S
ejer se levantó y se acercó a la ventana.
Era muy tarde. Miró para ver si descubría alguna estrella, pero no se veía ninguna, el cielo estaba demasiado claro. En esa época del año se le ocurría pensar a menudo que las estrellas habían desaparecido para siempre, que se habían ido para brillar sobre otro planeta. Esa idea le entristecía. Sin las estrellas no tenía ya esa sensación de seguridad, era como si hubiese desaparecido el tejado de la tierra. Pero el cielo continuaba eternamente.
Estos últimos pensamientos le hicieron sacudir la cabeza.
Eva sacó del paquete el último cigarrillo; tenía un aspecto sereno, casi aliviado.
—¿Cuándo supo que había sido yo?
Sejer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Nunca lo supe. Pensaba que tal vez fueran dos y que a usted le habían pagado para que callara. No comprendía en absoluto qué podía querer usted de Einarsson. —Sejer seguía mirando por la ventana—. Pero ahora lo comprendo —murmuró.
El rostro de la mujer era amable y tranquilo, nunca antes la había visto así. A pesar del labio hinchado y las heridas en la barbilla estaba guapa.
—¿No le parece que tengo pinta de asesina?
—Nadie tiene pinta de asesino.
Sejer volvió a sentarse.
—No había pensado matarle. Cogí el cuchillo porque tenía miedo. Nadie va a creerme.
—Tendrá que darnos una oportunidad.
—Fue en defensa propia —añadió Eva—. Él me habría matado. Usted lo sabe.
Sejer no contestó. De repente las palabras sonaban extrañamente familiares en sus oídos.
—¿Qué aspecto tenía el hombre que la arrastró por la escalera del sótano?
—Moreno, extranjero, pero hablaba noruego. Un poco flaco.
—Parece la descripción de Cordoba.
Eva se estremeció.
—¿Cómo ha dicho?
—Así se llama el marido de Maja. Jean Luca Cordoba. Bonito nombre, ¿verdad?
Eva se echó a reír, con la cara escondida entre las manos.
—Sí —dijo a punto de llorar—, tan bonito que una podría casarse con él sólo para conseguir ese nombre, ¿verdad?
Se secó las lágrimas y fumó.
—Maja recibía a toda clase de gente. También a policías, ¿lo sabía usted?
Sejer no pudo ocultar una sonrisa, que le salió involuntariamente.
—Bueno, bueno, supongo que no somos diferentes a los demás. Ni mejores ni peores. Prefiero no saber nombres.
—¿Pueden ustedes verme a través del ventanuco de la puerta? —preguntó de repente.
—Sí, podemos.
Eva lloriqueó y se miró las manos. Se puso a quitarse manchas de pintura de los dedos con una uña afilada.
No tenía más que decir. Esperaba que él hiciera algo, que lo arreglara todo, para poder descansar, relajarse y hacer lo que le dijeran. Eso era lo que quería.
M
arkus Larsgård hacía esfuerzos tumbado en el sofá, debajo de la manta. Si era alguien conocido, alguien que sabía que era viejo y lento, y que el teléfono estaba en el despacho, por lo que tenía que cruzar todo el salón con esas piernas hinchadas, insistiría. Si era un extraño, no llegaría a tiempo para cogerlo.
Por otra parte, no solían llamar muchos desconocidos a Markus Larsgård; sólo algún vendedor de esos que vendían cosas por teléfono, o alguno que otro que se equivocaba de número. O bien era Eva. Por fin consiguió incorporarse; el teléfono seguía sonando, lo que significaba que era alguien conocido. Se agarró a la mesa con un gruñido y se levantó con mucha dificultad. Apoyado en su bastón dio gracias al destino porque alguien se molestaba en llamarle y sacarle de su descanso matutino. Cruzó la habitación cojeando, se empeñó en dejar el bastón apoyado en el escritorio pero tuvo que desistir. Al final el bastón cayó al suelo con un chasquido. Algo sorprendido oyó una voz desconocida en el teléfono: un abogado. De parte de Eva Marie, dijo. Si podía acudir a la comisaría. ¿En prisión preventiva?
Larsgård buscó torpemente una silla, y se sentó. Tal vez se trataba de una broma pesada, de uno de esos delincuentes telefónicos que llamaba para atormentarle, había leído sobre ellos en el periódico. Pero éste parecía educado, casi amable. Markus escuchó haciendo grandes esfuerzos y volvió a preguntar, intentando entender lo que el hombre le estaba diciendo, pero no lo logró. Tenía que tratarse de un malentendido, seguro, ya lo averiguarían. Pero de todas formas tenía que ser una terrible experiencia para la pobre Eva, una historia espantosa. ¿Prisión preventiva? Tenía que ir allí inmediatamente. Llamaría a un taxi.
—No, le enviaremos un coche, Larsgård, espere ahí tranquilamente.
