Mei se abrió paso escaleras arriba sin esperar al ascensor. Encontró cuatro pasillos oscuros. Los cansados parientes estaban tumbados en bancos, acuclillados o sentados en el suelo. Algunos comían.
Mei siguió el letrero que indicaba la sala de urgencias hacia un corredor que unía en voladizo dos edificios. Un ruido estrepitoso rodó hacia ella, que saltó a un lado. Un carrito se precipitaba por la rampa, derramando agua hirviente por los pitorros de las pavas. Envuelto en una nube de vapor, un empleado corría junto al carrito, tratando de enderezarlo. Desde atrás, otro empleado tiraba con todas sus fuerzas del asidero para frenarlo.
La tía Zhao estaba en el exterior de la sala de urgencias. Al ver a Mei, tropezó con su propio bastón. Mei corrió a ayudarla, pero en lugar de eso se vio arrastrada hacia el pecho de la tía Zhao. A Mei le sorprendió la fuerza de aquella diminuta mujer.
—¡Pobre niña! —dijo mientras la abrazaba.
En los brazos de aquella mujer de finos miembros a quien conocía desde hacía veinte años, Mei se sintió como si hubiera llegado al final de un viaje. El océano dejó de rugir tras ella y, como barco zarandeado que llega a puerto, se desmoronó.
—Lleva un rato dentro. Los médicos y las enfermeras están todos ahí —las lágrimas se acumulaban también en los ojos de la tía Zhao; volvió a un lado la cabeza por un instante para disimularlas y le preguntó a Mei si iba a acudir Lu.
¡Lu! Con las prisas por llegar al hospital, Mei ni siquiera había pensado en llamarla.
El ayudante de Lu cogió el teléfono. Le dijo a Mei que Lu estaba en el estudio grabando su programa.
—Se lo haré saber en cuanto salga —le aseguró la adiestrada voz impersonal del ayudante.
Mei se sentó con la tía Zhao.
—Cuando llegué, la vi tirada en el suelo de la salita, con el desayuno derramado por todas partes —dijo la tía Zhao—. Tenía espuma blanca en los labios y convulsiones. Intenté hablarle. Pensé que quería decirme algo, pero no le salía nada. Le dije que no se preocupara, que tú habías llamado una ambulancia. La asistenta lloraba y decía que quería irse a casa. Le dije que se callara y se pusiera a limpiar aquello. Entonces llegó la ambulancia.
—Gracias por tu ayuda. Sobre todo por haber venido al hospital.
—Eso por supuesto. No hay ni que decirlo.
La puerta de la sala de urgencias se abrió de par en par. Salieron ruidos, una camilla y tres enfermeras: una de ellas empujaba la camilla, otra sujetaba el suero, otra llevaba el oxígeno. Un par de médicos las seguían.
—¡Mamá! —Mei detuvo la camilla.
Pero su madre no reaccionó. Tenía tubos conectados a la nariz, los brazos y la boca. Parecía una máquina rota que estuvieran recomponiendo a base de esparadrapo.
—Todavía está inconsciente. ¿Es usted su hija? —el más joven de los dos médicos se aproximó a ella.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Mei sin apartar la vista de su madre, que parecía seca y exánime, como si fuera a desdibujarse en cualquier momento.
—Le ha dado un ataque. Ha sido grave. ¿Podemos hablar en mi despacho?
—¿A dónde la llevan? —Mei retuvo la camilla.
—A la habitación 206 del Edificio nº 3.
—Voy yo con ellos —la tía Zhao brincó apoyada en su bastón.
El despacho del joven médico era un cuarto sin ventanas que estaba al fondo del vestíbulo. Había tres hombres con batas blancas viendo una pequeña tele fijada a la pared.
—Fuera, fuera —les dijo el doctor—. Necesito hablar con los parientes.
Los otros embatados no prestaron ninguna atención a Mei. Se levantaron despacio, con las tazas de té en la mano, y salieron del cuarto conversando.
El doctor aparentaba treinta y tantos años. Un par de gafas de montura oscura descansaba con desmaño en su nariz.
—Hemos hecho todo lo que podíamos, y ahora depende de ella. Puede que mejore y puede que no —dijo el doctor cuando se hubieron sentado.
—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Mei.
—Tendremos una idea más clara en los próximos días; es difícil decir cuándo exactamente.
—¿Qué posibilidades tiene?
—Es difícil decirlo —volvió a decir el médico—. Esperemos a ver, ¿de acuerdo?
Luego, el médico se aclaró la garganta, preparándose para soltar un discurso que ya había echado muchas veces antes.
—Siento tener que sacar el asunto de los costes en un momento así. Pero lo comprende, ¿verdad? Si el estado de su madre empeora, necesitará cuidados intensivos y tratamiento. ¿Pueden ustedes pagar los costes? Si tienen medios para pagar de forma particular, podremos usar de inmediato medicinas importadas.
El médico levantó la vista, aunque no exactamente hacia Mei. Su mirada estaba enfocada más allá, en algún punto impreciso.
