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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (11 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Jeff levantó al herido, lo sentó en un sillón individual y le ató pies y manos con unas abrazaderas de polímero plástico, después ayudó a Alex a incorporarse y acomodarse en el sofá de tres plazas del salón, a dos metros del atacante que había resultado herido. Acto seguido arrastró el cadáver del segundo desconocido hasta la cocina y cerró la puerta del domicilio tras cerciorarse que milagrosamente el barullo de minutos antes no alertó a ningún vecino.

Debía moverse rápido si no deseaba encontrarse con otros individuos apuntándole. Fue a la cocina a por agua y, ya de vuelta, ayudó a Alex a llevarse el vaso a la boca pero el agua resbalaba por sus labios, no quería beber, sólo tenía una necesidad: averiguar qué estaba sucediendo en su vida. El policía lo vio reflejado en sus ojos al limpiarle la herida y colocarle una venda.

Alex contemplaba con mal disimulada alegría al desconocido, paladeando el triunfo que le suponía el acierto de su plan.

—Ha sido todo un éxito, ¿no? —Dijo con ironía el tipo. El policía permanecía ajeno, formaba parte del interrogatorio si bien se sentía como un espectador al que no le estaba permitido cambiar nada de la escena.

—¿Quiénes sois? —Preguntó Alex sin más preámbulos.

El individuo sonrió dejando ver una mueca que podía ser una burla o, por el contrario, una expresión de dolor por la herida recibida en la pierna.

—Tarde o temprano tendrás que hablar. Y si no lo haces, ya buscaremos la forma... —le amenazó.

—Pasábamos por aquí y decidimos que sería un buen sitio para robar —aseguró su interlocutor.

—Claro, y yo soy la reina. Quiero una respuesta. ¿Qué buscáis de mí? —Insistió intentando que su voz no desvelara su nerviosismo.

—Pasábamos por aquí y decidimos que sería un buen sitio para robar—repitió el desconocido con un asomo de sonrisa en sus labios; esta vez sí fue una burla.

Alex trataba de aparentar una fuerza que en el fondo no sentía. Estaba cansada y asustada y no sabía cómo afrontar esta situación, y de alguna manera sus pupilas reflejaban esa debilidad. Debía demostrar que hablaba en serio, que sería capaz de cualquier cosa por obtener la verdad, sin excepciones, sin límites. Con un manotazo le quitó la pistola al inspector y encañonó la pierna del individuo maniatado.

—¿Qué está haciendo? ¿Se cree de la mafia? —le increpó Jeff arrebatándole el arma—. No vuelva a hacerlo, ¿me oye? Maldita sea, soy policía, no un maldito gánster de novela negra —advirtió enfurecido.

Ella lo apartó de un empujón y se acercó al interrogado.

—Quiero que sepas que soy capaz de cualquier locura si me provocan. ¿Lo entiendes? Ni éste —dijo señalando al inspector— ni nadie me va a parar. O me dices lo que sabes o te juro que te mato —gritó mientras lo agarraba del cuello con un rictus desencajado en la cara. El policía estaba horrorizado, no podía entender que una imagen tan dulce se pudiera trastocar en algo tan horrible en pocos minutos.

En ese instante, dejó caer todo el peso de su rodilla sobre la herida del individuo y éste gritó.

—¡Alguien nos pagó!

El individuo sudaba.

—¡¿Para qué?!

—Querían que buscáramos cualquier documentación que tuviera en su poder desde su vuelta de San Petersburgo —confesó el desconocido. Mostraba una lengua espesa, las sílabas salían lentas y confusas de su garganta, alargando las vocales abiertas y dejando escapar saliva por la comisura de los labios.

—¿Quién? ¿Quién os pagó?

—…

Le arrebató de nuevo la pistola a Jeff y apuntó a la cabeza del individuo.

—¿Quién te pagó?

Pronunció la frase pausadamente, mirándolo a los ojos mientras volvía a apoyar su peso sobre el muslo derecho del desconocido.

—¿Quién te pagó? —repitió.

—No lo sé, de verdad. Yo sólo obedezco órdenes. Le prometo que no lo sé.

En ese momento oyeron una explosión a sus espaldas, la puerta saltó en pedazos y unos hombres uniformados atravesaron el humo. Alex se sintió arrastrada por unos brazos fuertes hacia el interior de otra habitación. Apenas veía más allá de su nariz, forcejeaba pero le era imposible zafarse de su captor.

En el cuarto la humareda de la detonación se volvió menos densa, lo que le permitió comprobar aliviada que se trataba del inspector. La depositó sobre la cama y apuntaló la puerta con un mueble.

—No tenemos tiempo, abra la ventana y salte fuera —le dijo apresuradamente.

—¿Y usted? —Temblaba visiblemente. Parecía casi a punto de llorar, el policía no sabía si la causa de su angustia era la nueva agresión de la que estaban siendo objeto o la crueldad que se había obligado a sí misma a ejercer en el interrogatorio anterior.

