El hombre separó un poco los dedos de la mano derecha con el fin de dejar entrar algo de aire hasta la sudorosa palma de la mano. Conducía cada vez más deprisa. La figura rechoncha dentro de la ropa estrecha recordaba a Eva a una salchicha rellena. No cabía duda de que era más fuerte que ella, al menos había sido más fuerte que Maja. Además, estaba sentado encima de ella. Intentó imaginarse qué hubiera pasado si Maja hubiera sido más rápida y le hubiera apuñalado; en ese caso, los dos se habrían convertido en cadáveres. Podría haber sucedido así, era curioso. En la vida, al fin y al cabo, todo era casual.
—Éste es el modelo GSI, para que lo sepas.
—¿Crees que no entiendo de coches o qué?
—Vale, vale, te lo decía por si acaso —murmuró el hombre—. No ha perdido ni pizca de reprís, ¿sabes? Coge los cien en diez segundos. Puedo ponerlo a doscientos, si te atreves. Por cierto, las mujeres conducen de una manera rarísima —añadió balanceándose—. Dejan que el coche decida. Se limitan a ir sentadas y dejarse llevar.
—Para mí es suficiente velocidad. Los asientos son cómodos —añadió.
—Son Recaro.
—¿La ventana del techo es automática?
—No, tienes que usar la manivela. Es mejor así, ¿sabes?; las automáticas se estropean mucho antes, y la reparación es carísima. El maletero es de 490 litros y tiene luz. Por si llevas un coche de niños y esas cosas.
—¡Vaya piropo! ¿Gasta mucha gasolina?
—No, no, normal. Cero coma seis, y en ciudad tal vez un litro.
—Hace tiempo que estoy detrás de este coche —se le escapó a Eva.
—¡Vaya! ¿Tanto te gusta?
Su voz denotaba desconfianza.
—Pero primero tenía que reunir el dinero.
—¿Y ya sabes que será suficiente?
—Seguro que sí.
—No me has preguntado el precio.
—Ni te lo preguntaré. Te haré un oferta, y la aceptarás.
—Joder, hablas como un mafioso.
—Sí señor.
—En realidad no quiero venderlo.
—Ya, pero seguro que te gusta el dinero tanto como a todos; no creo que haya problema.
Eva se movió en el asiento y notó que el cuchillo le estaba pinchando el muslo.
«No soy una cobarde», pensó.
—¿Y cuál es tu oferta? —carraspeó él.
—Te gustaría saberlo, ¿verdad? Primero tengo que conducirlo, verlo por dentro y comprobar el chasis, y también quiero verlo a la luz del día. Y pasarle un test de esos que hace la Asociación de Automovilistas.
—¿Quieres comprar un Manta o no?
—¿No has dicho que no querías venderlo?
Se hizo el silencio; el interior del coche se había calentado, había mucha humedad y las ventanas se estaban empañando. El hombre puso en marcha el ventilador. Eva se volvió para echar un último vistazo a la ciudad. En el nuevo puente del ferrocarril, que estaba en construcción, centelleaba de vez en cuando una llama de soldador. Cada vez se veían menos coches y se estaban acercando al punto donde terminaba la iluminación. En la rotonda giró a la izquierda y volvió por el lado sur. El río fluía más despacio por allí, pero la corriente era muy fuerte. Seguían los dos callados y de repente el hombre giró a la derecha. El aeropuerto quedaba a mano izquierda, pero él se metió por un camino lleno de baches a través de una arboleda. Finalmente se detuvo en un espacio abierto, en la misma orilla del río. Eva no se sentía cómoda. Estaban demasiado lejos de la gente. El motor seguía en marcha, rugía suavemente, inspirando confianza. No cabía ninguna duda de que el coche estaba en buen estado.
—Un sitio cojonudo para pescar —exclamó el hombre echando el freno de mano.
—Noventa y dos mil —se apresuró a decir Eva—. ¿Es verdad? No habrás manipulado el cuentakilómetros, ¿no?
—¿Qué coño dices? ¡Ya está bien de sospechas y desconfianza!
