Mei se pasó casi todo el día encerrada en su despacho. Revisó carpetas antiguas y se ocupó de menudencias de los últimos dos días. Repasó sus notas y sus recuerdos de la visita a Liulichang y al Centro Lufthansa. Le habría gustado ver más de cerca al hombre con quien se encontró Wu el Padrino. Lo recordaba alto, bien vestido y de piel clara, más o menos de la misma edad que Wu el Padrino. Estaba claro que era rico, con ese coche, el chófer y la novia modelo. Mei intentó imaginar la conversación que habrían mantenido ante un té en alguna de las cafeterías del sótano. Probablemente hablaron de la vasija ritual Han, y de que ella andaba haciendo preguntas.
Mei decidió que tenía que encontrar al vendedor de la vasija, y pronto.
Abrió la puerta y llamó:
—Gupin, ¿puedes venir, por favor?
Cuando su secretario entró, le indicó por señas que se sentara en el sillón.
—¿Qué sabes del tren que hace el trayecto de Luoyang a Pekín?
—Pues muchas cosas: ése es el tren que yo cogí para venir a la ciudad. Sólo hay uno al día. Llega a la Estación Oeste de Pekín a las cinco y media de la mañana. Lo recuerdo como si fuera ayer. Vine en febrero, después del Año Nuevo Chino. Cuando el tren llegó, fuera todavía estaba oscuro, y tuve que esperar en la estación a que se hiciera de día. Cuando hubo luz y los autobuses empezaron a circular, seguí las indicaciones que me habían dado. Cogí tres autobuses para ir a ver a un chico de un pueblo vecino que había venido a Pekín hacía un año. Me dijo que me podía quedar con él y trabajar en la misma obra. Yo estaba emocionado de ver Pekín por primera vez: los edificios altos, los autobuses, las calles anchas y los camiones limpiacalles. Nunca había visto camiones limpiacalles.
—Si no conocieras a ese hombre del pueblo vecino, ¿a dónde habrías ido?
—Probablemente a alguno de los hoteles baratos que hay alrededor de la estación. Muchos viajeros hacen eso. A veces hasta se puede alquilar una habitación de algún residente en Pekín por tan sólo quince yuanes la noche. Por supuesto que es ilegal que los residentes alquilen habitaciones, porque son propiedad de sus unidades de trabajo, y no suya. Pero ya sabes lo que pasa: la gente necesita dinero.
—Estoy buscando a un tipo de Luoyang. Vino a Pekín hace un par de semanas a vender una valiosa reliquia. Lo único que tengo de él es su descripción. Puede que se quedara por la zona de la estación, como tú dices. Pero estoy segura de que ya no está ahí. Ahora que ha vendido su reliquia, es rico.
—Pero es posible que alguien de esa zona le recuerde —razonó Gupin—; quizá una camarera, o la gente del hotel. Puede que alguno de ellos sepa adónde se fue.
Mei lo pensó un momento.
—También puedes probar con la consigna de la estación —añadió Gupin—. Habrá tenido que guardar su reliquia en algún sitio seguro. Esos hoteles baratos son todos privados, en general poco de fiar: sólo un tonto dejaría objetos de valor ahí.
—Creo que tienes razón —dijo Mei—: empezaré por la estación.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Gupin—. La zona de la estación no es segura por la noche. Está llena de gente de paso y de matones del barrio.
—Eres muy amable, pero creo que debería hacer esto por mí misma. A veces la gente le dice más cosas a una mujer si va sola.
Gupin se quedó decepcionado. Bajó la cabeza. La atmósfera de emoción que le había rodeado desapareció.
—Quizá la próxima vez —le dijo Mei—. Te veré mañana.
Fuera había empezado a caer el crepúsculo. Era la hora en que la ciudad desplegaba sus resortes. Los niños se habían vuelto a sus casas después de pasar la tarde jugando a las cartas o al fútbol en las aceras. Se estaban poniendo las mesas para la cena. Por las ventanas entreabiertas de las cocinas se olía el dulce reclamo de los guisos de las abuelas.
