Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
A ambos les agradó el té moruno, aunque fue Alex quien se mostró sorprendida por su sabor y color. Acostumbrada al británico, más oscuro y de mayor intensidad en el paladar, la inglesa disfrutó probando esta infusión con menta, hierbabuena era su nombre correcto según dijo el médico, una planta que proporcionaba al té moruno su aroma tan característico. También era más dulzón que aquel que en otros tiempos tomaba con su padre. Pero era té, lo que trajo a su memoria aquellos momentos, lejanos ya e imposibles de repetir.
En ese instante dirigió una mirada de odio a la mezquita. Aquel que mató a su padre podía estar ahora paseándose por el interior del edificio, creyéndose impune por los crímenes cometidos. A medida que en su mente se formaba ese pensamiento, sus manos se crispaban en un rictus agresivo apretando con fuerza el vaso de cristal.
—Todo está a punto de acabar —aseguró el médico, al percibir el gesto de la mujer—. Mi esposa volverá conmigo, estoy seguro. Y tú podrás enterrar a tus difuntos.
—¿Estás seguro? En la vida real las cosas no son tan fáciles. —Al hablar el labio inferior le temblaba ostentosamente, tal vez por miedo, rabia o dolor—. Aquí no ganan siempre los buenos, doctor.
El médico bajó la cabeza.
—¿Y quiénes son los buenos, Alex? ¿Nosotros? ¿Ellos? ¿Los otros? Tú misma lo acabas de decir, en esta realidad en la que vivimos nadie sabe lo que está mal ni lo que está bien. Todos jugamos a conseguir nuestros propios intereses y basta.
Los dos guardaron silencio. Al poco, el doctor volvió a hablar, esta vez mirando hacia la mezquita.
—En un rato puede que la persona que más quiero en este mundo haya muerto...
Alex lo intentó corregir y el médico se lo impidió.
—No, Alex. Silvia y yo trabajamos mucho antes y después de casarnos, nuestras profesiones nos aislaron de la sociedad. Luego nació David y pareció que todo iría a mejor, pero fue creciendo y cambiando. Yo no supe entenderle, ahora lo comprendo. Le alejé de mí e hice lo mismo con Silvia. Mi orgullo impidió que lo viera claro. Le perdí a él, no sé si vive y no quiere saber nada de nosotros o si ha muerto, y ahora puedo perder a Silvia. —Calló unos segundos y poco después su voz se volvió a oír, aunque muy bajita, casi como si estuviera hablando para sí mismo—. He pasado toda mi vida a su lado... No podría continuar sin ella...
Eran las 10:48 horas. Faltaban doce minutos para el intercambio.
En Nueva York aún no eran las cuatro y media de la madrugada. Azîm el Harrak se sentía ansioso, necesitaba conocer cómo se desarrollaban los preparativos para el operativo. Se levantó cansado, las últimas horas habían sido muy largas para él. Se acercó a la cocina y pulsó el timbre del servicio. En un minuto, cuatro personas corrían con pijama y batín a preparar el desayuno, navegar en Internet para conocer las últimas noticias que pudieran interesar al jefe de Al Qaeda y organizar el despacho.
El terrorista se sentó ante su mesa con un té y unas galletas saladas. Siempre tomaba lo mismo para desayunar desde sus años de estudio en Inglaterra. Echó un vistazo al informe que le pasaban de las noticias en la red. No había nada destacable, por lo menos nada que pudiera hacerle sospechar que las distintas agencias del mundo se habían puesto manos a la obra para atacar sus bases. De momento continuaban a salvo sus entidades financieras, sus casinos, sus hipódromos y sus prostíbulos. Tampoco se habían producido novedades en las mezquitas que controlaba en Oriente Medio, Europa y Norteamérica. Sí le llamó la atención unos manifestantes en Sudamérica. Habían interrumpido los rezos en una de sus mezquitas de Bogotá. Un par de miles de personas protestaban por los continuos ataques dialécticos del imán a su comunidad. Más tarde pondría la atención sobre esa cuestión.
Pulsó una tecla de su escritorio y surgió una pantalla de grandes dimensiones. En ella aparecía un mapa de Ceuta, un plano de
Sidi Embarek
y las fotografías de sus dos hombres junto a un informe de cada uno de ellos. Apretó otro botón y en el cuadrante izquierdo se iluminaron dos puntos verdes sobre el plano de la mezquita. Eran los dos terroristas. Tecleó por tercera vez y habló.
—Nasiff, ¿cómo marcha la operación?
—Bien, señor. Alá nos recompensa por nuestra dedicación. El padre del ayudante del imán ha caído enfermo esta mañana, y éste no ha podido venir a la mezquita. Nos hemos ahorrado una muerte.
—Bien, bien —Azîm el Harrak era un hombre cruel aunque cuando se trataba de matar a hermanos en la fe prefería ser escrupuloso—. ¿Y la mujer?
—Está a buen recaudo, en la furgoneta.
—¿Y el
infiel?
—Aún no ha llegado, mi señor. Y ya empieza a ser tarde.
—No hay cuidado, cumplirá. Está demasiado enfangado en todo esto. Tú continúa con los preparativos.
