El Mar De Fuego (60 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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Alfred apartó la vista.

—¿Qué hacen los lázaros? —Haplo estaba agachado en cubierta con las manos en la piedra de gobierno de la nave. Los signos mágicos tatuados en su piel empezaron a iluminarse pero sólo consiguieron despedir un levísimo fulgor azulado, apenas distinguible. El patryn tragó saliva, apartó las manos, flexionó los dedos y cerró los ojos.

—No lo sé —contestó Alfred con desaliento—. ¿Importa mucho?

—¡Sí, claro que importa! Tal vez sean capaces de desbaratar mi magia. Todavía no hemos salido de ésta, sartán, de modo que deja de gimotear y cuéntame qué sucede ahí fuera.

Alfred, con un nudo en la garganta, se asomó de nuevo a la portilla.

—Los lázaros están... tramando algo. Al menos, ésa es la impresión que da. Están reunidos en torno a Kleitus, todos... excepto Jera. La duquesa... —no terminó la frase.

—Seguro que se trata de eso —murmuró Haplo—. Se disponen a intentar romper las runas de protección de la nave.

—Jonathan estaba tan seguro... —Alfred continuó mirando por la abertura—. Tenía tanta fe...

—¡Fe en un truco que tú preparaste, sartán!

—Sé que no me creerás, Haplo, pero lo que te sucedió a ti en la cámara fue lo mismo que yo experimenté. Y también le sucedió a Jonathan. —Alfred sacudió la cabeza y añadió en voz baja—: No logro entender qué fue, ni estoy seguro de querer entenderlo. Si no somos dioses..., si existe algún poder superior...

La nave se movió bajo sus pies y Alfred estuvo a punto de perder el equilibrio. Volvió la vista hacia Haplo. El patryn tenía las manos sobre la piedra de gobierno. Los signos mágicos de la nave despidieron un fulgor azul intenso y luminoso. Las velas flamearon y los cabos se tensaron. La nave dragón extendió las alas, dispuesta a volar. En el muelle, los muertos se pusieron a gritar y a batir con estrépito sus armas. Los lázaros levantaron sus rostros horripilantes y avanzaron como un solo hombre hacia la nave.

—¡Espera! ¡Detente! —exclamó Alfred, apretando la mejilla contra el cristal de la portilla—. ¿No podemos aguardar un momento más?

—Si quieres, puedes volverte atrás, sartán —respondió Haplo con un gesto de indiferencia—. Has cumplido con tu papel y ya no te necesito. ¡Vamos, lárgate!

La nave empezó a moverse. Las energías mágicas de Haplo fluyeron a través de él y la luz azulada aumentó de intensidad y se derramó de entre sus dedos hasta envolverlo en un halo brillante.

—¡Si vas a marcharte, hazlo ya! —gritó.

«Debería hacerlo», pensó Alfred. Jonathan había tenido suficiente fe, había estado dispuesto a morir por lo que creía, y él también debería haber estado dispuesto a hacer lo mismo.

El sartán se apartó de la portilla y se encaminó hacia la escalera que conducía desde el puente a la cubierta superior. En el exterior de la nave se oían las voces gélidas de los muertos, sus gritos de rabia, encolerizados de ver escapar a su presa. Escuchó a Kleitus y a los lázaros elevar sus voces en un cántico. A juzgar por la expresión tensa que apareció de pronto en el rostro de Haplo, el dinasta y los suyos estaban intentando desmoronar la frágil estructura rúnica de protección del
Ala de Dragón.

La nave dragón se detuvo con una sacudida. Estaba atrapada, retenida como una mosca en la telaraña de la magia del lázaro. Haplo cerró los ojos y concentró sus poderes mentales, con un esfuerzo claramente visible en la rigidez con que sus manos apretaban la piedra de gobierno. Sus dedos, rojos de la luz que surgía de debajo de ellos, parecían hechos de llamas.

La nave dragón dio un bandazo y se hundió unos palmos.

—Tal vez la decisión no dependa de mí, finalmente —murmuró Alfred, casi aliviado, y volvió a la portilla.

Haplo soltó una exclamación, apretó los dientes y continuó asido a la piedra. La nave se elevó ligeramente.

De improviso, a Alfred le vino a la cabeza una inspiración. Él podía potenciar las débiles energías del patryn y contribuir así a liberar la nave de la telaraña letal antes de que la araña los alcanzara.

Así pues, lejos de exonerarlo de responsabilidades, la decisión de qué hacer se le planteaba con más crudeza que nunca.

El lázaro de quien había sido Jonathan se mantuvo aparte de los demás lázaros, y la mirada de aquel espíritu no del todo separado del cuerpo se volvió hacia la nave y atravesó las runas, la madera, el cristal, la carne y los huesos de Alfred hasta alcanzar su corazón.

