Eva se quedó petrificada y miró al hombre boquiabierta, inexpresiva. Luego sonrió.
—Por lo tanto, Eva —prosiguió Sejer—, se equivocó de hombre.
Eva hizo un gesto de desesperación, y la sonrisa se le heló en los labios.
—Perdone, pero en cuanto a aquel coche no me cabe ninguna duda. Jostein y yo tuvimos uno igual.
—Por favor, olvídese un momento del coche. Puede que tenga razón en eso. Pero no era Einarsson el que iba dentro.
Una repentina duda asaltó a Eva.
—Nunca se lo prestaba a nadie —tartamudeó.
—Puede que hiciera alguna excepción. O alguien pudo haberlo cogido sin su permiso.
—¡No es verdad!
—¿Cuánto vio usted en realidad? Miraba por una estrecha rendija de la puerta. La habitación estaba en penumbra. ¿No se tapaba la cara con las manos la mayor parte del tiempo?
—Quiero que se vaya —sollozó.
—Lo lamento —dijo Sejer amablemente.
—¿Desde cuándo lo saben?
—Desde hace bastante tiempo.
—Averigüe qué pasa con mi padre.
—Estarán al llegar. Procure descansar un poco, le vendrá bien.
Sejer seguía en medio de la celda, tenía ganas de salir corriendo, pero se controló.
—El crimen en sí no se altera —dijo Sejer.
—¡Naturalmente que sí!
—Lo que es importante ante el tribunal es que usted creía que era él.
—¡No puede ser! ¡Están equivocados!
—Puede ocurrir. Pero esta vez no lo estamos.
Eva permaneció un momento con la cara escondida en las manos, luego miró al hombre.
—Una vez, cuando teníamos trece años…
—¿Sí?
Sejer esperaba.
—¿Cree usted que se puede morir de miedo?
Él se encogió de hombros.
—Podría ser, pero sólo cuando uno es muy mayor y tiene el corazón enfermo. ¿Por qué?
—No, por nada.
Se hizo otra vez el silencio. Eva se pasó la mano por la frente, y echó un vistazo a su muñeca, pero recordó que le habían quitado el reloj.
—Pero si no era Einarsson…, ¿entonces quién era?
—Es lo que pretendo averiguar. Seguramente alguien del círculo de amistades de Einarsson.
—Averigüe por qué mi padre tarda tanto en llegar.
—Lo haré.
Sejer fue hasta la puerta, la abrió y se giró.
—No se enfade porque echemos de vez en cuando un vistazo a través del ventanuco. Es para comprobar que están bien. No somos unos mirones.
—Pues a mí me da esa sensación.
—Tápese la cabeza con la manta. Y recuerde que aquí dentro usted es sólo una de tantos. No es tan especial como cree. Es fuera de aquí donde usted se convierte en una persona muy interesante.
—¡Vaya, cómo se expresa!
—Tendrá noticias mías.
Sejer cerró la puerta con llave.
L
a casa de Rosenkrantzgate 16 estaba recién pintada y más verde que nunca.
Sejer aparcó junto al garaje y estaba sacando un pie del coche cuando vio a Jan Henry sentado en el columpio. El niño permaneció un momento allí sentado, esperando tímidamente, pero al final se acercó a pasos lentos.
—Creía que ya no vendrías.
—¡Pero si te lo había prometido! ¿Qué tal?
—Bien.
Se encogió de hombros y cruzó las piernas.
—¿Está tu madre?
—Sí.
—¿Te han llevado de paseo en la moto?
—Sí. Pero tu coche era mejor. En la moto se nota mucho el viento —añadió.
—Espérame aquí fuera, Jan Henry, tengo algo para ti.
Sejer fue hacia la casa y el niño volvió a sentarse en el columpio. Jorun Einarsson abrió la puerta. Llevaba unos leotardos, o tal vez fueran eso que llamaban mallas, pensó, con un jersey grande por encima. Tenía el pelo más rubio que nunca.
