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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (45 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—¿Mi hijo?

—Sí, a tu hijo, el pequeño. ¿Ha regresado a casa? ¡Dónde iba a estar mejor que con los suyos!

De Reguera perdió su sonrisa.

—Eso mismo me he preguntado una y otra vez.

Mendizábal no entendía y esperó a que su antiguo amigo se explicara.

—Lo normal hubiera sido eso pero mi hijo no es muy normal. Ya dio pruebas de ello cuando nos abandonó. Excelencia, ¿quién entiende a los hijos? Se mata uno a trabajar para ganar cuatro perras y levantar su casa, y ellos se lo pagan a uno de esta manera.

—No puede ser. Entonces, ¿tu hijo de verdad no ha vuelto con vosotros?

De Reguera negó con un gesto, se volvió a llenar la copa y la vació de un solo trago.

—Mi hijo es un desagradecido. Yo, un liberal que acudía a las tertulias de Madrid, que luchó contra los franceses y contra Fernando VII. ¿Y con qué me viene el niño? Nos dolió mucho su marcha, y ahora Excelencia, deja el monasterio y no regresa al hogar de su pobre madre, que llora desconsolada a todas horas.

Las mejillas de Mendizábal se ruborizaron, apretó los dientes y suspiró. No estaba dispuesto a que esto también le saliera mal.

—Yo venía precisamente para llevarlo a Palacio. Allí sí que podría disfrutar de un buen futuro, incluso llegar a obispo. Qué digo yo, a cardenal si me lo propusiera.

—Muchas gracias. Vuestra Excelencia es un buen amigo. Pero ya ve, no podemos ayudarle en tanto no regrese.

Mendizábal se levantó bruscamente y salió de la casa con De Reguera detrás tratando de alcanzarle. Ya ante la puerta del carruaje de detuvo y se giró.

—Si viene, ¿me avisarás?

De Reguera calló unos segundos.

—Sin dudarlo, Excelencia.

A continuación montó y ordenó salir al cochero. Los carabineros abrieron paso y el carruaje partió lentamente. De Reguera estuvo un buen rato en el patio contemplando como su amigo se perdía en el camino. Después entró y subió atropelladamente las escaleras. Arriba, en una habitación del primer piso, estaba encerrado su hijo.

—¿Te das cuentas que he tenido que mentir por ti al presidente del Gobierno? Por menos de eso nos podrían meter a todos en la cárcel.

—Gracias, padre. No tenía más remedio que pedir tu protección. Ese hombre busca mi mal y el mal de la congregación —advirtió.

—Al menos podrías darme alguna explicación.

—Debo quedarme. Buscaré una buena mujer y me casaré.

—No puede ser. ¿Estás seguro de lo que dices? Mira, Tomás, que eres monje y has prometido votos de castidad, obediencia y pobreza.

—Sí padre, pero otro voto más importante he de respetar. ¿Me ayudarás?

—Cómo no habría.

El abad tenía decidida la huida. Mendizábal había ordenado que le mantuvieran alejado del hermano bibliotecario; el presidente del Gobierno pensaba que de esta manera sería más fácil conseguir la información que buscaba.

—Debo acudir a la iglesia para mis oraciones.

El carabinero que hacía guardia ante la puerta del despacho del abad se sentía confuso. Le habían mandado custodiar al monje pero no estaba seguro de que eso también significara impedirle abandonar el aposento. El abad comenzó a andar decidido hacia el templo sin esperar respuesta de su carcelero. El carabinero lo miró pasar ante él.

—Le acompaño —dijo tras unos segundos de indecisión.

—Muy bien.

Camino de la iglesia, el abad se encontró con otro carabinero, estaba apostado ante la celda del hermano bibliotecario. El superior de Silos golpeó en la puerta con los nudillos y entró sin más dilación en la celda, después ambos monjes salieron en silencio hacia la iglesia. Los dos carabineros caminaban un par de pasos por detrás.

Se sentaron en los bancos de la primera fila, los carabineros seis filas atrás. Por tres estrechas ventanas de la pared oeste, casi a la altura del techo, descendían en cascada cortinas de luz azulada que conferían a la iglesia un aspecto sombrío. En la nave las oraciones martilleaban un soniquete monótono:
Pater Naster, qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum...; ... et in saeccula saeculorum, amen; Ave María, gratia plena....
Las preces continuaban impenitentemente ante unos carabineros derrotados que trataban de mantener la compostura, dormitando de vez en cuando.

—Guardia —llamó el abad.

—Sí, padre.

—Vamos al confesionario. Ahí, a la vuelta de la esquina —indicó el monje señalando una columna.

—Bien, bien... Vayan.

Desde su posición, los dos carabineros podían ver parte del hábito del hermano bibliotecario, que se había arrodillado en un lateral del confesionario para contar sus pecados al abad.

—¿Aún tardarán mucho? —Preguntó uno de los guardias al otro.

—Y yo que sé. No creo que tengan muchos pecados, como no sea el de meneársela —replicó el segundo carabinero riéndose a carcajadas.

Media hora más tarde los dos monjes seguían en el confesionario. Los carabineros no dejaban de cuchichear.

—Esto no es normal.

—Pues acércate.

—Sí, claro, para que estén ahí hablando de lo suyo y me excomulguen. Ve tú.

—Eres un chupacirios.

—No lo soy, pero con estas cosas es mejor no jugar. ¿Y tú por qué no vas?

—Porque no me da la gana.

Las voces subían de tono cuando oyeron un fuerte estruendo a la entrada de la iglesia. Se levantaron y corrieron hacia la puerta, el claustro permanecía solitario.

—Nada, ni sombra. Maldita sea, volvamos
pa
dentro.

—Seguramente fuese un trueno.

—Sí, o la leche que... —El guardia encogió los hombros con desgana.

—¿Y estos?

—Ahí siguen, ni se han movido.

—¿No será mejor acercarnos? —Preguntó el carabinero encargado de vigilar al abad.

—Ve tú si quieres —respondió el otro.

Uno por otro, la confesión se alargó otra media hora.

—Ya está bien —el guardia encargado del cuidado del abad se levantó y se dirigió al confesionario lentamente.

Su compañero le seguía un paso por detrás.

—Hermanos —llamó.

No hubo respuesta.

—¡Hermanos! —Volvió a decir, esta vez elevando la voz.

Nadie contestaba.

—Esto no me gusta nada —advirtió a su espalda el otro carabinero.

Los dos militares levantaron sus armas y se acercaron con precaución. No había nadie, sólo un viejo hábito apoyado en dos enormes cirios.

El hermano Gerard aún no se había recuperado de la impresión. No podía quitarse de la cabeza la punta de la navaja y unos centímetros atrás la sonrisa sucia de su agresor, con esa boca oscura de la que asomaban tres dientes podridos agarrados a las encías. Los caballos trotaban con paso ligero bajo las órdenes del cochero. El caballero que lo había salvado se mantenía sereno frente a él sobre un asiento mullido forrado de cuero bermellón, idéntico al suyo. Lucía un fino bigote sobre el labio superior, nariz aguileña y un monóculo en el ojo derecho atado a una cadena dorada que le llegaba hasta el bolsillo del pecho. Sobre su cabeza un sombrero de copa.

—Por fin nos conocemos, hermano Gerard —dijo el caballero.

Hablaba un castellano bastante correcto, aunque con acento extranjero.

—Esperaba su llegada hace una jornada. Temía que le hubiera ocurrido algo, y desgraciadamente así era.

—Usted es Mr. Elder. —Afirmó con reservas.

—Exactamente.

—Lo imaginaba. Habla usted como el hermano James. ¿Cómo me ha encontrado?

—Al retrasarse, decidí salir al camino. Ha tenido suerte, el cochero les vio a usted y al pordiosero ese y me avisó. Por las indicaciones que me escribió el hermano bibliotecario, deduje que era usted.

—Caminé durante horas y bajo una lluvia fría y dañina. Los lobos gruñían a tiro de piedra y cuando ya me creía seguro, ese hombre...

—No se preocupe, hermano. Ya se encuentra a salvo. Ahora vamos camino de mi hotel, allí podrá disfrutar de un buen baño, ropa limpia y un estofado. Luego hablaremos de negocios.

—¿Negocios?

—¿No hemos venido a negociar una compra?

El monje recapacitó un momento.

—Tiene razón, a eso hemos venido. Perdone mi confusión, para nosotros no se trata de una transacción. Es mucho más importante que todo eso —aseguró el monje como si reflexionara para sí.

—El hermano bibliotecario me habló del documento en su carta. Me dijo que tiene casi mil años de antigüedad y que fue escrito por el mismísimo Avicena. Aunque no me ofreció ningún detalle sobre el contenido o de cómo llegó a sus manos.

—No creo que sea necesario que usted lo sepa, Mr. Elder. Si el hermano bibliotecario hubiera pensado que debía conocer esos extremos, se los hubiese comunicado en aquella carta. Mi misión, señor —prosiguió—, es entregárselo a usted en calidad de depósito a cambio de una pequeña cantidad. Si en veinte años...

—Sí, ya me lo escribió su superior —le interrumpió—. Si en veinte años no han enviado a recogerlo, podré hacer lo que estime oportuno con el documento. En realidad...

—¿Qué?

—Es demasiado fácil. No entiendo cómo pueden fiarse de mí. Podría traicionarles —advirtió—. Si el documento es tan valioso como parece podría sacar una cantidad exorbitante de dinero. El duque de York estaría dispuesto a pagar una gran suma.

—El hermano bibliotecario se fía de usted. Mencionó algo acerca de la guerra con los franceses.

—Sí, yo trabajaba para el ejército de mi país hace unos años... Pero ese detalle es mejor no mencionarlo. —El inglés calló durante unos minutos, luego continuó—. Tienen razón en confiar, soy un caballero: custodiaré el documento, y si acabado el plazo no aparece nadie para reclamarlo...

—Podrá venderlo.

El abad estaba aterido de frío. Era la primera vez que no vestía el hábito y, aunque se había puesto una camisola y unos calzones, se sentía desnudo. El hermano bibliotecario aún llevaba la vestimenta del monasterio, no obstante sabía que tenía que abandonarla en cuanto pudiera hacerse con otros ropajes.

Habían transcurrido tres horas desde que escaparon. Nadie en el monasterio, salvo el propio abad y el hermano bibliotecario, conocía la existencia de ese pasadizo que llevaba desde la iglesia hasta un bosque cercano, a un kilómetro de distancia. El corredor había sido construido un siglo antes para casos de peligro. La idea de usar el hábito del abad fue del hermano bibliotecario. Pensó que eso les daría más tiempo.

—En esa cabaña podríamos cobijarnos —advirtió el hermano bibliotecario.

La noche se acercaba.

—Aún no. Mendizábal pronto estará tras nosotros, y cuando eso ocurra deberemos estar lo más lejos posible.

—Quizá sea así pero Dios proveerá entonces. Padre, ni usted ni yo estamos en disposición de andar por más tiempo, no sea cabezota.

El abad respiraba con dificultad, sin embargo reemprendió la marcha.

—Es peligroso andar por estos lugares tras el anochecer.

Una hora después, el hermano bibliotecario le tiró de la manga de la camisa, obligándole a sentarse en una enorme piedra con forma de sillar.

—Padre, si seguimos caminando, caeremos rendidos y sin alimentos en cualquier paraje de estos montes, y entonces estaremos a merced de las fieras.

El abad tosió varias veces.

—¿Lo ve usted? Es un desatino, no puede seguir a este ritmo.

El monje asintió de mala gana sin responder palabra. La única opción, pensó el hermano bibliotecario, era pedir auxilio en la casucha que habían divisado en la falda de la colina rocosa, unos kilómetros atrás. Desandaron el camino bastante entrada la noche, con la luna iluminándoles el sendero.

Un humo blanco y espeso brotaba de la chimenea. El hermano bibliotecario golpeó en la puerta y el frío de la madera se adentró en sus huesos con el contacto. Se frotó las manos con fuerza deseando que pronto alguien les abriese. El abad se había sentado sobre unos maderos junto a la fachada de la cabaña, y apenas se movía. El crujido de unos pasos delató a alguien en el interior de la casa. Las pisadas resonaban más fuerte a medida que se acercaban a la puerta. El descorrer de un cerrojo, un cuchicheo, el movimiento de una cortina en la única ventana que daba a la misma fachada de la puerta.

—¿Quién molesta a estas horas a una familia cristiana? —Preguntó una voz masculina.

—Somos dos monjes extraviados en esta fría noche, hijo. Venimos del Monasterio de Silos —respondió el hermano bibliotecario.

—¿Y cómo se yo que no tratáis de engañarnos para apoderaros de nuestros escasos bienes? ¡Marchaos en buena hora!, ésta es casa de pobres, aquí no encontrareis ni oro ni joyas ni pieles.

—Hijo, por caridad cristiana, atended a estos pobres caminantes. Dios os lo premiará.

De nuevo se oyó en el interior de la casa un murmullo. Inmediatamente sobrevino un silencio que al hermano bibliotecario le pareció que duraba una eternidad.

—Seguid vuestro camino, señores. La aldea está a menos de diez kilómetros hacia poniente. Allí podréis guareceros de la ventisca y de la fea tormenta que se avecina por el norte.

Y, como si el cielo hubiera querido dar la razón a la voz que así se pronunciaba, el viento comenzó a soplar con mayor brío, las nubes cerraron el paso a la luna y unos copos algodonosos empezaron a lamer sus rostros.

—Moriremos si no nos acogéis en vuestro hogar.

—Andad prestos y llegaréis a la aldea en no más de dos horas —aseguró la voz.

A continuación el hermano bibliotecario oyó el ruido sordo del cerrojo, que volvía a su posición, y de nuevo pasos sobre la madera del suelo, esta vez alejándose hacia el interior de la casa. Entonces dirigió una mirada al abad con aire desconsolado. Su superior tenía los ojos puestos en el cielo, la boca entreabierta y el gesto relajado.

Se acercó a él y comprobó que había muerto.

Capítulo XIII

Las escaleras morían en una bóveda que albergaba centenares de arcas minúsculas dispuestas en reducidos cubículos horadados en los muros. Nadie se había adentrado en aquel lugar en años. Javier enfocó el suelo unos metros por delante. Sobre el piso yacían rotos o con sus tapas abiertas decenas de esos pequeños arcones, y a su alrededor miles de huesos y calaveras esparcidos por el enlosado. El agente centró el haz de luz en las arcas. Entre los huesos, moviéndose por debajo, surgiendo o desapareciendo a través de los cuencos de los ojos de las calaveras, centenares de ratas huían hacia las sombras.

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