—De acuerdo. Le avisaré en cuanto acabe. Sólo una cosa señor.
—¿Algún problema?
—No, una curiosidad. ¿Por qué esta mezquita? Es arriesgado, podríamos encontrarnos en una ratonera.
—Es la mezquita más importante de Ceuta. Recuerda, Nassif, los símbolos...
Eran las 10:55 horas. Faltaban cinco minutos para el intercambio.
A las once en punto el médico y Alex se situaron delante de la puerta principal de la mezquita. Él llevaba colgada del cuello la bolsa de cuero.
A unos metros, Álvarez en su coche y Sawford y Eagan en la furgoneta que les proporcionaron en Gibraltar, descubrieron al doctor y a Anderson a la entrada de la mezquita. Salieron rápidamente de sus vehículos y se dirigieron hacia allí. Sin embargo, incluso antes de cruzar la carretera que les separaba del edificio, vieron impotentes cómo la puerta se abría, los dos accedían al interior y la puerta se volvía a cerrar.
A través de sus comunicadores personales, el director del MI6 informó de la situación a los siete agentes, cinco británicos y dos españoles, y les conminó a rodear el recinto religioso. Entretanto ellos buscarían la forma de acceder al interior sin ser descubiertos.
Al otro lado del umbral de la mezquita, el médico y la inglesa permanecían callados y cogidos del brazo. Allí no había nadie. La puerta se había abierto con algún automatismo y se había vuelto a cerrar de la misma manera. El doctor presionaba contra su pecho la bolsa de cuero. Alex se apretó contra el médico.
Se hallaban en una sala muy amplia, más larga que ancha, sin ningún tipo de mobiliario. El suelo estaba cubierto por una alfombra verde con dibujos de arcos de herradura en rojo. La mitad superior de las paredes era blanca y por doquier se podían ver miles de pequeños relieves de dibujos geométricos y motivos de la naturaleza. La inglesa no pudo evitar acariciar algunos bajorrelieves con la palma de su mano derecha. La parte inferior había sido forrada de suntuosa madera en tres de sus paredes y de azulejos en la cuarta. El médico contemplaba la habitación embelesado.
—Es el muro de la
quibla,
el que indica la dirección hacia la que los musulmanes debemos dirigir nuestra oración..., nuestra ciudad santa, La Meca.
Un hombre de tez aceitunada se detuvo a unos metros de ellos.
—Y ese ábside con forma de arco de herradura es la
mihrab.
El médico se había vuelto hacia el desconocido. Pensaba en Silvia. ¿Dónde la tendrían? El hombre señaló de nuevo la pared y el doctor se volvió.
A cada lado de la
mihrab
existían dos puertas de rica madera enmarcadas en sendos arcos de medio punto. ¿Quizá por alguna de ellas? El doctor dirigió una mirada a Alex. La inglesa no le quitaba ojo al hombre.
—Es bonito, ¿verdad? Pero ustedes no han venido a degustar arte oriental.
El doctor y Alex mantenían su silencio tenso.
—Deben acompañarme.
En el piso inferior, por debajo del nivel de calle, Álvarez había encontrado una forma de entrar. Una puerta que daba servicio a las oficinas y la escuela coránica estaba entreabierta. El director de Operaciones del CNI accedió y cerró la puerta obviando al director del MI6, que andaría dando vueltas alrededor del edificio, como Eagan, para hallar un resquicio que le permitiera irrumpir dentro. Lamentablemente, los terroristas habían atrancado el resto de las puertas.
El doctor y Alex cruzaron la sala hasta una larga escalera que ascendía por el alminar de la mezquita. El intercambio se realizaría arriba. Al poner el pie sobre el primer peldaño, el médico echó una ojeada hacia arriba, en el interior de la torre la luz era escasa.
En Nueva York, el líder de Al Qaeda contemplaba las dos luces verdes de sus hombres pero no acababa de encontrar el punto rojo que representaba a la secuestrada ni el azul del infiel que les estaba ayudando. No entendía qué ocurría. Algo fallaba en la operación.
Sawford llamó a Álvarez por el comunicador. No hubo respuesta.
—Ese maldito español nos va a traicionar —bramó a Eagan, que estaba a su lado. Los dos permanecían fuera del recinto.
El médico se apoyó en la pared, la tensión y el esfuerzo de subir tantos peldaños hacían que su cuerpo se resintiera.
Más abajo, entre la planta inferior y la sala de rezos, Álvarez había encontrado unas escaleras. Subía los peldaños de dos en dos. Cogió su radio y abrió la comunicación con sus hombres.
El médico y la inglesa reanudaron la marcha. Ya sólo les quedaban un par de tramos para llegar a lo más alto, donde, suponían, encontrarían a Silvia. Al alcanzar el último escalón descubrieron a un hombre de piel bronceada y ropa cara, parecido a aquel otro que les acompañaba. Alex esperaba a los tipos que entraron en su apartamento y no eran ellos. La última planta era cuadrangular, la débil luz de una mañana nubosa se colaba por cuatro ventanales culminados por arcos de herradura.
—¿Y mi esposa? —Pregunto el doctor con una incipiente furia en su tono de voz.
Los terroristas se miraron entre sí. Algo ocurría y no parecían querer contarlo.
—Está aquí cerca. ¿Ha traído el manuscrito? —Preguntó el árabe que les había aguardado en la torre.
El médico se sentía engañado. Apretó los puños hasta hacerse daño en la palma de las manos y fue a hablar pero la inglesa le presionó el brazo y le dirigió una mirada inquisitiva.
—Caballeros, necesitamos una prueba de que la doctora Costa vive. Cuando así sea, le diremos dónde hemos escondido el documento que desean.
La alarma se pintó en el rostro de los dos terroristas.
—¿No existirá ningún problema? —Preguntó Alex.
—No, no, por supuesto que no —se apresuró a contestar el hombre que les condujo poco antes hasta el alminar. De los dos terroristas, éste parecía ser quien sustentaba el peso de la negociación.
Unos metros por debajo de ellos se oyó un disparo. Jaliff miró con preocupación a Nasiff y encañonó al médico y a la mujer. Su compañero trató de tranquilizarlo con la mirada aunque sus ojos reflejaban dudas. La operación no salía como ellos se habían planteado. ¿Dónde estaban los cuatro
durmientes
integrados en el operativo? ¿Y la mujer? ¿Quién había disparado?
Fuera, los agentes combinados del MI6 y el CNI mantenían un tiroteo con cuatro jóvenes armados. Cada uno de estos se había refugiado tras una ventana y disparaba sin tregua. Uno de los
durmientes
advirtió el intento de violar la entrada por parte de dos hombres. Él comenzó la refriega y pronto se unieron sus hermanos y el resto de agentes. En poco tiempo empezarían a oírse las sirenas de la Policía, y aquello no convenía a ninguno.
—¿Hay algún problema con la doctora Costa? —Repitió Alex casi a gritos.
—No. Está aquí.
El médico y la inglesa se volvieron. Frente a ellos se presentaba Albert Svenson.
—¿Usted? —Dijo contrariado el médico—. ¿Por qué?
Svenson, conocido por el
infiel
en la cúpula de Al Qaeda, sonrió.
—Su esposa también se hizo la misma pregunta. Pero no es el momento de esas cuestiones. —El científico que hasta ahora había ejercido de ayudante de Snelling apuntaba a Silvia con una pistola.
Caminó un par de pasos empujando a la esposa del médico por delante. Luego conminó con una señal al doctor Salvatierra y a Alex a apartarse. Quería acercarse a los terroristas.
—No os quedéis como pasmarotes —les dijo—. Se os ha escapado en vuestras propias narices. Menos mal que tropecé con ella cuando huía, sino a estas horas se hallaría a kilómetros de aquí. —Dirigió a los árabes una mirada de suficiencia y les entregó a la mujer.
Acto seguido ordenó a Jalif que prestara ayuda a los cuatro jóvenes integrantes de la célula.
—No podemos permitirnos el lujo de estropear la operación por cuatro imbéciles. Baja a apoyarles —insistió. Después se dirigió al médico—. Veo que ha sobrevivido bien a esta pequeña aventura, doctor. Me alegro mucho.
El médico le miraba con odio apretando en su mano la bolsa de cuero del manuscrito, que aún le pendía del cuello.
—Esa bolsa de cuero es muy bonita, seguro que al doctor Anderson le hubiera gustado mucho, ¿no le parece doctora Costa?
Silvia protestó.
—Eres un cínico. Fuiste tú quien asesinaste a Brian.
Alex sintió encenderse. Una mezcla de emociones la golpeó inundándola de confusión por un momento y, un segundo después, de ira, una ira profunda que había contenido tras una puerta. ¿Llegó la ocasión de abrirla? Por fin conocía la identidad del asesino, lo tenía frente a ella, era lo que había anhelado en los últimos días. ¿Podía hacer otra cosa? La tentación se convirtió en una fuerza imparable que la arrolló aniquilando cualquier indecisión. Ninguno de los presentes se percató de que escondía un arma de fuego. La había llevado en todo momento desde que Javier les abandonó. El agente la dejó en el coche al marcharse a Madrid. La guardó junto al manuscrito y una nota:
Cuando tengas la ocasión no lo dudes.
Y no lo haría. Disparó hasta cuatro veces. Sólo dos dieron en el blanco pero fueron suficientes para acabar con la vida de Svenson.
Sucedió en décimas de segundo. Svenson cayó al suelo con una herida en el pecho, Nasiff disparó también e hirió al médico y a la inglesa. En ese momento, Silvia le propinó un empujón al árabe y lo tiró al suelo, evitando que la carnicería fuese mayor. Luego recogió la pistola y le apuntó.
—Cariño, ¿estás bien? —Su voz sonaba angustiada.
Su marido estaba tirado en el suelo con el brazo ensangrentado y un poco más allá gemía una mujer con un agujero muy feo en el pecho. ¿Quién es? Los tenía al alcance de la mano aunque lo mismo hubiera dado que se encontraran a miles de kilómetros, no podía abandonar el arma.