Era el mejor momento para hacer una llamada.
—¡Oh, Mei! —exclamó la tía Chen al coger el teléfono—. Pobre niña —suspiró—. Espero que no estés demasiado preocupada. El tío Chen acaba de volver del hospital. Parece ser que tu madre está bien. Manten el corazón bien abierto, ¿vale?
El tío Chen cogió el teléfono. Puso a Mei al corriente del estado de su madre.
—Gracias por ir a verla —dijo ella—. Yo espero poder ir mañana.
—No te preocupes. ¿Qué tal tu encuentro con Pu Yan? —el tío Chen bajó la voz—. ¿Has averiguado algo?
—Justo por eso te llamaba —dijo Mei—. Fui al mercado de antigüedades de Liulichang, porque Pu Yan había oído que la vasija había sido vendida a un marchante de allí. Hablé con un tipo que recordaba al hombre que intentó vendérsela: era de Luoyang, como tú sospechabas, pero lo único que saqué en claro fue su descripción.
»El marchante se llama Wu el Padrino y es especialmente desagradable. Le seguí la pista hasta el Centro Lufthansa y allí se encontró con otro tipo. Por desgracia no los pude seguir, pero apunté la matrícula del coche del otro y le he pedido a una amiga de la Dirección de Tráfico que la busque en los archivos. Sospecho que nuestro hombre de Luoyang sigue en Pekín. Pu Yan dijo que la vasija podría haber alcanzado los cuarenta mil yuanes. Eso es un montón de dinero, ¿por qué iba a irse de Pekín sin probar la buena vida?
—¿Pero cómo le vas a encontrar? En Pekín hay diez millones de personas —el tío Chen sonaba preocupado.
—Empezaré por el principio: la Estación Oeste de Pekín. ¿Me puedes encontrar algo de
guanxi
dentro de la estación? Cuanto más alto sea el cargo, mejor.
—¿Cuándo quieres ir?
—Esta noche. Es mejor que nos demos prisa. Creo que hemos revuelto la hierba: las serpientes están asustadas.
—Déjame que haga unas llamadas —dijo el tío Chen—. ¿Dónde estás?
—En la oficina.
—Luego te llamo.
A la media hora sonó el teléfono. Mei anotó la información en un papel, que luego dobló y guardó en su monedero. Metió el monedero, un bote de spray antivioladores y una pequeña linterna en un bolso de nailon negro. Se aseguró de que su móvil tenía suficiente batería. Luego se colgó el bolso del hombro y salió.
El viento se había extinguido. Las nubes se espesaron, arrebujadas como una acogedora manta. Las luces se encendieron, iluminando la Estación Oeste de Pekín, un edificio nuevo con la forma de las antiguas puertas de la ciudad, con cuatro torrecillas en forma de pagoda. Frente a él, gente sentada sobre su equipaje esperaba autobuses. Los vendedores de comida andaban por entre la multitud gritando: «¿Tiene hambre? ¡Coma bollos calientes rellenos de carne!».
Dentro de la estación, rostros frescos y ojos exaltados se maravillaban de la rutilante decoración. Había un flujo constante de avisos por los altavoces, anuncio de salidas, retrasos, niños y adultos perdidos. Trabajadores de provincias corrían de aquí para allá con costales al hombro. Las familias se arracimaban en blancas salas de espera, compartiendo cenas de fritanga con arroz en bandejas de cartón. Otros dormían, tendidos como cadáveres en los largos bancos.
Mei se detuvo ante la oficina del jefe de estación. En la puerta, un cartel rezaba: «Vagabundos no».
Empujó y abrió la puerta. Dentro contó ocho personas sentadas en un banco pegado a la pared. Mei se acercó a la mujer joven que estaba tras el mostrador y preguntó por el jefe de estación.