—Ah, es usted.
Sejer saludó educadamente. La mujer retrocedió y lo invitó a entrar. Él se detuvo en el salón, tomó aliento y la miró con semblante serio.
—No tengo más que una pregunta que hacerle. Se la haré y me iré enseguida. Piénseselo bien antes de contestar, es importante.
Ella asintió con la cabeza.
—Sé que Einarsson era muy especial en todo lo referente a su coche, que lo cuidaba y mantenía en excelente estado. También sé que no se lo dejaba a nadie. ¿Es así?
—¡Ya lo creo! Estaba muy apegado a ese coche. En el trabajo incluso le tomaban el pelo.
—Y sin embargo… ¿Alguna vez, excepcionalmente, prestó el coche a alguien? ¿Sabe usted si se lo prestó a alguien aunque sólo fuera una vez?
La mujer vaciló:
—Pues sí, alguna vez se lo prestaba a uno de sus amigos de la fábrica. Solía ir mucho con él, uno que no tenía coche.
—¿Sabe usted su nombre?
—Mm. Me da un poco de miedo mencionar nombres —dijo, como si olfateara un peligro que no entendía—. De vez en cuando se lo dejaba a Peddik. Peter Fredrik.
—¿Ahron?
—Sí.
Sejer asintió con la cabeza. Volvió a mirar la foto de boda de los Einarsson y se fijó en el pelo rubio del novio.
—Volveré —dijo en voz baja—. Discúlpeme, pero estos casos llevan mucho tiempo y aún quedan unas cuantas cosas por aclarar.
La señora Einarsson inclinó la cabeza y lo acompañó hasta la puerta. Jan Henry se levantó del columpio de un salto y fue corriendo hacia él. Ya no parecía tan tímido.
—Has tardado muy poco.
—Sí —dijo Sejer pensativo—. Ahora tengo que ir a buscar rápidamente a un tipo. Acompáñame al coche.
Abrió el maletero y sacó una bolsa de plástico.
—Un mono de engrasar. Es para ti. Te estará muy grande, pero ya crecerás.
—¡Ah! —Los ojos del niño se humedecieron—. ¡Y con un montón de bolsillos! Pronto me estará bien, mientras tanto puedo doblármelo por abajo.
—Es una buena idea.
—¿Cuándo volverás?
—No tardaré mucho.
—Tendrás muchas cosas qué hacer, ¿no?
—Bastantes. Pero a veces libro, ¿sabes? Si te apetece, otro día podemos dar otro paseo en el coche.
Jan Henry no contestó. Miró la calle; el bramido de una gran moto rompió el silencio. Era una BMW.
—Ahí llega Peddik.
Jan Henry saludó con la mano. Sejer se volvió para ver al hombre del traje de cuero negro, que paró la moto al lado del aparcamiento de bicicletas y se quitó el casco. Era un hombre de pelo rubio y largo, y una pequeña coleta en la nuca. Al bajarse la cremallera de la chaqueta dejó a la vista una prominente barriga. En realidad se parecía un poco a Einarsson. Y con poca luz, podrían haberse incluso confundido.
Sejer no apartó la vista de él hasta que el hombre empezó a moverse en el asiento de la moto. Entonces sonrió, saludó con la cabeza y se metió en su coche.
–¿D
ónde has estado?
Karlsen llevaba mucho tiempo esperando en la recepción. Habían pasado unas cuantas horas y nadie había comunicado la feliz noticia de que la pequeña Ragnhild se encontrara en casa sana y salva. Seguía desaparecida. Karlsen estaba muy nervioso.
—En casa de Jorun Einarsson. —Sejer estaba exaltado, lo que no sucedía muy a menudo—. Ven, tengo que hablar contigo.
Saludaron a Brenningen y desaparecieron por el pasillo.