Larsgård se quedó sentado. Se olvidó de colgar el teléfono. Debería haber sacado algo de ropa de abrigo antes de que llegara el coche, pero pensó que no tenía importancia, realmente no la tenía. Era indiferente si pasaba frío o no. Habían detenido a Eva y la habían encerrado. Tal vez debería coger algo de ropa para ella, tal vez hiciera frío allí. Estuvo un rato intentando orientarse en la habitación y recordar dónde tenía sus cosas. La asistenta municipal había ordenado todo. Quizá debería llevarle una botella de vino. No, seguramente estaba prohibido. ¿Y dinero? Había bastante dinero en su frasco de mermelada vacío, era como si ese dinero nunca se agotara, como si se multiplicara. También rechazó esa idea, no habría ningún lugar donde poder comprar en los Juzgados, había estado allí una vez, aquel otoño en que le robaron la motocicleta, y no recordaba haber visto ninguno. Además, si estaba en prisión preventiva, como decían, no la dejarían salir para nada. Quiso levantarse y volver al salón, pero sus piernas estaban tan muertas, tan raras… Su salud no era lo que había sido, y además estaba estremecido. Se quedaría allí sentado otro ratito. Tal vez debería llamar a Jostein. Intentó levantarse una vez más, pero se volvió a caer hacia atrás, sintiéndose de repente mareado. Le pasaba a menudo, era provocado por calcificaciones en las venas en la parte de la nuca, que cerraban el suministro de sangre al corazón. Eso le ocurría porque era viejo, era algo normal y corriente teniendo en cuenta su edad. Pero era molesto, especialmente en ese momento, porque no desaparecía. El techo empezó a bajar, también se estaban acercando las paredes por ambos lados, todo se estaba estrechando, e iba oscureciendo lentamente. Eva estaba detenida por homicidio, y había confesado. Haciendo enormes esfuerzos logró estirar las piernas. Lo último que sintió fueron las rodillas puntiagudas que le golpearon la frente con una fuerza inmensa.
S
ejer contempló el aparcamiento de los coches de la policía a través de la ventana; la frágil puerta, por la que los tipos dudosos de la calle se metían constantemente y la destrozaban. Miró los restos de hierba seca a lo largo de la valla. En alguna ocasión la señora Brenningen había plantado petunias allí, pero las malas hierbas habían ganado la batalla por el espacio. Nadie tenía tiempo para arrancarlas. Leyó en el informe que la detenida Eva Magnus no había dormido nada y se había negado a beber y a comer. Todo eso tenía mal aspecto. También se había sentido molesta por el hecho de que pudieran observarla por el ventanuco de la puerta y porque la luz estuviera encendida toda la noche.
Tenía que ir a informarla, pero se resistía, y por eso se sintió aliviado cuando alguien llamó a la puerta. Un pequeñísimo aplazamiento. La cabeza de Karlsen apareció.
—Me han dicho que has tenido una noche muy ajetreada.
Se dejó caer en una silla junto a la mesa y empujó hacia un lado un montón de papeles.
—Hemos recibido una denuncia de desaparición.
—¡Ah! —exclamó Sejer. Un nuevo caso era exactamente lo que le hacía falta en ese momento, algo que le recordara que ése era sólo un trabajo por el que percibía un sueldo; un caso que podía meter en el cajón a las cuatro de la tarde si lo intentaba.
—Me ocupo de lo que sea, salvo casos de niños.
Karlsen suspiró. También él echó un vistazo a los coches de la policía, como para asegurarse de que estaban en su sitio. Los dos parecían un par de viejos vaqueros sentados en la mesa del
saloon
, vigilando el terreno por si aparecían ladrones de caballos.
—Por cierto, ¿has informado a Eva Magnus?
Sacudió la cabeza.
—Estoy haciendo todo lo posible por aplazarlo.
—No sirve de mucho, ¿no?
—Sí, pero me apetece tan poco…
—Puedo hacerlo por ti, si quieres.
—Gracias, es mi trabajo. O lo hago o me jubilo. —Miró a su colega—. ¿Quién no ha vuelto a casa esta noche?
Karlsen sacó del bolsillo interior del uniforme un papel y lo desdobló. Leyó primero en voz baja, se tiró un par de veces del bigote carraspeando, desganado.
—Niña de seis años. Ragnhild Album. Ha dormido en casa de una amiga de la vecindad esta noche y tenía que volver a casa por la mañana. Un paseo de sólo diez o doce minutos. Llevaba un cochecito de color rosa con una muñeca dentro, de esas que lloran, que se llaman Elise.
—¿Elise?
—Una de esas que llevan un chupete, y cuando se lo quitas empieza a llorar. Están de moda, todas las niñas las tienen. Pero como tú tienes nieto y no nieta, no las habrás visto. Yo sí. Lloran igual que un bebé de verdad. Bueno, en el cochecito llevaba también un camisón y un pequeño bolso con el cepillo de dientes y un peine. Todo ha desaparecido.
—¿Falta desde…?
—Desde las ocho.
—¿Desde las ocho?
Sejer miró rápidamente el reloj. Eran las once.