—Lo siento —dijo Alfred a aquellos ojos—. No tengo la fe necesaria. No comprendo...

Se apartó de la portilla de observación y, acercándose a Haplo, colocó las manos en los hombros del patryn e inició un cántico.

El círculo quedó cerrado. La nave dragón se estremeció, quedó libre de la trampa mágica, elevó las alas y remontó el vuelo, dejando atrás el mar hirviente, el ejército de los muertos y el grupo de vivos fugitivos de aquel mundo de piedra de Abarrach.

La nave flotó ante la Puerta de la Muerte.

Haplo yacía en un camastro sobre la cubierta, cerca de la piedra de gobierno. Había perdido el sentido instantes después de que se liberaran. Al borde de la inconsciencia, había luchado por mantenerse despierto y conducir la nave a lugar seguro. Alfred se había dedicado a mirarlo con nerviosismo hasta que Haplo, irritado, le había ordenado que saliera del compartimiento y lo dejara en paz.

—Sólo necesito dormir. Cuando lleguemos al Nexo, estaré recuperado por completo. Y tú, sartán, será mejor que te busques un sitio para acomodarte o acabarás rompiéndote el cuello mientras cruzamos la Puerta de la Muerte. ¡Y esta vez, cuando la atravesemos, mantén tu mente apartada de la mía!

Alfred no se movió de junto a la portilla; se quedó mirando al exterior mientras su mente volvía a Abarrach, torturada por los remordimientos.

—No fue mi intención hurgar en tu pasado. No poseo tal control...

—Siéntate y calla.

Alfred suspiró, se sentó —o, mejor, se derrumbó— en un rincón y allí se quedó acurrucado, abatido, con las rodillas huesudas a la altura del mentón.

El perro se enroscó al lado de Haplo y apoyó la cabeza en el pecho de éste. El patryn, cómodamente instalado en la cubierta, acarició las orejas del perro y el animal cerró los ojos, meneando el rabo con satisfacción.

—¿Estás despierto, sartán?

Alfred guardó silencio.

—Alfred... —se corrigió Haplo de mala gana.

—Sí, estoy despierto.

—Ya sabes qué será de ti en el Nexo... —Haplo no lo miró mientras hablaba, sino que mantuvo la vista fija en el perro—. Ya sabes lo que te hará mi Señor.

—Sí —respondió Alfred.

Haplo titubeó unos instantes, bien para escoger sus siguientes palabras o bien para decidir si las pronunciaba o no. Cuando tomó al fin una decisión, su voz sonó áspera y cortante, como si acabara de romper alguna barrera interior.

—Por tanto, si estuviera en tu lugar, procuraría no estar por aquí cuando despierte —dijo Haplo al tiempo que cerraba los ojos. Alfred lo miró con perplejidad y, por fin, sonrió suavemente.

—Ya entiendo. Gracias, Haplo.

El patryn no respondió. Su respiración fatigosa se hizo más relajada y regular. Las arrugas de dolor desaparecieron de su rostro y el perro, con un suspiro, se acurrucó más cerca de él.

La Puerta de la Muerte se abrió y los atrajo lentamente a su seno.

Alfred se apoyó contra los mamparos. Notó que se le escapaba la conciencia y creyó escuchar la voz soñolienta de Haplo, aunque bien podría haber sido un sueño.

—No he llegado a saber qué decía la profecía. Supongo que no importa. No habrá quedado nadie ahí abajo para darle cumplimiento y, en cualquier caso, ¿quién cree en esas tonterías? Como tú has dicho, sartán, si uno cree en una profecía, tiene que creer en un poder superior.

«¿Quién cree en ello?», se preguntó Alfred.

CAPÍTULO 47

PUERTO SEGURO, ABARRACH

Los lázaros, frustrados por la huida de la nave dragón, volvieron su cólera contra los vivos que aún quedaban en Abarrach. Kleitus condujo los ejércitos de los muertos contra el reducido grupo de refugiados de Kairn Telest.

Los vivos iban conducidos por Baltazar, que había conseguido escapar con vida de los muelles de Puerto Seguro. Protegido por el príncipe Edmund, el nigromante volvió rápidamente junto a su pueblo, refugiado en las cavernas de Salfag, donde anunció la terrible noticia de que su propio ejército de muertos se había vuelto contra ellos.

El pueblo de Kairn Telest huyó ante la llegada de los muertos, y escapó a las llanuras de aquella tierra también agonizante. Sin embargo, era una huida sin esperanza, pues entre ellos había muchos niños y numerosos enfermos que no podrían seguir la marcha agotadora. Sus días de sufrimiento y penalidades fueron piadosamente breves. Los muertos no tardaron en pisarles los talones y, muy pronto, los últimos sartán con vida de Abarrach quedaron acorralados y no tuvieron más remedio que volverse y combatir.

