—Ah, así que fue culpa mía.
—No, fue mía. Yo era joven e inseguro, un chico del sur, un pueblerino. Me ofendía con facilidad —Yaping respiró profundamente y dejó caer los hombros—. Conocí a mi mujer (mejor dicho, ex mujer) en el avión a Chicago. Para mi sorpresa, ella me persiguió. Yo me sentí halagado: ella pensaba que yo valía algo. Era un cambio agradable: sentirme solicitado, no tener que demostrar nada... y, por estúpido que suene, me gustó sentirme necesario. Tú nunca me habías necesitado, ni a mí ni a nadie. Me sentía inútil a tu lado. Y a veces te cerrabas: no podía alcanzarte. Era como si quisieras echarme de tu lado. ¿Es tan ilógico que un hombre quiera confianza, que quiera ayudar y proteger a la mujer que ama?
Mei frunció el ceño.
—¿Prefieres estar con alguien que sea débil?
—No, no es eso lo que quiero decir. Soy un hombre, ¿entiendes? Se supone que debo ser tu protector.
—Yo puedo cuidarme a mí misma —replicó Mei.
Yaping sacudió la cabeza y suspiró.
—Sabía que no lo entenderías. Pero no importa. Como te iba diciendo, yo estaba lejos de casa y solo en un mundo nuevo. Necesitaba cariño y aplomo. Luego vino el movimiento democrático estudiantil. Cuando vimos en la tele las noticias de la huelga de hambre de los estudiantes en la plaza de Tian'anmen, los estudiantes chinos de Chicago nos pusimos en movimiento. Conseguimos dinero, hicimos manifestaciones ante la embajada china. Hay algo en las épocas turbulentas que crea vínculos entre la gente. Nos enamoramos.
—¿Y qué pasó entonces? ¿Por qué os divorciasteis?
—Bueno, las personas cambian —Yaping contempló el estadio vacío como si tuviera el pensamiento muy lejos de allí.
—¿He cambiado yo? —preguntó Mei, inclinando la cabeza hacia un lado. Al hacerlo, sintió que algo tocaba su pelo. Era la manga de la camisa de Yaping.
—Todavía no lo sé. Pero sé que yo sí que he cambiado.
De no se sabe dónde vino un pequeño gorrión y se puso a tamborilear alegremente con sus minúsculas patas en los bancos.
—No estoy segura de si en realidad cambiamos —dijo Mei—. Cuando decimos que hemos cambiado, a lo mejor lo que queremos decir es que ha cambiado nuestra comprensión del mundo. ¿Recuerdas que cuando éramos jóvenes solíamos decir «para siempre»? Prometimos amarnos para siempre y recordarnos para siempre el uno al otro. No digo que no lo dijéramos de verdad, éramos sinceros al decirlo. Sólo que no teníamos ni idea de lo que significa «para siempre». No eran más que palabras que usábamos, como «lluvia» o «viento». Era una cosa que estaba ahí, una cosa oportuna.
Yaping se volvió a mirar de hito en hito a Mei mientras ella hablaba.
—Ahora he visto lo que es «para siempre» y, créeme, no tiene belleza ni glamour. «Para siempre» es de lo que está hecho el auténtico dolor. Mirando a mi madre en el hospital, he visto venir lo eterno. Se me ha acercado tanto que casi podría haberlo tocado. Cuando alguien muere, desaparece. La muerte es para siempre, irreversible y definitiva. Una vez que ocurre, nada la puede cambiar. «Para siempre» significa el final de todas las posibilidades, donde ningún error se puede enmendar y ningún remordimiento puede encontrar perdón.
»Cuando he visto cómo se le escapaba la vida a mi madre, algo me ha abandonado a mí también. Ya sabes cómo es mi familia. Mi madre nos crió a mi hermana y a mí ella sola. Luchamos mucho. Durante años vivimos en alojamientos temporales, muchas veces con poco que comer y a veces sin dinero con que comprar ropa para ir al colegio.