—Yo la seguiré en cuanto recoja algunas cosas. Vaya hacia la calle de la derecha y recorra unos quinientos metros. Encontrará un callejón entre dos casas de tres plantas. Espéreme allí. —Explicó al tiempo que metía algunas pertenencias en una mochila negra.

Saltó en el momento en el que oía una segunda explosión. Las sirenas de la policía se acercaban, pronto cercarían la vivienda; era preciso huir rápidamente para evitar su detención. Alex corrió con todas sus fuerzas, el corazón le latía en las sienes, estaba mareada, a punto de vomitar, pero continuaba su marcha frenética hasta una callejuela que en su mente divisaba como una especie de dorado refugio en el que no la alcanzarían los horrores que acababa de vivir y donde estaría su padre esperando para protegerla y llamarla cabezota mientras tomaban el té de las cinco, una tradición ancestral que, por otra parte, ella había odiado toda su vida y que hoy deseaba revivir más que nunca.

Se escondió detrás de unos cubos de plástico y esperó en silencio, con el pulso desbocado todavía, a que el inspector apareciera. Permanecía agachada, pegada la espalda a una verja de metal y recogidas las piernas con los brazos. Durante los intensos minutos que transcurrieron sus sentimientos fueron variando, pasando del terror a la rabia. Se lamentaba del cambio de situación, volvía a ser la víctima en manos de unos desalmados en lugar de manejar los mandos, como ella estaba acostumbrada. Y, al mismo tiempo, se maravillaba de la reacción del policía, que sin transición había cambiado su posición de mero espectador a la de protagonista.

—¿Alex? ¿Está ahí? ¿Alex? —El inspector apenas alzaba la voz para no alertar a sus perseguidores. De fondo, podían percibirse las sirenas.

—Aquí, Jeff. A su derecha. Se acercó cojeando.

—¿Le han herido? —preguntó señalando la pierna, como si él no se hubiera percatado ya de que le habían alcanzado con un estilete.

—Ahora lo que me preocupa es nuestra seguridad. Tenemos que saltar esa cerca y cruzar el jardín. Tranquila, conozco la zona. En esta parte no hay cámaras, es un parque infantil. —Daba órdenes con precisión matemática mientras se anudaba un pañuelo a la altura de la rodilla. La mujer lo observaba atónita.

Se desenvuelve bien, pensó fugazmente.

En el otro lado dieron con un parking al aire libre y detrás una boca de metro. —Caminemos con normalidad. No debemos levantar sospechas. —Aconsejó el policía mientras descendían las escaleras hacia el suburbano. Alex vigilaba con evidente inquietud y apretaba una y otra vez el antebrazo de su acompañante de forma automática; Jeff intentaba impedir que alguien percibiera su cojera.

Al pasar por la taquilla mostró su identificación policial, no había tiempo de pagar.

—Al menos tendremos treinta minutos para meditar el siguiente paso —le dijo a Alex cuando se acomodaron en el primer tren que llegó a la estación.

A treinta kilómetros de allí, un hombre vociferaba encolerizado ante Jerome Eagan.

—¿Qué cojones está haciendo tu hombre? ¿Quién se cree que es? ¿Indiana Jones, James Bond? —Permanecía de pie ante el comisario, llevaba una gorra estrafalaria y los dientes perfectamente blanqueados.

—No tiene ni puñetera idea de dónde se está metiendo. Si lo supiera, te lo aseguro, Gabriel, ya habría dado un paso atrás —afirmó echando mano al teléfono de su escritorio—. Búsqueme el móvil de Tyler..., y lo quiero para ahora —bramó a su secretaria.

El director del MI6, Gabriel Sawford, intuía desde el principio que el inspector Tyler no sería el policía apropiado para esta misión. Pero el comisario insistió en que era un pusilánime y que se vendría abajo ante cualquier presión de la Jefatura, sin embargo no había ocurrido de esa manera. Y ahora se encontraban un problema que no sabían cómo resolver.

—Tengo que contactar con mi padre... necesito hablar con mi padre... —Alex empezaba a recuperar la compostura después de la tensión, aunque rehuía deliberadamente las miradas de los extraños con la sensación de que se escondía un enemigo tras cada usuario del tren. El inspector presentía que si conservaban la calma dispondrían de una oportunidad para salir impunes, únicamente necesitaban una idea. Sin embargo, por más que intentaba razonar, no se le ocurría nada. Como antes, habría de ser la joven quien planificara el camino.

—¿Qué pasaría si nos encamináramos hacia Dover o Portsmouth? —preguntó.

—Ya veo a qué se refiere, pero no es un buen plan, ellos habrán previsto lo mismo y estarán aguardando en cualquier puerto que mantenga conexiones con Francia —advirtió con desgana Jeff.

—¿Y si en lugar de Dover o Portsmouth vamos a Plymouth? —Sugirió—. Casi todos sus ferris se dirigen a España, no pensarán que lo escogeríamos para ir a Francia.

El inspector no puso objeciones; desde la muerte de uno de los atacantes se encontraba lo suficientemente involucrado como para aceptar cualquier planteamiento capaz de sacarlos de este apuro. Mientras consideraba cuáles eran sus posibilidades, sintió la vibración de una llamada en el bolsillo interior de su chaqueta

—Maldita sea, todavía no nos hemos desecho de los móviles. Ya conocen nuestra situación —admitió avergonzado ante lo que estimaba un error de principiante.

Comprobó el número. Era del despacho del comisario, dudaba si contestar o no pero concluyó que ya lo había perdido todo.

—¡Qué demonios estás haciendo! —oyó al ponerse al teléfono.

—Comisario...

—Comisario ni leches. ¿Crees que desconocemos tu posición exacta? Estáis en el tren 021335 del metro. Pero tú en qué siglo vives. De verdad, ¿sabes dónde te estás metiendo? —Eagan se encontraba fuera de sí.

Jeff conectó el altavoz para que su acompañante pudiera oír la conversación.

—Dile a tu amiga que no tiene a dónde ir. Y si ha pensado en San Petersburgo, que lo olvide. Tenemos agentes en todos los puertos y aeropuertos.

—¿Qué he hecho? ¿Qué quieren de mí? —preguntó angustiada Alex.

—Mira, Anderson. Yo no sé qué pretenden pero hay gente muy importante que está dispuesta a gastar mucho dinero por echarte el guante. Tú verás si tú y el idiota de mi policía preferís venir por las buenas o por las malas.

—El intento de secuestro de esta madrugada vulnera todas las leyes británicas y europeas... —exclamó irritado Jeff.

El comisario soltó una carcajada y susurró unas palabras dirigidas a otra persona que se encontraba en la misma habitación. Jeff tuvo el presentimiento de que lo entretenían y giró la cabeza a izquierda y derecha esperando encontrar algo que confirmara su sospecha, y así fue. En la estación siguiente, mezclados con los viandantes, acechaban agentes de paisano con armas bajo el abrigo.

El tren ya estaba decelerando cuando el inspector soltó el móvil y corrió hacia la puerta de acceso a los mandos. Ante el desconcierto de los usuarios del coche, sacó el arma de su funda, disparó a la cerradura y le propinó una patada. El tren se había detenido aunque las puertas todavía permanecían cerradas, eso le permitió unos valiosos segundos para obligar al conductor a reemprender la marcha.

Alex se agarró a una barra vertical de sujeción. Estaba asombrada. No comprendía la capacidad del policía para sacar fuerzas en situaciones tan críticas y solventarlas impecablemente, cuando en otros momentos no tenía espíritu para enfrentarse al mundo y se dejaba remolcar por alguien menos avezado.

—Tenemos que salir del tren antes de llegar a la próxima estación. Busque en esa pantalla un conducto, un respiradero o cualquier otra posibilidad que nos lleve fuera —pidió a Alex.

—Parece que a unos dos kilómetros existe un túnel de medio metro de altura para reparaciones de urgencias —advirtió ella.

—¿A dónde conduce?

—A una red de galerías. Tiene un sin fin de salidas al exterior —subrayó al tiempo que señalaba con el dedo varias alternativas de paso para la fuga.

—Perfecto, podremos despistarlos por allí —dedujo el inspector.

Luego se dirigió al conductor.

—¿Cómo paramos esto?

El conductor señaló un botón rojo.

A poca distancia del lugar elegido Jeff frenó en seco, abrió las puertas de todos los vagones y saltó al túnel. Algunos de los ocupantes del coche más cercano se mostraron indignados y lo abroncaron, aunque la mayor parte eludió entrometerse ante la visión del arma que portaba. Con un gesto detuvo a Alex, que pretendía seguirlo, avanzó unos metros para cerciorarse de que no existía peligro y regresó a por ella.

—Ahora puede saltar. Dese prisa, no tardarán en alcanzarnos. —Trataba de hostigarla para que corriesen, pero se hallaba muy fatigada, no había dormido más que un par de horas y aún sangraba aunque débilmente por la herida del brazo. Debían buscar un lugar dónde curarla, la sangre había traspasado la venda que le colocó Jeff.

Caminaban apresuradamente a través de la enmarañada red de conductos existente bajo suelo londinense. El policía también perdía sangre, aunque su herida no parecía grave.

Jeff aprovechó la huida para abandonar su móvil en uno de los túneles, en tanto que Alex se resistía hasta que no contactara con su padre.

—Lo destruiré después de hablar con él. No entiende que nos necesita. Debemos avisarle de lo que está ocurriendo... Seguro que nos aclara el motivo de esta persecución. Si logramos averiguar qué buscan, sabremos a quien dirigirnos para cerrar esta surrealista página de mi vida de una vez.

—Nos encontrarán.

—No puedo hacer otra cosa.

Ya estaba decidido, y el policía comprendía que no había marcha atrás, tendría que solucionarlo cuando llegase el momento, por ahora sólo les quedaba vagar sin rumbo hasta encontrar una escalera que los llevara a cielo abierto.

La oscuridad parecía menos intensa en un pasillo que se abría a la derecha. Probablemente hubiera una salida cerca. A unos cien metros encontraron una escalerilla.

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