—¿Y qué pasa con su seguro médico? —Mamá había sido funcionaría toda su vida, miembro del Partido. Tenía que tener algún derecho. Sin duda, debería tenerlo.
—Me temo que el rango de su madre no es lo bastante elevado —dijo el médico, esta vez mirando a Mei.
Mei sintió el escrutinio de aquellos ojos superficiales. Parecían estar dando a entender que su madre era una especie de fracasada y su vida no era importante.
—¿Cuándo tenemos que decidirlo? —preguntó, tratando de contener la rabia. Quería los mejores tratamientos y cuidados para su madre, pero no tenía tanto dinero. Las facturas médicas, dependiendo del tiempo que su madre necesitara permanecer en el hospital, podían llegar a elevarse de verdad. Necesitaba hablar con Lu.
—En cualquier momento, en realidad. Cuando esté preparada, venga simplemente a verme y firme el papel.
De camino hacia su madre, Mei volvió a intentar dar con Lu. Su ayudante respondió esta vez con un poco más de amabilidad:
—Ahora mismo está saliendo del estudio.
Mei puso a su hermana al tanto de lo que había ocurrido. Oyó a Lu que lloraba al otro extremo.
—Por supuesto, pagaré el precio que sea. Que Mamá tenga el mejor tratamiento. Firmaré lo que haga falta. Voy para allá en cuanto pueda.
Cuando Mei llegó a la habitación 206 del Edificio nº 3, su madre estaba dormida. Había una baqueteada taza de aluminio amarillento colocada en su mesilla de noche, con una cuchara de aluminio dentro. A los pies de la mesilla habían dejado un gran termo rojo; tenía pintadas flores de ciruelo rosas, y «Graves I» escrito en negro.
La paciente de la cama contigua, una mujer mayor, estaba a punto de cenar. Tenía el rostro curtido de haber trabajado toda una vida en el campo; llevaba el pelo corto, y aun así sujeto hacia atrás con horquillas. No tenía que haber sido fácil colocar todas esas horquillas, pensó Mei. Había venido una joven que parecía su nieta con una bolsa llena de comida. Sacó una manzana y la lanzó por el aire. Como un pitcher, la anciana cazó la manzana en pleno vuelo. Mei se preguntó qué clase de enfermedad mortal la habría llevado hasta allí. Juzgando por el acento provinciano que tenían, Mei supuso que eran parientes de algún militar destinado en Pekín. Probablemente habían usado sus contactos para conseguir colocar allí a la anciana: las habitaciones para enfermos graves estaban mejor equipadas que las salas y eran sólo para dos personas.
Mei acompañó a la tía Zhao hasta la puerta y le dio otra vez las gracias. Luego volvió al lado de su madre y se sentó en un taburete de plástico.
Llegó más gente a ver a la otra anciana. Bollos al vapor, salchichas y tortitas empezaron a volar de un lado a otro.
Quizá por lo ruidoso de sus conversaciones y sus risas, o quizá porque se le había pasado el efecto de la anestesia, Ling Bai gimió y se despertó.
—Mamá —exclamó Mei, agarrando la huesuda mano de su madre y alzando la voz para asegurarse de que la oía—. Estoy aquí.
Ling Bai abrió los ojos despacio, empezando a enfocar.
—Lu —murmuró con voz débil pero inequívoca. Tenía los labios secos y llenos de ampollas; como la herida de un animal muerto, pensó Mei.
—No, Mamá, soy Mei.
Mei sujetó la mano de su madre y sintió la suavidad de su piel, la calidez de un ser humano, vivo. Mei quería tirar de ella, abrazarla, sujetarla con fuerza entre sus brazos.
Al poco entró una enfermera a comprobar el goteo del suero y el pulso de la paciente. Ajustó los tubos de oxígeno.
—No la deje moverse demasiado —le dijo a Mei sin explicar por qué—. Ustedes —se volvió para mirar severamente a la muchedumbre que rodeaba la cama vecina— cállense. Esta paciente necesita descanso.
Luego, sin decirle nada más a Mei, salió de la habitación.
Ling Bai oscilaba entre consciencia e inconsciencia mientras Mei le acariciaba la mano que le tenía cogida.
—Mei —oyó que la llamaba su madre.
—Sí, mamá. Estoy aquí.
Ling Bai abrió los ojos, esta vez más enfocados. Miró a Mei.
—¿Dónde está Lu? —preguntó.
—Está de camino, Mamá. ¿Quieres un poco de agua? —Mei enjugó el sudor de la frente de su madre.
Ling Bai pareció asentir y luego volvió a cerrar los ojos.
Mei cogió media cucharada de agua hervida fría de la taza de aluminio y la llevó a los labios secos de su madre. A Ling Bai le llevó un buen rato tragar un poco de agua.
—¿Ya está? —preguntó Mei cuando vio que la boca de su madre se contraía.
Le dio la impresión de que Ling Bai había dicho «Sí», pero no estaba segura. Acercó el oído a aquellos labios resecos, pero al parecer hablar había dejado exhausta a su madre.
Mei volvió a poner la taza y la cuchara del hospital en la mesilla de noche y marchó sobre la cada vez más bulliciosa tropa que rodeaba la cama de la anciana.