—¿Quiere hacer una reclamación? —la mujer empujó a un lado una brillante revista y alzó los gruesos párpados—. Rellene un impreso y espere ahí.
—No, es un asunto privado —dijo Mei.
Ella la miró de arriba abajo:
—¿Qué tipo de asunto privado? —su tono ya no era tan seco.
Mei se inclinó sobre el mostrador:
—Dígale por favor que soy una amiga del señor Rong Feilin, de la Dirección de Ferrocarriles.
La mujer se levantó y desapareció por la puerta que había detrás del mostrador. Enseguida, Mei oyó moverse una silla. La puerta volvió a abrirse, y un hombre corpulento con el uniforme ferroviario gris y rojo se acercó para saludarla. Su sonrisa solícita llegó antes que su mano.
—Entre, por favor —le dijo. Se dieron la mano.
—Soy Wang Mei —dijo ella.
—Yo me llamo Li Gou. Soy el subjefe de estación. El jefe de estación se ha ido a casa. ¿En qué puedo ayudarla? —tenía la boca llena de dientes marrones—. Xiao Yang —le dijo a la mujer del mostrador—: té.
Xiao Yang asintió y salió.
—Siéntese, por favor. Qué día tan malo, de pronto ha vuelto el frío —el señor Li arrastró una silla para sentarse cerca de Mei—. ¿Qué tal sigue el camarada Rong? Yo antes trabajaba para él; bueno, no directamente. Él era el jefe de la Estación de Pekín y yo era uno de los encargados de pasajeros. Luego el camarada Rong fue ascendido a la Dirección de Ferrocarriles. No sé si se acordará de mí; antes de venirme aquí, yo llevaba la línea Pekín—Cantón.
Mei sonrió y no dijo nada.
—Bueno, bueno —volvió él a enseñarle a Mei los dientes y se alisó el uniforme—. Hablemos de lo que la trae aquí.
—Estoy buscando a un hombre que llegó de Luoyang a Pekín hace dos semanas. Puede que dejara algún objeto de valor en la consigna. Me gustaría ver el libro de registro.
—Desde luego —dijo el señor Li. Se levantó y se metió detrás de su escritorio a consultar sus libros.
Llegó el té. Xiao Yang les sirvió una taza al señor Li y otra a Mei y se fue.
El señor Li abrió un gran cuaderno y fue recorriendo las páginas con el dedo. Cuando encontró la página que buscaba, dijo:
—Esta noche el encargado de servicio en la consigna de equipajes es... eh... Tang Yi. Le diré a Xiao Yang que la acompañe hasta allí.
Cogió su taza de té y volvió a sentarse junto a Mei.
—Me temo que la persona que hizo la anotación quizá no esté esta noche. Normalmente hay dos turnos, uno de mañana y otro de noche. No estoy seguro de cómo llevan allí los turnos exactamente. A veces los van rotando. Tang Yi le podrá dar más detalles.
—¿Puedo ir ahora? —preguntó Mei, dejando su té sin tocar.
—Por supuesto, como usted quiera —dijo el señor Li, levantándose.
—Le diré al camarada Rong que ha sido usted de gran ayuda —dijo Mei.
—Gracias. Si puedo atenderla en algo más, hágamelo saber —los dientes marrones se desplegaron en una mueca.
Mei siguió a Xiao Yang hasta la consigna de equipajes. Ante el mostrador se había formado una pequeña aglomeración; era difícil decir dónde estaba el final de la cola o si había llegado a haberla. Dos mujeres de aspecto idéntico manejaban aquel cotarro con la menor cantidad posible de palabras y miradas. Llevaban los uniformes abotonados con desgaire. Gruñían a los clientes como gatos ansiosos. Estaban llegando al final de su turno.
—¿No le he dicho que se aparte? Todavía no necesito su carné de identidad. ¡Rellene primero el impreso! —chillaba la mayor de las gemelas.