Alzó la vista al desierto estadio radiante de sol. Por unos segundos sus pensamientos divagaron.
—Pensar en el pasado me pone muy triste, sobre todo porque, como quizá recuerdes, nunca me he llevado muy bien con mi madre. Ahora que está gravemente enferma me doy cuenta de que hay muchas cosas que no sé de ella, y muchas que quisiera decirle.
»Cada vez que veo un rayo de sol nuevo, un verde nuevo en una hoja o una flor que brota, pienso en mi madre, en que puede que no vuelva a estar aquí para verlos. Y pienso en el día siguiente, en el año próximo, en que todas esas cosas volverán a ocurrir y la vida se renovará como si no tuviera memoria. El mundo continuará, yo continuaré, pero mi madre no.
Mei se quedó callada. Había olvidado adónde quería ir a parar con aquello. Fuera lo que fuese, ya no importaba; en ese momento había llegado a entender por qué buscaba a su madre en todos los lugares adonde iba. Había evocado su presencia en los parques urbanos y en los mercadillos mañaneros, y cuando andaba por las callejas estrechas y tortuosas veía en ellas a su madre y la soledad en sus miradas.
A lo lejos sonó una sirena, luego el sonido se fue apagando y se esfumó como un recuerdo.
—La quieres mucho, ¿verdad? —dijo Yaping. La voz de Mei le había llegado como el viento por la pradera, como un amor perdido que vuelve a casa, más suave y más clara que en sus sueños.
—Eso creo. No sé. A lo mejor es esto lo que la gente llama amor. Pero yo no lo veo así. Para mí no es más que la forma en que son las cosas, la forma en que deben ser. No tengo elección. Mi madre es como un faro: por mucho que intente alejarme de ella, parece que siempre acabo por volver.
—¿Crees que lo vas a llevar bien?
—¿Si mi madre se muere, quieres decir? Pues no lo sé. Soy una luchadora, o por lo menos eso es lo que me gustaría pensar. Me he enfrentado a momentos difíciles antes de ahora: cuando tú te casaste y cuando dejé el ministerio. Pero esta vez es distinto.
Mei vio un fruncido mínimo en el entrecejo de Yaping.
—Supongo que debería explicarte por qué dejé mi antiguo trabajo.
Él asintió:
—Me gustaría entenderlo.
—Cuando trabajaba en el Ministerio de Seguridad Pública, tenía el puesto de ayudante personal del jefe de Relaciones Públicas. Era en muchos aspectos un trabajo interesante y suculento. Me llevaba el glamour sin los sudores del trabajo a pie de calle. Lo que hacía era sobre todo derivar órdenes y requerimientos a las oficinas locales y ocuparme de los principales actos y presentaciones públicos. Hacía de enlace para los visitantes extranjeros y acompañaba a mi jefe a reuniones del ministerio.
»Mi jefe no era muy brillante, pero para trabajar con él no estaba mal. Teníamos una relación cordial. Vivíamos dentro del mismo recinto. Fui muchas veces a comer a su casa y me llevaba bien con su familia. Lo que hay que entender es que, para un burócrata como él, había llegado a una edad crítica. Si conseguía seguir ascendiendo, se apreciaría su juventud para un cargo ministerial; pero si no lograba abrirse camino, muy pronto le considerarían demasiado viejo y tendría que dejar paso a la siguiente generación.
»Te estoy explicando esto para que entiendas por qué fue tan crucial lo que ocurrió. Como decía, como ayudante personal suya yo le acompañaba muchas veces a reuniones gubernamentales. Lógicamente, conocí a mucha gente importante, ministros incluidos.
