iluminación, algunas pantallas titilantes con chavales apiñados a su alrededor.

—¿Estás seguro de que te las arreglarás?

—Claro que sí. Con un ordenador y un teléfono le encuentro lo que quiera.

—Eres un niño muy listo.

Volokine salió de un salto. Antes de cerrar la puerta, se acercó a la ventanilla.

—Tenga cuidado con el corazón, abuelo. ¡No pierda los estribos!

—Llevo mis pastillas. Seguimos en contacto por móvil.

El ruso corrió hasta el cibercafé. Kasdan lo observó. Una silueta tensa, concentrada. Un cazador ajeno al inofensivo mundo que lo rodeaba: los farolillos colgados de los árboles, los peatones con los brazos cargados de regalos, los ostreros disfrazados de marinos cuidando de sus ostras y sus crustáceos delante de las cervecerías de la plaza.

Tardó en arrancar. La calma volvía a sus venas. La calma… y también el vacío. En realidad, no sabía adónde ir ni por dónde empezar la investigación sobre Hartmann. No tenía la menor idea.

¿Con qué contaba? Con un nombre, del que Condeau-Marie ni siquiera estaba seguro, una ortografía aproximada, algunas fechas… Era poco. ¿Cómo encontrar un rastro semejante en París un 24 de diciembre? Primero pensó en la embajada de Chile, luego en Velasco. Pero no quería volver atrás ni insistir en los que ya había interrogado.

Fue entonces cuando puso en práctica su viejo y querido método. Repasó mentalmente su compendio personal de escenas de cine y eligió una al azar. No era la que esperaba. Michèle Morgan, con el pelo empapado, balanceándose en el camarote de un barco en plena tempestad. La mujer de los ojos de gato estaba peleándose con su marido. La violencia de las palabras se correspondía con las sacudidas del suelo y los latigazos de espuma en los ojos de buey.

No le costó identificar la escena.

Remorques.
Jean Gremillon. 1940.

Michèle Morgan le gritaba a su marido en la cara: «¡Se conoce bien a la gente cuando se la detesta!».

El armenio se dijo que había hecho una buena pesca. «Se conoce bien a la gente cuando se la detesta.» Esa era la clave. Para seguirle la pista a Hartmann, musicólogo berlinés que sin duda, en su primera juventud, había coqueteado con el nazismo, debía buscar a los peores enemigos de los nazis. Aquellos a los que los nazis habían perseguido, masacrado, quemado: los judíos.

En los últimos cincuenta años, los mejores servicios de información del mundo, los de Israel, perseguían a los refugiados nazis por todos los rincones del planeta. Con mucha paciencia, habían reconstruido sus recorridos, determinado los lugares donde residían, desenmascarado sus identidades. Los habían secuestrado, juzgado, ejecutado. Decenios de perseverancia. Solo para hacer justicia a su pueblo.

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