Xiao Yang se aproximó a ella y le preguntó por el encargado, y le respondieron que estaba en la parte trasera.
El señor Tang se levantó de un salto cuando entraron Mei y Xiao Yang. Intentó apagar el pitillo con una mano y ponerse la gorra con la otra.
—Xiao Yang, ¿qué viento te trae hasta mí? —su sonrisa era amplia.
—La señorita Wang es de la Dirección de Ferrocarriles —dijo Xiao Yang con voz de hielo—. Necesita ver vuestros registros. El jefe de estación Li dice que la ayudes en todo lo posible, y quiere saber los resultados.
Luego se despidió amistosamente de Mei.
El señor Tang siguió con los ojos a Xiao Yang hasta que hubo salido por la puerta. Luego volvió a echar la gorra encima de la mesa y se encendió otro pitillo. No le apetecía ayudar a Mei ni a nadie. Le contrariaba ostensiblemente que su jefe le hubiera cargado con tan pesada tarea. Estaba pálido y tenía aspecto de necesitar un trago.
Se apoyó hacia atrás en el borde de su mesa, soplando el humo por entre los dedos amarillos:
—¿Qué es lo que busca?
—Me gustaría ver el registro de entradas en la consigna de hace dos semanas —dijo Mei—, y también hablar con las empleadas.
El señor Tang aspiró de su pitillo. Se dirigió a una vitrina y empezó a sacar carpetas.
—En esta oficina sólo se guardan las cuatro últimas semanas —murmuró, con el pitillo columpiándose de la comisura de su boca. Un humo fino merodeaba a su alrededorcomo una amante celosa—; el resto se manda a los archivos. Pensará usted que en estos tiempos hay poca gente que tenga cosas de tanto valor como para pagar por dejárnoslas aquí. Pues se sorprendería. Hay todo tipo de chatarra aquí metida.
El señor Tang soltó una pila de papeles sobre la mesa, delante de Mei. Luego volvió a su acodamiento, con un nuevo pitillo en la boca.
Mei empezó a repasar las anotaciones. La gente dejaba todo tipo de cosas en la consigna: una urna de cenizas, un sobre sellado, un bulto pequeño envuelto en tela ordinaria, un pájaro vivo en su jaula... Venían de cualquier parte del país para dejar allí un trozo de sus vidas: de los campos de arroz del sur, de los bosques cubiertos de carámbanos del noreste, de las praderas, los caballos y las montañas del oeste. Algunos eran de Luoyang, donde empezaba la Ruta de la Seda. Mei separó esos registros.
Uno de los halógenos titilaba. El señor Tang cogió de un rincón una escoba y golpeó el tubo sin resultado.
—¿De qué departamento de la Dirección ha dicho que es? —preguntó.
—No lo he dicho —dijo Mei.
El señor Tang se quedó callado, y así permaneció durante los veinte minutos siguientes. Al fin, Mei levantó la vista y le dijo:
—¿Puede decirle a alguna de sus camaradas que venga a verme?
El señor Tang estrujó el pitillo en un pequeño espacio del cenicero y lo convirtió en colilla. Se puso la gorra y, dando un ruidoso portazo, salió.
Mei esperó. Al cabo de un largo rato el señor Tang volvió con la más joven de las gemelas, de unos veintitantos años, no guapa pero sí de ojos vivaces. Tenía las mejillas enrojecidas de haber pasado horas detrás del mostrador, y resecas del aire rancio de la estación. Entró decidida.
—¿Cómo está usted, camarada Wang? —tenía la voz aguda. Le tendió la mano—. Me ha dicho el viejo Tang que es usted de la Dirección. Yo me ocupo de la consigna. ¿Puedo sentarme? —se acercó una silla y esperó.
Mei se volvió al señor Tang:
—¿Podría disculparnos?
Él miró hacia otro lado. Con el índice y el pulgar se quitó algo de tabaco de entre los dientes.
—¡Por favor! —ordenó Mei.