»Para decirlo brevemente, uno de los ministros, según mi jefe, se había encaprichado conmigo y quería que fuese su amante. Ah, sí, eso es bastante corriente ahora, sobre todo cuando un hombre tiene dinero o poder. No te voy a decir quién era. Llevas demasiado tiempo fuera de China, seguro que ni lo conoces. Pero eso no importa. Yo dije que no. Y mi jefe, como no podía convencerme de que cambiara de opinión, me dijo que me iba a hacer la vida imposible hasta que aceptara. Sabes, yo me había convertido en la pasarela que podía llevarle a lo más alto del ministerio. Así que me desterró al trabajo de calle y me acosaba constantemente. Y la rueda de rumores seguía funcionando sin parar. No te puedes figurar las mentiras tan feas que se dijeron de mí, todavía me da náuseas pensar en aquello. Ya no tenía amigos. La gente me evitaba como a una plaga.
»Era como una riada de agua sucia que va llenando una cueva subterránea. Cada espacio, cada abertura de mi vida estaban siendo inundados. No podía escaparme. Así que pedí la baja. Eso no acabó con las mentiras, desde luego; ya habían llegado muy lejos. Pero ya no podían hacerme daño. Saqué a aquella gente de mi vida. Saqué mi vida de la de aquella gente. A veces pienso que eso se me da bien y que lo prefiero así. Creo que tengo un caparazón duro; en algunos aspectos, puede que lo haya tenido desde los cinco años.
»Pero lo que tengo ahora por delante con lo de Mamá es aún peor. ¿Adónde puedo ir? ¿Cómo puedo huir de la muerte de alguien a quien quiero?
—A lo mejor no puedes —Yaping se inclinó, acercándose a ella. Mei sintió el calor de su cuerpo y le vio los músculos debajo de la camisa. De pronto deseó que él la tocara, aunque sentía que, si lo hiciera, ella se rompería en mil pedazos—. A veces uno no puede protegerse del dolor —sus palabras rodaron por el cuello de Mei como perlas desengarzadas—. Si intentas evitarlo sólo consigues hacerte más daño. No, no estoy pretendiendo darte un consejo; no tengo forma de entender cómo te sientes. Lo único que estoy diciendo es que, a veces, hacerse parte de lo que nos duele es de hecho lo que nos ayuda a sobrevivir. Nos ayuda a seguir con nuestras vidas.
—Probablemente tienes razón —respondió Mei—, sólo que yo no puedo pensar en sobrevivir, al menos ahora. Ya sé que no es coherente. No paro de pensar en la muerte y en lo eterno, pero cuanto más lo pienso, más siento que no puedo vivir sin ella. Ella es lo más parecido que tengo al cariño, por triste que parezca. El mundo es un lugar frío, por lo menos para mí, y sin ella sería mucho más frío.
Se quedaron callados. El sol se extendía por todo el amplio espacio que tenían ante ellos en ondas, como la música, algunas notas más altas que otras, en una serena armonía.
Mei le había contado a Yaping cosas que nunca le había contado a nadie. No lograba entender por qué lo había hecho.
—Siento haber hablado tanto de mí misma. Tú tienes que coger un avión —dijo, recomponiéndose.
—No, soy yo el que lo siente. Me gustaría que pudiéramos quedarnos así y seguir hablando mucho tiempo. En estos años me he imaginado muchas conversaciones como ésta. En cierto modo, todas formaban parte de una conversación muy larga que todavía estamos manteniendo. Siento muchísimo lo de tu madre.
Se pusieron de pie. El sol cálido les acariciaba la espalda como las manos de un amante. Un silencio triste empezó a dividir los minutos en mitades y las mitades otra vez en mitades hasta que ya no quedó tiempo.
—Es posible que vuelva a Pekín a trabajar —dijo Yaping—. La empresa quiere que crezca nuestra actividad en Asia y abrir aquí una sucursal.
Cuando llegaron a donde estaba el coche, Yaping sacó su equipaje del maletero.
—Voy a coger un taxi para ir al aeropuerto. El señor Liu puede llevarte a donde tú quieras. Está contratado por todo el día.
El conductor asintió cortésmente desde detrás del volante, sus guantes de una blancura impecable.