—La niña quiso irse a su casa nada más despertarse, y la madre de su amiga no llamó para avisar a la familia de la pequeña porque aún estaba en la cama. Pero oyó que las niñas se levantaron y que la puerta de la calle se abrió y cerró sobre las ocho. La niña iba sola, su casa estaba cerca, y no se supo nada más hasta que la madre de Ragnhild llamó sobre las diez para decirle que mandara a su hija, que tenían que ir a hacer la compra. Ahora está desaparecida.
—¿Y dónde vive?
—En Fargerlundsåsen, en Lundeby, una urbanización nueva. No es gente de aquí.
Sejer daba golpecitos en el protector del escritorio, que tenía impreso un mapamundi. Su mano cubrió toda América del Sur.
—Tendremos que ir para allá.
—Ya hemos enviado un coche patrulla.
—Entonces hablaré primero con Magnus y me quitaré un asunto de encima. Llama a los padres para decir que iremos; pero no digas ninguna hora en concreto.
—A la madre. El padre está de viaje y no lo encuentran.
Karlsen echó la silla hacia atrás y se levantó.
—¿Por cierto, qué tal te fue? ¿Conseguiste los leotardos para tu mujer?
Karlsen se sorprendió.
—Los Pantyliners —explicó Sejer.
—No, Konrad, no eran leotardos. Pantyliners son esos papelitos que las mujeres se ponen en las bragas,
salvaslips
.
Salió y Sejer se puso a morderse una uña mientras notaba que un creciente nerviosismo le subía por el estómago.
No le gustaba nada que niñas de seis años no volvieran a casa, aunque sabía por experiencia que podía haber muchas causas: desde padres separados que querían demostrar su derecho a la propiedad, hasta cachorros sin hogar a los que los niños querían adoptar, o insensatos niños más mayores que se las llevaban de excursión sin avisar. Algunas veces se encontraban a niños que habían desaparecido dormidos entre algún matorral con el pulgar en la boca. Quizá no de seis años, pero había ocurrido varias veces con niños de dos y de tres años. Otras veces se perdían e intentaban durante horas encontrar el camino de vuelta. Algunos se ponían a chillar enseguida para que alguien los recogiera; otros permanecían mudos de miedo porque no querían llamar la atención. Por lo menos, las carreteras están tranquilas a las ocho de la mañana, pensó algo más sereno.
Se abrochó el último botón de la camisa y se levantó. Cogió también la chaqueta, como si la ropa pudiera protegerle de lo que le esperaba. Y luego salió al pasillo. Era verdoso en la luz de la mañana y le recordaba a ese viejo baño que había frecuentado de niño.
La celdas para los presos preventivos se encontraban en la quinta planta. Cogió el ascensor; siempre se sentía un poco tonto dentro de esa pequeña caja que subía y bajaba por las paredes. Además, iba demasiado rápido. Todas las cosas deberían tomarse su tiempo, pensó. Sentía que estaba llegando demasiado deprisa. De repente se encontraba delante de la puerta de la celda. Por un instante quiso reprimir las ganas de mirar primero por el ventanuco, pero no pudo resistirse. Estaba sentada sobre el camastro, con la manta sobre los hombros. Miraba por la ventana, desde la que se veía un trocito del cielo gris. La mujer se estremeció al oír el ruido de la llave en la cerradura.
—¡Estoy harta de esperar!
Él movió la cabeza, como dando a entender que la entendía.
—Ahora estoy esperando a mi padre. El abogado lo ha llamado y han ido a recogerlo en un taxi. No entiendo por qué tardan tanto, sólo hay media hora en coche.
Sejer se quedó de pie. No había ningún sitio para sentarse. En el camastro, junto a ella, resultaría demasiado íntimo.
—Tendrá que acostumbrarse a esperar, tendrá que esperar mucho en el futuro.
—No estoy acostumbrada. Siempre estoy haciendo algo. Normalmente me faltan horas y Emma no para de pedir cosas. Hay tanto silencio aquí… —dijo desesperada.
—Voy a darle un consejo: intente dormir por la noche. Intente comer. Si no, no lo aguantará.
—Por cierto, ¿a qué ha venido?
De repente Eva lo miró con desconfianza.
—Hay algo que debe saber.
Sejer dio un par de pasos y tomó impulso.
—Quizá no sea importante para el caso y para la sentencia, pero podrá resultar duro en otros aspectos.
—No entiendo nada…
—Durante todo este tiempo el forense nos ha ido enviando papeles.
—¿Sí?
—Referentes tanto a Maja Durban como a Egil Einarsson. Se les ha hecho una serie de pruebas y hemos descubierto algo sumamente desagradable para usted.
—¡Cuéntemelo de una vez!
—Maja Durban fue estrangulada con una almohada que el homicida apretó contra su cara.
—Ya lo sé, yo estaba mirando.
—Pero antes habían mantenido relaciones sexuales. Y ese hecho nos aporta una serie de puntos de referencia puramente fisiológicos en lo que se refiere a la identidad del homicida. Y resulta… —tomó aire— que el asesino no fue Einarsson.