El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (19 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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En abril de 1783, el general Knox, el más íntimo amigo de Washington, esbozó un plan para formar una «Sociedad de los Cincinatos», a la que podían pertenecer los oficiales retirados del Ejército Continental. Dos mil ex oficiales se incorporaron a ella y se crearon secciones en todos los Estados. Naturalmente, Washington fue su primer presidente. La sociedad tuvo considerable prestigio en aquellos tempranos años, y en 1790 un puesto militar a orillas del río Ohio fue rebautizado en su honor; desde entonces, ha sido la ciudad de Cincinnati (Ohio).

Pero la Sociedad de los Cincinatos estableció la pertenencia hereditaria a ella, lo cual desencadenó una tempestad de controversias, pues muchos temían que se convirtiese en una aristocracia americana y que hasta apoyaría una monarquía americana. Para oponerse a ella, se crearon varias sociedades democráticas, y una de éstas, que fue conocida como Tammany Hall, fue un poder político en la ciudad de Nueva York durante un siglo y medio.

Por la época en que terminó la guerra, los Estados Unidos eran una nación, en el sentido, por ejemplo, de que había una ciudadanía nacional. Una persona que viviese dentro de sus límites era un americano, y no un virginiano o un carolino o una persona de Massachusetts (aunque pudiese considerarse tal cosa también). Podía viajar libremente de un Estado a otro y no se lo consideraba un extranjero en ninguno de ellos. Asimismo, los Estados Unidos estaban representados por agentes diplomáticos únicos, que hablaban en nombre de todos los Estados.

Sin embargo, el espíritu nacional era muy endeble. El poder económico dentro de la nación pertenecía casi enteramente a los Estados, y lo mismo el poder político. Afortunadamente, en el fuego de la revolución, los Estados habían terminado adoptando posiciones muy similares en muchos aspectos. No había diferencias irreconciliables… todavía.

Cada uno de los trece Estados tenía una constitución escrita, que definía el papel y el poder de cada rama del gobierno. Esto era diferente de la situación de Gran Bretaña, que no tenía ninguna constitución escrita. A los radicales americanos les había sido difícil defender la doctrina de los derechos naturales sin una constitución escrita a la cual apelar, y estaban decididos a no volver a tal situación. Además, los Estados, en los días en que eran colonias, poseían cartas que tenían la fuerza de las constituciones, de modo que estaban habituados a la idea de una guía escrita sobre las reglas básicas de gobierno. (De hecho, Connecticut y Rhode Island siguieron usando sus cartas coloniales como constituciones estatales, simplemente eliminando toda referencia al rey.)

La mayoría de las constituciones mostraban los efectos de la desconfianza americana hacia un poder ejecutivo fuerte, nacida de la lucha contra el rey y sus gobernadores de poderes estrictamente limitados. (La legislatura nacional, el Congreso, no tenía ningún poder ejecutivo.) Sólo en Massachusetts y en Nueva York había gobernadores elegidos por el voto popular.

Para impedir que la legislatura se hiciese demasiado fuerte, había elecciones frecuentes, por lo común anuales, y a veces hasta semestrales. En general, había dos cámaras en las legislaturas, por influencia de Gran Bretaña, donde había una Cámara de los Lores y una Cámara de los Comunes.

La preocupación de los americanos por sus «derechos» en la década anterior a la Revolución, llevó a poner esos derechos específicamente por escrito, de acuerdo con el precedente establecido por George Mason en Virginia; de modo que estas constituciones generalmente contenían una «Ley de Derechos».

Uno de los principales derechos así garantizados era la libertad religiosa. En un Estado tras otro, el apoyo del gobierno a una religión particular «establecida» llegó a su fin. La Iglesia anglicana, que había sido la religión oficial en todos los Estados meridionales, perdió ese carácter y se convirtió en la Iglesia episcopaliana. Al final de la guerra, sólo Massachusetts y Connecticut tenían una iglesia oficial (la congregacionalista); Massachusetts, el último Estado que se resistió, no le quitó tal carácter hasta 1833.

Una seguridad adicional para las libertades de las personas fue el hecho de que las constituciones estatales habitualmente contenían disposiciones para su propia enmienda, de modo que si condiciones diferentes u opiniones diferentes hacían represiva o irrelevante la constitución tal como había sido escrita, podía ser adaptada apropiadamente mediante alguna forma de votación.