—Vamos a llamar a un tipo para interrogarle ahora mismo —dijo Sejer—. Peter Frank Ahron, el único del círculo de amigos de Einarsson que gozó del privilegio de que le prestara el Manta alguna que otra vez. Trabaja en la fábrica de cerveza y en la actualidad frecuenta asiduamente la casa de Jorun. Fue interrogado cuando Einarsson desapareció. Acabo de encontrarme con él, delante de la casa de Rosenkrantsgate, ¿y sabes una cosa? Se parecen bastante. Con poca luz hubiera sido imposible distinguirlos. ¿Entiendes?
—¿Dónde está ahora?
—Supongo que seguirá en casa de Jorun Einarsson. La familia de la niña desaparecida tendrá que esperar. De todos modos, hay algunos de los nuestros con ellos. Llévate a Skarre y traedlo, yo espero aquí.
Karlsen asintió con la cabeza y dio media vuelta. Luego volvió a detenerse.
—Por cierto, tengo un mensaje para ti del abogado de Eva.
—¿Sí?
—Larsgård ha muerto.
—¿Qué me dices?
—Lo encontró el taxista.
—¿Lo sabe ella?
—He enviado a una de las chicas.
Sejer cerró los ojos. Siguió solo por el pasillo tragándose la noticia de la mejor manera posible. En ese momento no tenía tiempo para pensar más a fondo en lo que esa noticia significaría para la presa preventiva de la quinta planta. Abrió con llave la puerta del cuarto de interrogatorios y luego abrió la ventana, dejando entrar un poco de aire fresco. Puso un poco de orden por encima del escritorio. Se lavó las manos en el lavabo y bebió un vaso de agua. Abrió el cajón del archivador y sacó una cinta de trescientos sesenta minutos que contenía la declaración de Eva Magnus. Colocó la cinta en el radiocassette, que estaba encima del escritorio, un radiocassette normal y corriente, y pulsó la tecla de avance rápido; de vez en cuando lo detenía y rebobinaba, hasta que por fin encontró el episodio que estaba buscando; entonces paró la cinta, ajustó el volumen y se dispuso a esperar. Estaba muy cómodo en ese sillón de Kinnarps, y dejó que sus pensamientos se dispararan. Tal vez Ahron se haya largado, pensó; en ese caso, con una moto así estará ya muy lejos. Pero no se había escabullido. Estaba sentado en el sofá de Jorun con el periódico y un paquete de tabaco de liar. Jorun se hallaba en medio del salón junto a una tabla de planchar y un montón de ropa recién lavada. Miró insegura a los dos hombres uniformados y luego al hombre del sofá, que se limitó a levantar una ceja como si fueran a buscarlo en un momento sumamente inoportuno. Se levantó resignado y salió con los policías. Jan Henry los observaba mientras iban hacia el coche, pero no dijo nada. En el fondo le importaba poco lo que le pasara a Peddik.
–¿S
u nombre completo es Peter Fredrik Ahron?
—Sí.
Se lió un cigarrillo sin pedir permiso.
—¿Nació el siete de marzo de mil novecientos cincuenta y seis?
—¿Por qué lo pregunta si ya lo sabe?
Sejer levantó la vista.
—Le aconsejo que procure no provocar demasiado.
—¿Me está amenazando?
Sejer sonrió.
—No, aquí no amenazamos a nadie —dijo en un tono tranquilizador—. Sólo advertimos. ¿Domicilio?
—Tollbugate, cuatro. Nací y me crié en Tromsø, era el más joven de cuatro hermanos. ¿Servicio militar? Sí, lo hice. No me importa seguir a su disposición, pero la verdad es que ya he dicho todo lo que tengo que decir.
—Bueno, entonces vamos a repasarlo otra vez.
Sejer continuó escribiendo. Ahron fumaba ansiosamente, pero no había perdido la compostura en absoluto. No por el momento. Se inclinó sobre el escritorio con un aire resignado.
—¡Deme una buena razón para que yo matara a mi mejor amigo!
Sejer soltó el bolígrafo y lo miró sorprendido.