—Adiós, Mei —Yaping le tendió la mano.
—Adiós —ella le tendió la suya.
Sitiados por la luz blanca del sol, se quedaron con las manos cogidas, acordándose de una promesa que se les escabulló un día, en un tiempo lejano.
El portero del edificio de Lu tenía cara de luna llena, una sonrisa cálida y, por lo visto, una memoria asombrosa. Saludó a Mei por su nombre en cuanto ella entró en el portal.
—Señorita Wang, cuánto tiempo sin verla. ¿Qué han sido, seis meses, por lo menos? —el portero asintió, haciendo girar un lápiz con la mano. Llevaba el uniforme azul primorosamente planchado. Se había enterado de lo del ataque de Ling Bai y le dijo cuánto lo sentía—. Qué pena —sacudió la cabeza—. Lo han tenido difícil; la generación de los mayores, quiero decir. Primero fue el Gran Salto Adelante: nada que comer; luego la Revolución Cultural: la lucha y la paliza diarias. Por fin la vida mejora un poco, los hijos y las hijas van prosperando, y ahora, esto. Una pena, ya digo. La gente como su madre se ha pasado la vida sufriendo; no es de extrañar que se les haya resentido la salud.
Suspiró, jugueteando con el lápiz.
—Su hermana ha salido, pero ha dicho que subiera usted directamente en cuanto llegara —hizo una ligera inclinación.
Mei le siguió hasta el ascensor.
—Cómo quiere Lu a su madre. Rompe el corazón verla tan preocupada —dijo el portero.
Tras ellos, la gigantesca puerta de cristal se abrió y entraron un joven veinteañero rubio de bote y una chica algo más joven con un par de gafas excesivas y una melena rosa de muñeca. El chico llevaba una bolsa de golf tan grande como él mismo, con un hato de palos de golf cuidadosamente escondidos en mullidas fundas amarillo pollito. También se veían unas fundas rosas con pompones, presumiblemente de la chica.
El portero llamó rápidamente el ascensor para ellos, sonriendo a los recién llegados. La chica le hizo una inclinación y el chico le devolvió un hola cortés. Ninguno de ellos volvió a hablar. El ascensor del ático apareció enseguida.
—Gracias —dijo Mei, al tiempo que entraba en él. Quería decir algo más, corresponder a la amabilidad del portero. Pero, antes de que pudiera hablar, la puerta se había cerrado y ella ascendía.
Con un sonido de campana, el ascensor se paró. Mei salió. Una impoluta moqueta beis se extendía por un pasillo blanco. Había lámparas como bolas de cristal distribuidas a lo largo de las paredes. No había sonido, sólo la pálida armonía de la muda perfección. Mei tocó el timbre y esperó.
—¡Oh, Mei, has venido! —exclamó el ama de llaves, abriendo la puerta tanto como su sonrisa.
Un ligero aroma de clavo y jengibre saludó a los sentidos de Mei. La luz del sol hacía más profundos y cálidos los matices, y se pegaba a las ventanas que llegaban desde el suelo hasta el techo.
—Tu tía está durmiendo —dijo el ama de llaves.
Mei asintió y le dio el bolso y la chaqueta.
—¿Qué tal estás, tía Zhang? —dijo, volviendo la cabeza hacia un lado para que sus palabras pudieran seguir al ama de llaves mientras ésta se echaba a andar—. Parece que has adelgazado.
—¿De verdad? —la tía Zhang dio una vuelta. Se alisó la camisa de flores—. ¿Te parece? —preguntó complacida.
La tía Zhang rondaba los cincuenta años. Tenía los brazos y las piernas largos, con grandes manos y pies. Llevaba muchos años trabajando para Lu, primero limpiando y cocinando y luego, cuando Lu se casó, como ama de llaves, supervisando a las asistentas y a la cocinera.
Miró a Mei con una delicadeza que ayudaba a suavizar sus rústicos rasgos: