—¿De qué me está hablando? —Mei retrocedió.
—¿No han dispuesto ustedes el cambio al Hospital nº 301? No ha sido decisión nuestra trasladar a su madre.
Mei negó con la cabeza.
—No. Nosotras no sabíamos nada de eso.
—Bueno, pues es raro —el doctor se echó hacia atrás para alcanzar su taza de té. Le dio un sorbo, frunció el ceño y la dejó en la mesa. Debía de haberse enfriado hacía ya rato—. Esta mañana llegó directamente de la dirección del hospital la orden de trasladar a su madre. Nos imaginamos que tenían ustedes buenos contactos.
—No. Desde luego, nosotras no hemos sido. ¿Me está diciendo que mi madre no se ha puesto peor?
—Tampoco es que esté mejor.
Ahora tanto Mei como el médico se sentían incómodos. Ella sonrió torpemente. Él trajinaba con sus gafas.
—Bueno, pues perdone que le haya molestado —dijo Mei, agarrándose el bolso.
—No, en absoluto.
Se despidieron educadamente y se volvieron cada uno para un lado, perplejos.
En la carretera de circunvalación había habido un accidente; uno pequeño, sin apenas consecuencias para ninguno de los coches implicados, pero no por eso había dejado de amontonarse el tráfico durante kilómetros. Cuando Mei rebasó la escena, había tres hombres y dos mujeres, los dueños de los coches accidentados, parados junto a la barrera central, señalándose con el dedo y gritando. Otros conductores abrían sus ventanillas al pasar y metían baza en la disputa.
Cuando Mei llegó por fin al Hospital nº 301, se encontró con su hermana y la tía Pequeña ante la puerta de la unidad de cuidados intensivos.
La tía Pequeña parecía exhausta. La piel de la cara se le había encogido, haciendo sobresalir sus ojos. No había duda de que había comido mal y dormido poco en los últimos dos días. Estaba claro que el dolor de contemplar la agonía de su hermana era un gran peso en su corazón.
—No tenemos nada que hacer aquí. Está aislada, no permiten visitas —le dijo Lu a Mei—. ¿Has desayunado ya? Yo estoy muerta de hambre.
Mei pensó en las dos tazas de café que se había tomado por la mañana.
—No —dijo.
—¿Por qué no vamos a tomar algo rápido a la cafetería del hospital? Y luego, si ya no nos necesitan, nos podemos ir a casa.
—Id vosotras dos. Yo ya he desayunado —dijo solemnemente la tía Pequeña—; mejor me quedo por aquí, por si acaso.
—No me parece mala idea que se quede aquí una de nosotras —Lu miró primero a Mei y luego a la tía Pequeña—. ¿Estás segura de que no quieres que te traigamos algo de la cafetería? ¿Bollos al vapor, o quizá té?
—No, estoy bien —dijo la tía Pequeña.
La cafetería del hospital estaba en la planta baja del edificio principal, y las ventanas daban a un jardincillo de arbustos. En ese jardín, unos pocos pacientes acompañados por familiares daban paseos lentos, tomando el sol. Tras ellos estaba el edificio que alojaba la unidad de cuidados intensivos.
La cafetería acababa de empezar a servir la comida. Llegaban grandes fuentes de carne frita en manteca y pilas de bollos al vapor. Se había formado una cola mientras los empleados de la cocina se afanaban con las fuentes, los cestos de comida al vapor y las cajas de calderilla. Entró un grupo de enfermeras con gorritos blancos que llevaban cuencos de aluminio y palillos. Charlaban alegremente mientras hacían cola.
Lu se hizo con un espacio vacío de una mesa larga mientras Mei se ponía en la cola de la comida. Había cerca unos pocos embatados y visitantes terminándose sus desayunos o sus tentempiés. Algunos de ellos miraron a Lu con curiosidad, probablemente pensando que les resultaba familiar y preguntándose dónde la habían visto antes.
Lu no iba maquillada, pero llevaba los labios pintados. El brillo natural de su piel lucía como un pimpollo en una mañana clara. Un haz de sol, visible en las motas de polvo danzarinas, cruzaba el aire tras ella.
Mei compró dos platos combinados, servidos en las mismas cajas de plástico blanco que llevaban los carritos de comida para los enfermos.
—¿Cuál quieres, el cerdo refrito con arroz al vapor o las tiras de ternera con tallarines? —Mei había comprado también dos latas de leche de coco.
—Da igual. Tengo tanta hambre que me comería lo que fuera. Quizá los tallarines.
Lu rebuscó entre los palillos de distintas longitudes y distintos tonos que había en una taza de metal sobre la mesa.
—Éstos parece que casan —le alcanzó a Mei un par.
Las hermanas comieron hasta quedar satisfechas. Luego se relajaron y se bebieron la leche de coco.
—¿Qué os ha dicho el médico? —preguntó Mei.