—Es que me parece poco. Éste es un coche típico de hombres, y los hombres soléis conducir mucho. Mi Opel Ascona es del año ochenta y dos y tiene ciento sesenta mil.
—Entonces te hace falta un coche nuevo. ¿No quieres echar un vistazo al motor?
—Es de noche y no se ve nada.
—He traído una linterna.
El hombre paró el motor y salió del coche. Eva se armó de valor y abrió la puerta de su lado; una violenta ráfaga de viento le arrancó la puerta de la mano.
—¡Maldito tiempo!
—Se llama otoño.
El hombre levantó la tapa del capó y lo sujetó con la varilla.
—Hoy le he hecho un lavado de motor, tengo que confesarlo. De todos modos no habrías visto nada en mal estado.
Eva se acercó y miró el interior del reluciente motor.
—¡Parece de plata!
—¿Verdad que sí?
El hombre se dio la vuelta con una amplia sonrisa. Le faltaba un colmillo.
—Todo lo que fabrica la Opel está muy bien. Es estupendo, si te gusta andar arreglando los coches.
—Puede ser, pero no pienso hacerlo.
—Tengo algunas piezas de reserva. Van incluidas en el precio, si es que te decides a comprarlo.
—¿Y cuál piensas comprarte luego?
—No lo sé, pero tengo muchas ganas de un BMW. Ya veremos. Habrá que ver tu oferta.
Se volvió a inclinar sobre el motor, y Eva le vio el culo por encima del estrecho pantalón vaquero, que se le caía, dejando al descubierto un amplio trozo de piel desnuda entre el cinturón y la cazadora de cuero. Una piel blanca y sudada, como masa de pan.
—Creo que ya sé lo que provoca ese escape de aceite. No es más que una junta. Cuesta unas treinta o cuarenta coronas. Tengo una en casa.
Eva no contestó. No apartaba la vista del culo del hombre, de su piel blanca y su pelo ralo. Tenía una pequeña calva en la parte posterior de la cabeza. Eva se olvidó de contestar. En el silencio oía el rumor del río, regular y gruñón. «Ese pobre conductor de autobús —pensó— seguirá sentado en el cuarto de interrogatorios, harto de café instantáneo. Sudará buscando una coartada, o tal vez tenga una que no quiere utilizar. Puede que tenga una amiga, y si lo cuenta, su matrimonio se irá a pique, aunque si lo oculta, se irá de todos modos. ¿Y qué pensarán sus vecinos? Sus nietos tendrán que inventar algo qué contar a todos los mocosos del colegio cuando empiece a correr el rumor de que su abuelo tal vez sea el tipo que mató a esa puta en Tordenskioldsgate. Puede que esté mal del corazón —pensó—, y le dé un infarto y muera durante el interrogatorio. Está en la edad, cincuenta y siete años.» O quizá no tuviera ninguna amiga, simplemente soñara con tenerla, y estuviera simplemente dando un paseo en su coche para evadirse un rato, tal vez se detuvo delante de un puesto de perritos calientes, o quizá se diera un paseo por la orilla del río para tomar un poco de aire fresco. Y nadie lo cree, porque los hombres maduros en edad de ser abuelos no van por ahí de noche solos en su coche, a la buena de Dios; o son delincuentes sexuales o tienen una amante. No nos creemos en absoluto lo del perrito caliente, tendrás que inventar algo mejor. Dínoslo ya: ¿cuándo visitaste por última vez a Marie Durban?
—Aquí está la linterna.
El hombre había vuelto a enderezarse. Le puso la linterna en la mano. Eva iluminó la hierba.
—Si quieres, yo la sostendré mientras tú miras.
—No —tartamudeó Eva—, no hace falta. Realmente tiene buen aspecto. Quiero decir, me fío de ti. Lo de comprar un coche es un asunto de mutua confianza.
—Creo que debes echarle un vistazo. Mira lo bien que está, no hay mucha gente que esté tan pendiente como yo, ¿sabes? Y sólo ha tenido un dueño antes. No se lo dejo conducir a nadie y mi mujer no tiene carné. De modo que tu oferta tendrá que ser muy buena. Antes de firmar el contrato quiero que lo mires de arriba abajo. No quiero que luego vengas quejándote.
—No soy idiota —dijo Eva malhumorada—. En lo que se refiere al coche, creo que eres de fiar.
—Puedes estar segura. Pero las mujeres no siempre tenéis el coco muy despejado, por eso te lo digo. A veces escondéis alguna sorpresa, por así decirlo.
El cuchillo, pensó Eva.
El hombre sorbió por la nariz y prosiguió:
—Tengo que asegurarme de que eres capaz de hacer una buena compraventa.
Eva temblaba. Levantó la linterna y le enfocó la cara.
—Claro que lo soy. Pago y recibo la mercancía que he pagado. ¿Es curioso, verdad, cómo todo se puede comprar con dinero?
—Aún no me has hecho ninguna oferta.
—Te la haré despues del test de la Asociación Automovilística.
—¿No has dicho que te fiabas de mí?
—Sólo en lo que se refiere al coche.
El hombre resopló.
—¿Qué coño quieres decir con eso?
—Piensa un poco.
Eva se enderezó, se acaloró y volvió a desinflarse de nuevo.
El hombre movió la cabeza incrédulo y volvió a inclinarse sobre el motor.
—Jodidos líos de mujeres —murmuró—. ¡Sacar a un pobre diablo inocente del calor del garaje en medio de esta maldita tormenta sólo para fastidiar!
—¿Inocente?
Eva notó que la tierra se hundía bajo sus pies. Se sentía de pronto tan desfallecida, tan extraña y débil, que tuvo que apoyarse en el coche. Estaba en el lado izquierdo, junto a la varilla que sostenía el capó.
—Lo que quiero decir —gruñó el hombre desde el fondo del motor— es que eras tú la que querías comprar el coche. Y yo me he limitado a presentarme, tal y como habíamos quedado. No entiendo por qué te enfadas tanto.
—¿Enfadarme? —ladró Eva—. ¿A esto lo llamas tú enfadarse? ¡He visto cosas peores, he visto a gente perder completamente los estribos por una tontería!
El hombre se volvió y la miró con desconfianza.
—¡Joder! ¿Estás esquizofrénica, o qué?
Volvió a inclinarse.
Eva respiraba con dificultad, notaba que la cólera se estaba apoderando de ella, lo sintió como un alivio que le iba subiendo por dentro a una velocidad vertiginosa, ardiente como una corriente de lava, abriéndose camino hacia el estómago, el pecho, y extendiéndose luego por los brazos. Muy agitada gesticulaba en la oscuridad, cuando de repente notó que tropezaba con algo y oyó un ruido. La varilla que sostenía el capó se soltó y la pesada tapa metálica se cerró con un estruendo. El culo y las piernas del hombre sobresalían por el borde, el resto de su cuerpo había desaparecido.
Eva retrocedió dando un grito. Desde el fondo le llegaban bramidos y alguna que otra terrible maldición. Miró asustada la tapa del capó; tenía que pesar una barbaridad; se levantó una pizca y luego volvió a caer antes de levantarse de nuevo. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que él tendría que oírlo. Había provocado la cólera del hombre, exactamente igual que hizo Maja, pero esa ciega cólera iba dirigida entonces hacia ella. Un momento después, el hombre lograría salir y se abalanzaría sobre ella con todas sus fuerzas. Eva dio unos pasos hacia delante, se palpó el muslo buscando el bolsillo, metió la mano y encontró el cuchillo.
—¡Me cago en Dios!
El hombre quería levantarse, darse la vuelta, pero Eva dio un salto hacia delante y se echó sobre el capó con todo el peso de su cuerpo. Él gritaba con voz ronca desde el interior, como si estuviera dentro de una lata.
—¿Qué coño estás haciendo?
—¡He perdido el juicio! —gritó Eva con voz quebrada.
—¡Estás loca!
—¡Tú sí que estás loco!
—¿Qué coño quieres de mí?
Eva tomó aliento y gritó:
—¡Quiero saber por qué tuvo que morir Maja!
Hubo un silencio total. El hombre intentó moverse, pero no lo logró. Eva podía oír su acelerada respiración.
—¿Cómo cojones has podido…?
—¡Te gustaría saberlo!, ¿verdad?
Seguía tumbada sobre el capó; el hombre había dejado ya de moverse, jadeaba como un perro a punto de reventar, con la cara pegada al motor.
—Puedo explicarlo —gruñó—; ¡fue un accidente!
—¡No lo fue!
—¡Ella tenía un cuchillo, joder!
El hombre hizo un movimiento tan brusco que el capó se levantó de repente. Eva resbaló y acabó en la hierba sin soltar el cuchillo. Miraba las manos del hombre, esas manos que habían matado a Maja; vio cómo se cerraban.
—¡Yo también tengo uno!
Eva consiguió levantarse y volvió a lanzarse sobre el coche. El hombre se desplomó, la primera cuchillada le alcanzó en el costado; el cuchillo penetró sin resistencia, como en un pan recién hecho. El capó lo tenía aprisionado como un ratón en una ratonera. Eva sacó el cuchillo; algo rojo y caliente chorreó por sus guantes, pero el hombre no gritó, sino que se limitó a emitir un pequeño gemido de asombro. Intentó volver a tomar impulso sacando con gran esfuerzo un brazo, cuando la segunda cuchillada le alcanzó en la región lumbar. Eva notó que esa vez la hoja encontró resistencia, como si hubiera alcanzado un hueso; tuvo que hacer fuerza para arrancarla y en ese instante las rodillas del hombre se doblaron. Caía lentamente al suelo, pero todavía estaba enganchado y colgado del coche; ella ya no podía parar, porque él aún se movía y tendría que detenerle, poner fin a esos repugnantes gemidos que seguían saliendo de su boca. Poco a poco iba adoptando un ritmo que era el que se ocupaba de dirigir el cuchillo; lo clavó una y otra vez, alcanzándole en la espalda, en el costado y de vez en cuando en la chapa del coche, el radiador, la aleta…, hasta que por fin se dio cuenta de que el hombre había dejado de moverse, aunque seguía colgado, ya muerto, como el cuerpo de un cerdo en un garfio.
Eva se golpeó contra algo húmedo y frío. Se había caído hacia delante y estaba tumbada boca abajo sobre la hierba. El río seguía fluyendo como si nada. Reinaba un gran silencio. Extrañada, sintió cómo una especie de parálisis iba extendiéndose por todo su cuerpo; no era capaz de mover ni un músculo, ni siquiera los dedos. Esperaba que alguien los encontrara enseguida. El suelo estaba frío y mojado, y empezó a tiritar.
L
evantó la cabeza y vio una zapatilla azul; luego fue subiendo la mirada por la pierna del hombre preguntándose cómo no se había caído. Parecía todo tan tonto… Como si se hubiera quedado dormido mientras observaba el motor. Era extraño que no pasara nada. Nadie había acudido corriendo, no se oía ninguna sirena. Estaban los dos solos, completamente solos en la oscuridad.
Nadie los había visto. Nadie sabía dónde estaban, tal vez ni siquiera que estaban juntos.
Eva se levantó con gran esfuerzo, tambaleándose ligeramente, y notando lo mojada y pegajosa que estaba. El coche distaba del agua unos diez o doce metros, y el hombre no era muy grande, pesaría alrededor de setenta kilos. Ella pesaba sesenta, tal vez pudiera hacerlo. Si el río se lo llevaba a la deriva, pasaría algún tiempo antes de que lo encontraran; flotaría en dirección a la ciudad; y si movía también el coche, no encontrarían el lugar donde había sido asesinado y donde ella, sin duda, había dejado huellas. Aguzó el oído, asombrada de la lucidez y coherencia de sus pensamientos, y se acercó al coche. Levantó el capó cuidadosamente y volvió a poner la varilla. El hombre seguía colgado. No quedaba otro remedio que tocarlo, tocar la cazadora resbaladiza, que tenía grandes manchas de sangre. Cerró automáticamente las fosas nasales ante el olor, lo cogió por los hombros y le dio un empujón. El hombre cayó hacia atrás como un saco sobre sus pies, y ella se apresuró a retirarlos. Estaba tumbado boca arriba. Se inclinó sobre él y se le ocurrió sacarle la cartera del bolsillo, pensando que así tardarían más tiempo en averiguar quién era. Pero eso era ridículo. Lo agarró por debajo de los hombros, se volvió a mirar el río y empezó a arrastrarlo hasta allí. Era más pesado de lo que pensaba, pero la hierba estaba húmeda y él se deslizaba fácilmente con las piernas muy separadas. Eva lo arrastraba dos veces y descansaba, otras dos veces y volvía a descansar; y lentamente se iba acercando al río. Después de un rato se paró y miro la pálida calva antes de seguir. Por fin el hombre tenía la cabeza en el agua. Eva lo soltó. Había muy poca profundidad. Dio un par de pasos. Estuvo a punto de resbalar en las piedras, pero aún le cubría muy poco. Finalmente el agua helada rebasó sus botas y se metió en ellas. No obstante dio algunos pasos más, y se detuvo cuando el agua le llegaba a las rodillas. Volvió a la orilla, lo agarró de nuevo y empezó a arrastrarlo hasta la corriente. El hombre flotaba ya y era mucho más fácil moverlo. Continuó internándose en el agua hasta que sintió la corriente peligrosamente sobre los muslos. Entonces le dio la vuelta para que quedara boca abajo. El hombre chapoteó y se balanceó un par de veces, luego comenzó a moverse con la corriente. Su calva era una mancha clara en el agua oscura. Eva seguía dentro del río como petrificada, viéndolo alejarse. El agua le llegaba casi hasta las caderas. De repente ocurrió algo muy extraño: uno de los pies del hombre se levantó y su cabeza desapareció bajo el agua. Parecía estar buceando. Se oyó un suave murmullo en medio del constante rumor y el hombre desapareció. Eva siguió mirando, esperando que emergiera de nuevo, pero el río seguía fluyendo y desaparecía en la oscuridad. Salió del agua y se giró por última vez. Volvió al coche y bajó el capó con mucho cuidado. Cogió la linterna y la cartera, y abrió el maletero. Estaba ordenado y limpio. Descubrió un mono verde de nailon y se lo enfundó. Seguía con los guantes puestos, no se los había quitado en todo el tiempo. Se sentó por fin en el asiento del conductor. Volvió a salir del coche de un salto y comenzó a buscar en la hierba. Encontró la funda del cuchillo justo delante del coche y se la metió en el bolsillo. Pasaba un par de coches por la carretera y esperó para encender las luces. Cuando ya no se veía ninguno, puso el Manta en marcha y condujo lentamente por la pequeña arboleda. Subió la calefacción a tope y se internó en la carretera. Sus pies eran como dos bolas de carne muerta. Tal vez lo encontraran en cuanto se hiciera de día. O quizá, pensó, se había enganchado en alguna cosa y no salía a la superficie. Eso le había parecido: que la ropa o tal vez uno de los brazos se había enganchado en algo que había en el fondo, como un árbol que hubiera caído al río o algún otro objeto, y tal vez se quedara balaceándose con la corriente hasta que su esqueleto fuera consumido por el agua y los peces. Es un coche agradable de conducir, pensó. Mantenía una velocidad constante, mientras se dirigía a la ciudad. Cada vez que se cruzaba con algún vehículo contenía la respiración, como si los demás conductores pudieran ver a través del cristal lo que había sucedido. Después de pasar el puente, se metió en la autovía en dirección hacia Hovland y el vertedero. Allí dejaría el coche. Lo encontrarían enseguida, tal vez incluso al día siguiente; nada podía esconderse eternamente. Y luego perderían el tiempo rastreando en el vertedero. Y tal vez él fuera a la deriva hasta muy lejos, quizá hasta el mar, y apareciera en la orilla de otro lugar, de otra ciudad, y entonces buscarían otra vez en el sitio equivocado y el tiempo pasaría, posándose como un polvo gris sobre todas las cosas.