—Mi querido Ahron, nadie cree que usted lo hiciera. No está aquí por eso. ¿Pensaba que era ése el motivo?
Lo miró fijamente y vio cómo una incipiente sospecha iba creciendo en el iris azul claro de Ahron.
—¿Le extraña que lo pensara? —preguntó vacilante—. La última vez que ustedes se presentaron fue por lo de Egil.
—Pues está equivocado —replicó Sejer—. Ahora se trata de algo muy distinto.
Silencio. El humo del cigarrillo liado de Ahron serpenteaba en espesas espirales blancas hacia el techo. Sejer esperó.
—¿Bueno? ¿Qué tal está usted?
—Muy bien. ¿Qué quiere decir?
Sejer cruzó los brazos sobre la mesa sin apartar la vista del interrogado.
—Quiero decir que si no me va a preguntar de qué se trata entonces, ya que no tiene que ver con Einarsson.
—No tengo ni la más remota idea de qué puede ser.
—Justo. Precisamente por eso creía que iba a preguntarlo. Yo lo habría hecho —dijo con sinceridad— si me hubieran traído aquí, interrumpiéndome cuando estaba en medio de las páginas deportivas. Pero tal vez no sea usted muy curioso, de modo que voy a ir dándole pistas. Sólo quiero hacerle una pequeña pregunta antes: ¿qué tal con las mujeres, Ahron?
—Eso tendrá que preguntárselo a ellas —contestó Ahron malhumorado.
—Pues sí, puede que tenga razón. ¿A quién debo preguntar en su opinión? ¿Ha habido muchas?
Ahron no contestó. Puso todo su empeño en mantener la compostura.
—Tal vez debería preguntárselo a Marie Durban. ¿Sería una buena idea?
—Tiene un sentido del humor repugnante.
—Tal vez. Aunque ella no dijo gran cosa cuando la encontramos en su cama. Pero de todos modos, tenía algo para nosotros. El homicida dejó su tarjeta de visita. ¿Lo entiende?
Ahron temblaba y se relamía los labios.
—Y no me refiero a una de ésas que se encargan a una imprenta de tres mil en tres mil. Hablo de un código genético muy personal. Cada uno de los cuatro mil millones de habitantes de la Tierra tenemos un código diferente. Piense en lo que eso significa, Ahron. Al ampliarlo se parece bastante a un grabado moderno en blanco y negro. Pero estoy seguro de que usted está al tanto de esas cosas, porque lee la prensa.
—No son más que suposiciones. Necesita la orden de un juez para poder hacerme un examen de ese tipo. Y no la obtendrá. No soy idiota. Además, quiero un abogado. No diré una jodida palabra más sin la presencia de un abogado.
—De acuerdo. —Sejer se echó hacia atrás—. Puedo seguir yo solo la conversación. Pero sepa que no me costará ningún esfuerzo obtener una orden para hacerle un análisis de sangre.
Ahron cerró la boca y siguió fumando.
—Uno de octubre. Estuvo usted en Las armas del Rey con varios compañeros de trabajo, entre ellos Arvesen y Einarsson.
—Nunca lo he negado.
—¿A qué hora se marchó del pub?
—Supongo que ya lo sabe. ¡Ustedes vinieron a buscarme!
—Quiero decir antes, cuando cogió el coche de Einarsson para darse una vuelta. Serían sobre las siete y media, ¿no?
—¿El coche de Einarsson? ¿Bromea? Einarsson nunca dejaba su coche a nadie. Y además yo había bebido.
—El haber bebido no siempre ha supuesto un obstáculo para usted. Tiene una condena por conducir bajo los efectos del alcohol. Y según Jorun, era usted la única persona a quien dejaba el coche. Usted era la excepción. Era un buen amigo y no tenía coche.
Ahron inhaló profundamente dos veces y echó el humo.
—No fui a ninguna parte. Estuve sentado como un saco, bebiendo toda la noche.