Durante toda esta persecución, yo avancé entre los lázaros, como uno más de ellos, pues sabía que aún no había llegado mi momento. El príncipe Edmund permaneció a mi lado y, aunque advertí la profunda pena que sentía por su pueblo, supe que él también esperaba su hora. El pueblo de Kairn Telest escogió como campo de batalla una llanura no lejos del Pilar de Zembar. Después de hacer algunos planes para intentar proteger a los niños y a los enfermos, Baltazar y los suyos llegaron a la conclusión de que no importaba lo que hicieran, pues contra el ejército de cadáveres sólo podía haber un resultado. Así pues, hombre y mujeres, jóvenes y viejos, tomaron las armas que pudieron y se aprestaron a luchar. Formaron en un único frente, las familias juntas, los amigos codo con codo. Los más afortunados serían los que murieran primero y más deprisa.

Los cadáveres formaron en incontables filas frente a los vivos. El ejército era inmenso y superaba al de sus víctimas en proporción de casi mil a uno. Kleitus y los lázaros lo encabezaban y el dinasta exhortó a los muertos a llevar ante él los cuerpos de los nigromantes de Kairn Telest para su inmediata resurrección.

Yo estaba al corriente de los planes de Kleitus pues había asistido a las reuniones de su consejo con el resto de los lázaros. Una vez destruido el pueblo de Kairn Telest, se proponía penetrar en la Puerta de la Muerte y pasar por ella a otros mundos. El objetivo último del dinasta era gobernar un universo de muertos.

Las trompetas de los cadáveres emitieron unas notas agudas y metálicas que resonaron por la caverna. El ejército de cadáveres se dispuso a avanzar. Los vivos bajo el mando de Baltazar cerraron filas y aguardaron en silencio su destino.

El príncipe Edmund y yo permanecimos juntos en las primeras filas de combatientes. Su fantasma se volvió a mirarme y supe que se le había concedido el conocimiento que había estado esperando.

—Dime adiós, hermano.

—Buen viaje, hermano, en tu larga travesía —le respondí—. Que por fin conozcas la paz.

—Lo mismo te deseo.

—Cuando mi trabajo esté terminado —contesté.

Continuamos caminando juntos, codo con codo, y ocupamos nuestro lugar en primera línea de combate. Kleitus nos miró con cautela y suspicacia. Se disponía a decirnos algo, pero los muertos se pusieron a dar vítores pensando que Edmund había decidido conducir en persona la batalla contra su propio pueblo. Poco pudo hacer Kleitus contra nosotros. Mi fuerza y mi poder habían aumentado durante aquellos últimos días, iluminándome como ese sol que nunca había visto salvo en las visiones de aquel sartán de otro mundo, el que se hacía llamar Alfred. Y supe de dónde procedían. Y supe también el sacrificio que tendría que hacer para utilizar aquel poder y aquella fuerza.

Estaba dispuesto a hacerlo.

El príncipe Edmund levantó la mano y reclamó silencio. Los muertos obedecieron; los cadáveres cesaron en sus gritos huecos y los fantasmas acallaron sus incesantes lamentos.

—¡En este ciclo —gritó el príncipe Edmund— la muerte caerá sobre Abarrach!

Los muertos elevaron sus voces en un potente griterío. Las facciones perpetuamente cambiantes de Kleitus se nublaron.

—No me habéis entendido —proclamó el príncipe—. La muerte no caerá sobre los vivos, sino sobre nosotros, los muertos. Dejad a un lado el miedo, como hago yo. Confiad en éste. —En este punto, Edmund se arrodilló ante mí y alzó los ojos hacia mi rostro—. Pues es de él de quien habla la profecía.

—¿Estás preparado? —pregunté entonces.

—Sí —respondió él con firmeza.

Empecé a recitar el cántico, las palabras que había oído por primera vez en boca del sartán, Alfred, bendito sea El que lo envió a nosotros.

El cuerpo del príncipe Edmund se puso rígido y dio una brusca sacudida como si notara de nuevo la lanza clavada en el pecho. Su rostro se contorsionó de dolor físico y de certidumbre mental de estar muriendo, en una mueca que reflejaba esa lucha breve y enconada que libra la vida mientras abandona el cuerpo y el mundo.

Mi corazón se llenó de pena, pero continué el cántico. El cuerpo se derrumbó a mis pies.

Kleitus, al comprender qué estaba pasando, intentó detenerme. Él y los demás lázaros me rodearon enfurecidos, pero para mí no eran nada más que el viento cálido que soplaba del mar de Fuego.

Los muertos no dijeron nada. Se limitaron a mirar.

Los vivos emitieron un murmullo y se tomaron de las manos, sin saber si les ofrecíamos esperanza o íbamos a ahondar su desesperación.

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