La nueva nación no sólo eliminó la monarquía; también avanzó hacia la democracia eliminando la aristocracia por título o por posesión de tierras. Las tradiciones británicas sobre el «vínculo» y la «primogenitura», por las cuales las propiedades territoriales no podían ser vendidas y debían ser heredadas en su totalidad por el hijo mayor, fueron abolidas. Esto desalentó la formación de grandes patrimonios, y la riqueza y el poder heredados concomitantes.

Más aún, había mucha tierra disponible, de modo que ni para un hombre pobre era difícil obtener una granja. Los patrimonios de los «leales» fueron confiscados, lo mismo que las propiedades de la Corona. También había disponible tierra barata. Los Estados que habían convenido en renunciar a sus pretensiones occidentales durante la Guerra Revolucionaria ahora, uno tras otro, cedieron sus posesiones en el oeste al gobierno nacional. (El último Estado que lo hizo fue Georgia, en 1802.) Algunos especuladores con tierras hicieron grandes fortunas, pero los Estados Unidos, en conjunto, se convirtieron en una nación de pequeños granjeros propietarios de su tierra.

La tendencia general hacia la «libertad» se manifestó de muchas maneras. Los códigos penales se suavizaron. Los castigos se hicieron, en general, menos severos y los encarcelados fueron tratados más humanitariamente.

También floreció el movimiento contra la esclavitud. Cuatro días antes de la batalla de Lexington, se fundó en Pensilvania la primera sociedad abolicionista, dedicada a poner fin a la esclavitud. En los Estados septentrionales, el sentimiento contrario a la esclavitud ganó terreno en todas partes. Al final de la Guerra Revolucionaria, estaba claro que, en los Estados situados al norte de Maryland, la institución de la esclavidad estaba desapareciendo. El límite esteoeste entre Pensilvania y Maryland había sido determinado, entre 1763 y 1767, por dos matemáticos ingleses, Peremiah Mason y Charles Dixon, de modo que fue esta «línea Mason-Dixon» la que estaba destinada a ser el límite entre los Estados en los cuales la esclavitud seguiría existiendo y aquellos en los que tendría fin. Sin embargo, el carácter mortal de esta división no se hizo evidente durante una generación más.

Casi el único rasgo antidemocrático de las constituciones estatales era que había requisitos de propiedad para participar en el gobierno. Solamente los hombres cuyas propiedades superasen determinado valor podían ocupar cargos oficiales. (En Carolina del Sur, el gobernador tenía que poseer un patrimonio de al menos diez mil libras.) También había requisitos de propiedad para votar, aunque eran generalmente menores que antes de la guerra.

El resultado de esto era que el control de los gobiernos de los Estados estaba en manos de los acomodados, los grandes terratenientes o los hombres de negocios prósperos.

Era seguro que esto traería problemas. Al terminar la guerra, cuando desapareció toda la excitación de la victoria, se produjo una depresión. El comercio se estancó, en parte porque las naciones europeas, habiendo contribuido a la independencia americana para debilitar a Gran Bretaña, no estaban en absoluto interesadas en seguir fortaleciendo a Estados Unidos. Gran Bretaña, con la que los Estados Unidos llevaban la mayor parte del comercio, fue suficientemente vengativa como para tomarse la molestia de arruinar ese comercio.

El Congreso no tenía ninguna autoridad para regular el comercio, de modo que los trece Estados tomaban sus propias medidas, dando origen a la anarquía. Las potencias extranjeras consideraban inútil tratar de hacer acuerdos comerciales con el Congreso. Gran Bretaña decía burlonamente que habría tenido que firmar trece tratados distintos con los «Estados Desunidos».

Quienes más sufrieron la depresión fueron los granjeros. Estaban agobiados por las deudas y tuvieron que entregar su tierra y su ganado en pago por esas deudas a los hombres de negocios. Puesto que la legislatura estaba bajo el dominio de los pudientes, que eran acreedores, era inútil que los granjeros pidiesen ayuda al Estado.

La situación era peor en Massachusetts, donde los sectores comerciales exigían el pago de las deudas en metálico y se negaban a admitir papel moneda para tal fin.

Rechazado el papel moneda, con elevados impuestos (proporcionalmente mayores para lo pobres) y con un numero cada vez mayor de granjeros expulsados de sus tierras, primero hubo quejas, luego reuniones y por último disturbios. La acción más amenazadora se produjo cuando, en agosto de 1786, un granjero en la miseria, Daniel Shays (nacido en Hopkinton, Massachusetts, en 1747), que había luchado en Bunker Hill y en Saratoga, asumió el mando de un grupo.

Los granjeros de Shays impidieron la reunión del tribunal de Springfield y, en general, hicieron mucho ruido pero poco daño real. Pero los comerciantes de la parte oriental del Estado estaban muy alarmados y sus ideas acerca de la rebelión sufrieron un repentino cambio. Se reclutó un ejército bajo el mando del general Lincoln, que no tuvo ningún problema para aplastar a los mal organizados rebeldes. En febrero de 1787, la «Rebelión de Shays» había terminado.

Afortunadamente, no hubo ningún baño de sangre. Los líderes salieron del Estado (Shays vivió en el Estado de Nueva York por treinta y ocho años más después de la rebelión) y el gobierno estatal de Massachusetts tuvo el tino de tomar medidas para aliviar la situación de los granjeros tanto con respecto a los impuestos como a las deudas. Además, en general, los negocios empezaron a mejorar.

La Confederación se esfuma

En los años inmediatamente posteriores a la Guerra Revolucionaria, se hizo cada vez más claro para muchos que gran parte de la confusión reinante en el país (y había inquietud en casi todos los Estados y motines en varios, no sólo en Massachusetts) provenía del carácter de la unión establecida por los Artículos de la Confederación.

Estaba formada por trece gobiernos con poder y un gobierno central sin poder. El Congreso no podía regular el comercio, de manera que los Estados individuales ponían barreras arancelarias que obstruían el comercio interno y elevaban innecesariamente los precios en todas partes. No había ninguna política exterior coherente que se pudiera adoptar, ninguna política unificada en lo concerniente a los indios. No había ningún modo de que el Congreso pudiese emprender la acción para impedir la rebelión dentro de un Estado o hacerle frente una vez iniciada.

Parecía claro que, mediante los Artículos de la Confederación, los Estados Unidos no podían abrigar la esperanza de ganar respeto en el exterior o seguridad y prosperidad en el interior. Lo que se necesitaba era invertir la situación: crear un gobierno central con suficiente poder para permitir a la nación actuar como una unidad, un gobierno central con poder para crear impuestos, establecer regulaciones e imponer sus decisiones. En tales condiciones, los Estados quedarían con los poderes que el gobierno central no necesitase. Una situación en la que regiones menores se unen a una región mayor que posee la mayor parte del poder recibe el nombre de «federalismo». Lo que se necesitaba no era una unión, sino una «unión federal».

Al menos eso fue lo que empezó a creer cada vez más gente. El argumento más fuerte contra tal unión federal era que el gobierno central se volvería opresivo. Un Estado cuyos intereses no concordasen con los de la mayoría podía verse obligado, contra su voluntad, a entrar en vereda. En todos los Estados había personas que temían tal posibilidad.

Esos temores de una represión futura tenían que hacer frente al hecho del caos presente. ¿Qué había de hacerse, por ejemplo, con el río Potomac y la bahía de Chesapeake, cuyas aguas eran compartidas por Virginia y Maryland? ¿Debían el río y la bahía ser por siempre objeto de una pugna entre los dos Estados?

Esto era un motivo de preocupación para James Madison de Virginia (nacido en Port Conway, Virginia, el 16 de marzo de 1751). Había sido miembro de la convención que había redactado la constitución de Virginia y su declaración de derechos. Había sido particularmente activo en el establecimiento de la libertad religiosa en el Estado. Fue miembro del Congreso en los últimos años de la guerra y le inquietaba particularmente su falta de poder, por lo que intentó (sin éxito) aumentarlo. Después de la guerra formó parte de la legislatura de Virginia, pero no cesó de abogar por un gobierno central más fuerte.

En 1785, propuso que Virginia y Maryland abordasen el problema del río Potomac. Maryland sugirió que quizá debía invitarse también a Pensilvania y Delaware, y de inmediato Madison aceptó la propuesta y la amplió. ¿Por que no extender la invitación a todos los Estados y discutir los asuntos comerciales de la nación?

Madison logró interesar a Washington en la cuestión, y el prestigio de Washington era enorme. La legislatura de Virginia lanzó un llamado, el 21 de enero de 1786, para efectuar tal convención.

El llamado fue un fracaso, pues cuando la convención se reunió en Annapolis, Maryland, el 11 de septiembre de 1786, sólo estaban presentes doce delegados. Estos eran de cinco Estados: Virginia, Nueva Jersey, Delaware, Pensilvania y Nueva York. Maryland, en cuyo territorio se reunió la «Convención de Annapolis» no se molestó en elegir delegados; tampoco lo hicieron Connecticut, Carolina del Sur y Georgia. Los Estados restantes eligieron delegados, pero éstos no llegaron.

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