—Poca cosa. Que quiere hacerle más análisis. Que no se siente optimista, pero que intentará hacer todo lo posible. Ha dicho que la unidad de cuidados intensivos es el mejor sitio para Mamá. Tienen un equipo de enfermeras de dedicación exclusiva, equipamiento moderno y un médico de guardia las veinticuatro horas del día. Si Mamá necesitase una reanimación de emergencia, allí se puede hacer sin moverla. Me ha dicho que la unidad de cuidados intensivos resulta especialmente eficaz los fines de semana, cuando el resto del hospital tiene un número mínimo de empleados.
—¿Ha dicho algo del dinero? —preguntó Mei, recordando su encuentro con el joven médico del 309 tres días antes.
—No. La tía Pequeña ha firmado un informe, y yo he firmado un par de formularios; lo de siempre, lo mismo que hicimos en el 309.
—¿No te parece que aquí pasa algo raro? Primero, el Hospital nº 309 quería que pagásemos los gastos de su estancia. Ahora la trasladan al mejor hospital militar de China y nadie nos pide que paguemos nada.
La leche de coco estaba fresca y reconfortante hasta la última gota. La cantina vibraba con sonidos de todo tipo: voces serias, sonidos de almuerzo, el altavoz de la esquina llamando a médicos y enfermeras.
Lu encogió un hombro.
—Claro que me parece raro. Mamá hace ilustraciones para revistas y libros. Difícilmente se puede decir que sea famosa o rica.
—A lo mejor conoce a gente en puestos elevados. Ya sabes, gente con poder.
Lu no respondió, prefirió continuar con sus propios pensamientos:
—La mayor parte de los amigos de Mamá son artistas de poca utilidad: no tienen contactos ni dinero. Lo único que podrían darle son sus pinturas. Aunque puede que un día alguna de ellas llegue a valer algo.
»¿Recuerdas que cuando terminé la carrera me destinaron al Psiquiátrico de Pekín? Mamá intentó ayudarme, pero no tenía ninguna tecla que tocar. Al final salí por mis propios medios: aproveché todas las ocasiones, probé desde todos los ángulos, rogué y pagué los favores. Tuve que pasarme un año entero en aquel sitio deprimente. No, nuestra madre no tiene el tipo de contactos que pueden hacer todo esto por ella.
Mei se echó hacia atrás y apoyó los brazos en la mesa.
—Me pregunto si no tendrá esto algo que ver con Song Kaishan. Me parece que hay algo muy raro en él. Aparece de la nada con el tío Chen y la siguiente noticia es que Mamá recibe los mejores cuidados: su rango deja de ser problema y sus facturas de hospital están pagadas. ¿Pero por qué?
—Tú eres la detective. Averigúalo.
Las dos hermanas se quedaron calladas, sin ideas.
—¿Qué hacemos con la tía Pequeña? —preguntó al fin Mei.
—Me la llevo yo a casa a pasar la noche, y luego ya veremos —dijo Lu.
Mientras hablaba volvió la cabeza y lanzó su melena de color miel por encima del hombro. El brillo de una sonrisa, apenas visible, apareció en las comisuras de su boca. Mei comprendió de inmediato: quizá la clave del misterio había estado ante ellas todo el tiempo.
—¡La tía Pequeña! —dijeron las dos a la vez.
—Vente a cenar esta noche —dijo Lu— y la sonsacamos.
—¿Y Lining?
—No te preocupes por él. Sale de viaje de negocios esta tarde.
—¿Se marcha un sábado?
—Se va a Estados Unidos. ¡Vaya, mira la hora que es! Quiero verle antes de que salga para el aeropuerto.
De vuelta ante la unidad de cuidados intensivos, encontraron a la tía Pequeña dormitando en una silla junto a la entrada. Alguien acababa de fregar el suelo, la estancia estaba fresca.
Los ojos de la tía Pequeña se movieron con sobresalto al despertarse:
—Creí que erais los médicos.
—Tía Pequeña, a ver qué te parece esto: tú te vienes conmigo a mi apartamento. Mandaré a mi ayudante a recoger tu equipaje del hotel. Mei va a venir a cenar, y podemos hablar de lo que haremos de ahora en adelante. Así también puedes descansar un poco y llamar a Shanghai.
—Va a ser lo mejor —dijo Mei.
La tía Pequeña estuvo de acuerdo. Cogió su bolsa de mano de cuero, que estaba apoyada junto a su silla.
—Déjame que te la lleve —se ofreció Mei.
—No hace falta. No pesa —dijo la tía Pequeña.
Las tres mujeres Wang se dirigieron hacia el exterior. Las habían aislado de su madre y hermana. La imagen de Ling Bai yaciendo sola en un cuarto desconocido pesaba con fuerza sobre sus pasos.
De vuelta en el paseo del Renacimiento y la carretera de circunvalación, Mei tuvo la impresión de que su vida se estaba enredando en una telaraña demasiado grande para abarcarla. Pensó en Yaping, en su coche con chófer y en el lujoso hotel Gran Muralla. Pensó en la Reina del Wentún con su gran barriga. Le gustaba el nombre Llegada de la Primavera. Pensó en la cara de niña de Lili, en su risita extraña. Otra vez, se representó los ojos en blanco de Zhang Hong, su cicatriz rosada y su cara azulenca.
La primavera, ya sin duda, había llegado. Mei habría jurado que por las orillas del Foso habían aparecido tiernos tonos verdes en sauces que el día anterior estaban desnudos.
Pero no había color en donde yacía su madre, en esa caja de un blanco descolorido, con las batas blancas y los gorritos de enfermera. A sólo un brazo de distancia, separado por una pared de ladrillo y el delgado cristal de una ventana, pero partido por una vida entera, el dulce aroma de la primavera brincaba sobre los rayos de sol como una mariposa transparente.
Mei salió de la carretera de circunvalación. Al bajar del paso elevado, el torbellino de la ciudad la engulló como una ola de marea, dispersando sus penas con su caótica energía.
Mei paró al costado del edificio de su apartamento y detuvo el motor. La urbanización estaba en calma a la hora de la siesta. Salió del coche e inhaló toda una bocanada de polvo primaveral. Tenía la garganta seca: necesitaba beber algo.
Subió las oscuras escaleras y abrió la puerta de su apartamento. La ventana seguía estando entornada; el ruido de la carretera de circunvalación se vertía dentro. Encontró una lata de coca cola en la nevera. La abrió con un chasquido y se la bebió entera, al tiempo que oía que llamaban a la puerta.
Era Yaping. Llevaba su alta figura vestida con una camisa blanca y unos pantalones informales. Un gran montón de rosas rojas florecía en sus manos. Se le veía fresco y aseado, tan atractivo en todos los detalles como la noche anterior.
—Iba hacia el aeropuerto y pensé que debía dejarme caer para probar suerte —dijo.
—Pero esto no está de camino al aeropuerto.
—Pues entonces será mejor que nos demos prisa. Déjame llevarte a algún sitio donde podamos hablar.
Mei vaciló.
—Por favor... —suplicó Yaping—. He venido desde muy lejos, y estas rosas me han costado una fortuna.
Aquello la hizo reír.
—Está bien —cogió las rosas—. Déjame que las ponga antes en agua —y fue a buscar un jarrón. Yaping se apoyó en el quicio de la puerta.
—¿Qué tal está tu madre? —preguntó, cruzándose de brazos.
—La han trasladado a la unidad de cuidados intensivos del Hospital nº 301. Es lo mejor para ella. Esperamos que con eso se ponga mejor.
—Me alegro de oírlo. Por favor, transmítele mis mejores deseos la próxima vez que la veas.
Mei asintió, aunque no estaba del todo segura de cómo respondería su madre a un saludo como ése.
En el exterior del Estadio de los Trabajadores, los vendedores estaban instalando sus puestos. Se descargaban cajas de agua mineral, cola y bebidas gaseosas con sabor a fruta. Una mujer de habla rápida daba órdenes relativas a la colocación de los dulces de ciruela, las frutas secas, los cacahuetes tostados y las pipas de girasol.
El estadio todavía no había abierto.
Yaping le pidió a Mei que le esperara junto a la entrada y desapareció en la taquilla. Unos minutos después salió con un hombre trajeado. Iban riéndose. El hombre abrió el cerrojo de una puerta lateral.
—Son sólo veinte minutos —le dijo Yaping. Era muy educado, pero tenía un aire de autoridad.
—No hay problema, señor, tómense el tiempo que necesiten —asintió el hombre. Era un hombre joven con actitud de viejo.
—¿Cómo has conseguido que te abra la puerta? —le preguntó Mei a Yaping cuando estuvieron dentro.
—Con un buen fajo de billetes —respondió Yaping.
El estadio estaba inundado de clara luz del sol y vacío kilométrico.
Yaping sonrió:
—¿Te acuerdas del partido de fútbol que vimos aquí? Era la clasificatoria de la Copa del Mundo, China contra Corea del Sur. Lo recuerdo como si fuera ayer. Gritaste y te exaltaste como todos los demás. Yo creo que nunca te había visto así.
Mei negó con la cabeza.
—No me acuerdo —mintió.
Pero sí que se acordaba. Aquel día el estadio estaba abarrotado y estridente. Por todas partes se agitaban pañuelos, sonaban tambores. Fue la primera y la última vez que estuvo allí.
Empezaron a andar junto a la barrera. A mucha distancia había unas pocas figuras indistintas preparando el campo para el partido de por la tarde. Las líneas blancas estaban resplandecientes bajo el sol, tan agudas que herían la vista.
—Era un día de mucho calor. Luego vino la lluvia. Yo me fui a Estados Unidos —Yaping se inclinó sobre la barra hacia el cálido espacio que había entre ellos.
—Y dejaste de escribirme —dijo Mei, contemplando el perfil de Yaping. Con la luz, su boca parecía suave. Un mechón de pelo se había ido deslizando hasta su frente. Pero tenía una expresión perdida en la mirada.
Se sentaron en uno de los bancos.
—Sentía que nunca iba a poder ser lo bastante bueno para ti —dijo Yaping—. Tú siempre me hacías sentirme inferior. Daba igual cuánto me esforzase en impresionarte: tú siempre tenías el listón más alto.