—¡Por favor, cállense! Mi madre acaba de tener un ataque. Necesita descansar. ¿Es que no les importa? —tuvo que levantar la voz por encima del ruido que estaban haciendo.
Pero Mei sabía que les daba igual. No soportaba a la gente que no respetaba a los demás. Su madre siempre le había dicho que era demasiado dura y demasiado cortante. «O no hablas nada o hablas con aspereza, ofendiendo a la gente en los dos casos. No es de extrañar que no tengas suerte con la gente.»
No, que no tenga nada de suerte, pensó Mei. Ni en la vida ni en el amor.
De pronto se abrió la puerta y entró Lu. Estaba exquisita con su traje de chaqueta beis, sus largas cejas arqueadas y su maquillaje impecable. Se había teñido el pelo de color miel y alrededor de su cara se insinuaban reflejos de luz dorada. Siguiéndola de cerca venía su ayudante, aquel con quien Mei había hablado antes. Llevaba un traje negro, tenía el pelo limpiamente cortado a navaja y era joven y guapo.
—Mamá, soy Lu —fue directa al pequeño taburete que había junto a la cama y le cogió la mano a su madre, apretándola contra sus mejillas sonrosadas—. Todo va a ir bien.
—Me ha llegado la hora —suspiró Ling Bai. Una única lágrima apareció en el rabillo de su ojo. No quería morirse, a fin de cuentas.
—No, Mamá. No te preocupes. Yo me voy a ocupar de ti —Lu dio instrucciones a su ayudante para que encontrara al jefe de servicios médicos y a la enfermera supervisora. El joven salió. Mei le contó a su hermana las últimas novedades, hablándole de la ruidosa multitud que rodeaba la otra cama. Al cabo de diez minutos, el jefe de servicios médicos acudió en persona para invitar a Lu a su despacho.
Tras la reunión que mantuvieron, Lu tiró de Mei hacia la ventana y dijo:
—Los médicos piensan que Mamá tiene pocas posibilidades de recuperarse. Ya conoces a Mamá, ha tenido un montón de problemas de salud. Ahora, el doctor dice que se le están deteriorando el hígado y los ríñones. No entienden por qué. Es como si fuera un colapso general —se detuvo un segundo—. El jefe de servicios médicos sugiere que nos pongamos en contacto con todos los parientes y con los amigos de Mamá, cosa que le voy a pedir a mi ayudante que haga. Tenemos que estar preparadas.
Mei no sabía qué decir. Se preguntó si puede uno llegar a estar preparado para la muerte de su madre.
Al poco entró la enfermera supervisora y les aconsejó que contrataran una asistente.
—Mi sobrina lleva ya bastantes años haciéndolo —dijo—. Sabe cosas como dónde encontrar ayuda y qué hacer para aliviar el dolor. Y puede ir a buscarme en cualquier momento.
Se acordó que contratarían a la sobrina de la enfermera supervisora. Sus deberes incluirían conseguirles comida a Mei y a Lu, traer agua hervida del cuarto de calderas y masajearle a Ling Bai los brazos y las piernas, y se quedaría en turnos nocturnos.
A la anciana de la cama de al lado le dieron el alta cerca de las seis de aquella tarde. Si le correspondía irse de todas formas o si Lu había usado su influencia, eso Mei no lo sabía.
Después de la hora de la cena, Ling Bai volvió a adormecerse y Lu se fue a casa. Su marido la estaba esperando. Mei decidió quedarse. Puede que fuera irracional, pero temía que si ella no estaba cerca su madre se deslizaría al interior de la noche, como su padre, y la habría perdido para siempre.
Además, nadie la estaba esperando en ningún otro lugar.
Durante casi todo el día siguiente Ling Bai se mantuvo igual, a la deriva entre consciencia e inconsciencia. Permanecía en la cama como una casa vacía, abandonada. A veces abría los ojos. No veía nada en especial. Del techo pendía un ventilador ocioso. Una mosca daba saltitos de la mesilla a la pared, de ahí al techo, a la ventana, y luego vuelta a empezar. Pronto se aburrió de la repetición y se adhirió al techo cual mancha persistente.
Mei le daba agua a su madre con una cuchara. La asistente había comprado cucharas nuevas en la tienda del hospital, así como una taza de porcelana blanca, dos toallas pequeñas y una palangana de color crema decorada con peonías rojas y amarillas, la flor nacional. Mei había tenido una parecida en su dormitorio común de la universidad. Todas las mañanas y todas las noches se la llevaba a los lavabos para lavarse la cara, y a veces el sedoso pelo largo. No recordaba de qué color era exactamente ni la flor que llevaba pintada, pero sí lo reluciente que estaba cuando su madre la llevó a casa. Tenía el olor de las cosas nuevas, tan fresco como su propia y joven vida.
Junto a la cama, la asistente vertía agua del termo en la palangana nueva, levantando nubes de vapor. Cuando el agua se hubo enfriado, empapó en ella una toalla. Luego la escurrió, la dobló varias veces y se la pasó a Mei. Mei la colocó en la frente de su madre y se inclinó hacia ella: