El manuscrito de Avicena (12 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Una vez alcanzada la superficie, lo más urgente era establecer la comunicación con su padre.

—Cuanto más tiempo tenga encima el móvil, más peligro. Haga esa maldita llamada y no hable más de cinco minutos. Ya nos estamos exponiendo demasiado —advirtió el inspector mientras vigilaba en una y otra dirección.

—Sé que tengo que hacerlo. Quizá no sea una buena idea, pero una simple llamada nos puede ahorrar muchas preocupaciones. Estoy convencida de que todo es un error y mi padre lo va a demostrar —aseguraba al tiempo que buscaba en la agenda el contacto.

El teléfono daba señal. Alex dejó que sonara confiada en que de un momento a otro podría oír la voz de su padre, sin embargo el pitido continuaba incesantemente machacando sus oídos sin que nadie al otro lado le ofreciera una explicación. El ulular de las sirenas se mezcló pronto con el zumbido procedente del móvil, en un santiamén se encontrarían acorralados.

Capítulo III

Año 997 de la Era Cristiana... Año 387 de la Hégira...

Seis guardias de palacio avanzaban con paso rápido y sostenido por las sofocantes callejas de Bujará. El sol aún no alcanzaba su cenit y ya hacía sentir todo su poder sobre la aceitunada piel de los soldados, que de haber podido hubieran elegido permanecer bajo la sombra del patio porticada de la fresca morada de Nuh Il. Las calles se encogían y fracturaban, formando recovecos, curvas inesperadas y callejones que no conducían a ninguna parte, en un laberinto sucio y amarillento, un color que impregnaba las casas, el suelo, los tejados, hasta las miradas se tornaban ocres por el polvo seco del desierto. A su paso el aire se regodeaba en el golpe sordo de sus pies en la arena y el entrechocar metálico de las cotas de malla y las mazas.

A cuatro millas, en una pequeña chabola de barro crudo del barrio viejo, el joven médico Ibn Sina palpaba el vientre a un enfermo mientras escrutaba cualquier gesto de dolencia en su rostro. La casa, de una sola habitación, no tenía mueble alguno; en el lado más alejado de la puerta, junto a un ventanuco de apenas un codo, varios leños ardían sobre el piso, construido con el mismo material que paredes y techo.

Completada la inspección, el médico tomó el pulso del paciente, le separó con cuidado los párpados y estudió sus globos oculares.

—El-Massihi, prepara una decocción de adormidera blanca, nuez de las Indias y mandrágora.

El ayudante del médico extrajo de una bolsa de piel de cabra tres frascos de barro cocido y un pocillo de arcilla, se remangó la túnica y comenzó la elaboración del preparado. El paciente, tendido sobre una estera de paja, contemplaba al médico, arrodillado a su lado, tratando de averiguar en sus ojos la gravedad del mal que le aquejaba, si bien el médico mantenía un gesto severo y nada aclaratorio.

—¿Tienes ya el mejunje?

—Sí, maestro. —Le respondió el ayudante mientras le tendía una infusión de un color ligeramente amarillento. Aunque El-Massihi era cuatro años mayor que el médico y éste no pasaba de los diecisiete, los conocimientos de Ibn Sina le habían granjeado el reconocimiento y el título de maestro antes incluso de salir de la madraza.

El médico sostuvo la cabeza del enfermo y le dio de beber sorbo a sorbo.

—Hermano mío, calma tu ansiedad, pronto te verás liberado del dolor y volverás a miccionar con soltura —aseguró El-Massihi al arrodillarse junto al enfermo.

Diez minutos más tarde, Ibn Sina buscó el pulso del paciente y comprobó que la infusión ya se había alojado en su cuerpo. El-Massihi tomó la bolsa de los frascos y extrajo un hierro de casi un codo con un mango de madera en la base y un pequeño triángulo en el otro extremo, se acercó al fuego y templó el hierro. Después se lo entregó al médico y éste lo introdujo cautelosamente en el pene del paciente, removiéndolo a medida que se adentraba en el miembro viril.

El-Massihi había asistido a cientos de intervenciones como ésta, y siempre le producía la misma desazón en su propia verga, como si pudiera sentir la irrupción metálica rasgando la carne en su camino.

—Aquí está —dijo Ibn Sina al retirar el instrumento con una diminuta piedra alojada en la punta—. Esto era lo que le impedía la micción —agregó, y, como si la naturaleza quisiera otorgarle la razón, la vejiga del enfermo se deshinchó, vaciando su contenido sin previo aviso.

En ese instante oyeron llamar a la puerta enérgicamente. El médico dirigió a El-Massihi una mirada de interrogación, sin embargo su ayudante se limitó a encoger los hombros. Bajo los insistentes golpes, la madera seguía resonando una y otra vez.

—¡¿Quién será el hijo de camella?! ¡Ve a abrir y échalo a puntapiés! —El joven Ibn Sina no estaba acostumbrado a que le interrumpieran.

El-Massihi se levantó y se precipitó hacia la puerta. Suponía que sería la mujer del enfermo o algún otro vecino en busca del médico, pero al quitar la tranca la puerta se abrió violentamente y seis guardias irrumpieron en la choza. El ayudante trastabilló hacia atrás hasta llegar a la altura del médico, mientras que éste, arrodillado aún junto a su paciente, hurgaba dentro de una bolsa.

—¿Quién es el médico Ibn Sina?

A El-Massihi no le agradaba el aspecto de los soldados. Todo el mundo sabe en Bujará que su presencia no representa nada bueno. Miró de reojo al médico, que seguía de espaldas a los guardias, y después adelantó un pie con indecisión.

Mejor yo que él, pensó.

—¿Qué queréis? —preguntó El-Massihi.

—Vas a venir a palacio —le comunicó el soldado que había preguntado.

Ibn Sina se levantó con mesura, se despojó del delantal que usaba para las operaciones y posó una mano sobre uno de los hombros de su ayudante.

—Gracias hermano. —El-Massihi temblaba—. No hace falta.

—¿Pero quién es el médico? —Dudó el guardia.

Ibn Sina no respondió.

—No va a pasar nada, El-Massihi. Encárgate del paciente. —Su ayudante asintió tímidamente—. Haz un preparado con alheña, nuez de las indias y coloquíntida; ya sabes que está todo en la bolsa aunque yo no encuentre nada nunca.

Después se giró hacia los guardias, y de pronto se detuvo como si hubiera olvidado algo y se dirigió de nuevo a su ayudante.

—Explícale a su parienta que ha de administrarle el preparado al salir el sol durante diez jornadas.

Los soldados se mantenían a la espera blandiendo sus mazas. El médico se volvió hacia ellos.

—¿Para qué me necesitan en palacio?

—¿Eres tú el hijo de Sina?

—¿Para qué me queréis? —Repitió.

El guardia dudó un momento. Seguidamente meneó la cabeza como si no creyera lo que había oído.

—Hijo de Sina, yo no interrogo a mi señor cuando me da una orden. La cumplo y basta, y así deberías comportarte tú también —sentenció—. ¿Nos acompañarás voluntariamente o deberemos arrastrar tu cuerpo por el polvo hasta llegar a palacio?

Hacía rato que el sol había dejado atrás la mañana cuando se presentaron ante las grandes puertas doradas de la residencia del emir. A resguardo del bochorno esperaba un esclavo de piel oscura vestido con unos calzones bombachos de paño marrón y un turbante blanco; el esclavo se inclinó ante él y le condujo con premura hacia la antesala de los aposentos privados de Nuh Ibn Mansur a través de una serie de habitaciones con adamascados en techos y paredes, y alfombras de seda y cachemir. Al final de un corredor soportado por altas columnas de mármol, reconoció al visir.

—La paz sea contigo, hijo de Sina. Ibn Sina hizo una reverencia.

—Te he reclamado porque el emir se encuentra gravemente enfermo —le anunció al tiempo que se frotaba sus regordetas manos—. Ni los médicos de la Corte ni otros convocados en tierras extranjeras han dado con el remedio. Uno de nuestros letrados nos habló de tu trabajo en el bimarastán y en las casas humildes del río, y pensé que quizá tú pese a tu juventud podrías arrojar luz sobre las dolencias del Comendador de los Creyentes.

El médico le observaba con autoridad. El visir era bajito y rechoncho, se cubría con un caftán de terciopelo rojo, camisa de seda blanca y unas babuchas de cuero, teñidas del mismo color; su cara redonda se agotaba en una fina barba puntiaguda y perfectamente delineada que moría en el pecho, y su cuerpo desprendía el ligero perfume de los granados en flor. Unos pasos por detrás del visir aguardaba un hombre de edad avanzada. De bastante más altura, su aspecto era desgarbado y su barba muy corta y someramente cuidada; su atuendo, un caftán de lana carmesí, semejaba un remedo de aquel que vestía el visir.

—Llévame ante el emir.

—Espera. Antes quiero que conozcas al físico Ibn El-Suri. Ha venido desde Siria para tratar a nuestro príncipe.

Hizo una señal al hombre de edad avanzada y éste se acercó.

—¿Es el muchachito? —Preguntó el físico sirio mientras examinaba al médico con curiosidad.

—Así es. —Respondió el visir.

—¿Y tú qué sabes hacer, muchacho? Ibn Sina apretó los labios.

—Sé aplicar al cuerpo el conocimiento inspirado por médicos como el insigne Galeno, su maestro, Hipócrates, el cirujano Discórides, Sorano de Éfeso, Oribasio de Pérgamo, Alejandro de Tralles o, más recientemente, el gran estudioso Al-Razi, entre otros. He asistido a centenares de enfermos y hasta hoy ni uno solo de mis diagnósticos se ha demostrado erróneo. Además, trabajo en el bimarastán y comparto mi saber en la madraza con decenas de alumnos.

—Harto pretenciosa parece esta presentación para tan temprana edad. —En las palabras del físico se palpaba su animadversión hacia el médico de Bujará.

—Si Alá no mide a los hombres por su edad sino por su entrega, ¿por qué habrías de hacerlo tú?

—Como ambos recordaréis, estáis aquí para atender al emir y no a vuestro ego —atajó el visir—. Acompáñanos dentro, hijo de Sina.

El físico se inclinó de forma afectada ante el joven médico y le señaló la puerta. Ibn Sina comprendió su burla, con todo le devolvió la reverencia con frialdad y se dejó escoltar por el visir hacia los aposentos de Nuh II. Al atravesar la entrada se abría un amplio jardín al aire libre con palmeras, granados y almendros en flor que despedían un olor fresco e intenso; a un lado, un pasillo abovedado conducía a una pequeña puerta forrada de cobre y, detrás, un corredor de celosías blancas y azules daba paso a una habitación cuadrangular de unos veinte codos de lado. Ibn Sina pensó que debía ser la antesala a la habitación principal del emir. En aquel aposento esperaban, en bancos de cedro adosados a las paredes, diez o doce personas: daylamitas de piel curtida, nómadas de las tierras orientales, de ojos rasgados y amarillenta tez, kurdos de nariz aguileña. Unos fumaban del narguile con ojos vigilantes, otros tomaban tortas, pasas y queso blanco, y el resto cuchicheaba.

—Es aquí, tras esa puerta de ébano.

En el interior, en el centro de la habitación, el emir gruñía en un letargo febril sobre un lecho de caoba africana de tintes rojizos, rematado por un dosel de marfil con inscripciones del Corán; a su alrededor, desde cuatro pebeteros de bronce, ascendían volutas de humo perfumado. Al tiempo que el médico se aproximaba hasta la cama el físico le iba explicando que el dolor de Nuh II aparecía y desaparecía sin ajustarse a patrón alguno. Podía sumirse durante varios días en un estado enfebrecido aquejado de cólicos continuos y súbitamente restablecerse sin que supieran cual de los remedios actuó con acierto, porque en la siguiente crisis y utilizando los mismos tratamientos de la precedente no obtenían éxito de nuevo. A veces sufría horribles jaquecas durante horas, y aunque conseguían reducir el dolor con miel, ajo y emplastos de cebolla, el mal regresaba a la mañana siguiente con mayor virulencia. El sirio añadió que a los cólicos sucedían períodos de estreñimiento sin que hasta el momento hubieran descubierto la causa de estos cambios en la sintomatología del enfermo.

Ibn Sina se arrimó al paciente, le separó los párpados y estudió sus pupilas, le sujetó la muñeca izquierda y presionó con el índice y el corazón para tomar el pulso de la sangre, acercó el oído derecho al pecho del emir y se mantuvo en esa posición durante unos instantes. A los dos lados del enorme camastro esperaban el visir, el chambelán, el cadí, una decena de servidores, el médico de la Corte y otros seis médicos más, incluido el sirio.

El médico elevó la cabeza del emir, le abrió la boca y examinó con cuidado las encías, la dentadura y la lengua. El físico sirio advirtió, en un tono lo suficientemente alto para que todos lo oyeran, que en lugar de un hombre de ciencias comparecía un sacamuelas, lo que incitó a la concurrencia a una risa floja. Pero Ibn Sina cortó el regocijo con una mirada encendida y, ante la sorpresa general, se acercó en dos zancadas hasta el sirio y lo arrastró hasta el emir.

—¡Oh, gran médico de Damasco!, ¿ves estas manchas moradas bajo los dientes, en las encías?

Mientras preguntaba lo obligaba a asomarse a la boca de Nuh II.

—¿Las ves? —Insistió, forzándole a permanecer tan cerca que percibía la pestilencia que surgía de la garganta del emir.

—Sí, las veo —gritó el sirio tratando de zafarse de la mano de Ibn Sina y apartarse de la fetidez que despedían los órganos internos del príncipe.

—¿Y a qué crees que se deben? —Interrogó Ibn Sina soltándolo al fin.

—Son ulceraciones por la mala higiene bucal del príncipe —aseguró—. ¿Qué tiene esto que ver con los dolores de nuestro señor?

—No, no son ulceraciones. Te diré, os diré a todos, a qué se deben. Aunque antes de proseguir necesito averiguar algo más. ¿Alguien puede traer las copas en las que el emir bebe habitualmente?

El chambelán palmeó una vez y cuatro esclavos que permanecían ocultos tras la cabecera del lecho se apresuraron hacia la puerta. Poco después regresaron con otros seis esclavos más, entre todos reunían medio centenar de recipientes de diverso tamaño, material y color. Muchos se fabricaron a partir de piezas de plata u oro, aunque también podía distinguirse una decena de copas de terracota profusamente decoradas. Ibn Sina observó éstas especialmente; elegía una, la olía, la palpaba, probaba los bordes ante el desconcierto de los presentes y pasaba a la siguiente. Al completar el examen anunció que el emir Nuh II estaba siendo envenenado.

De pronto, un murmullo de voces se desparramó por la sala.

—Muchacho de mal agüero —clamó uno de los médicos.

—¿Has venido a verter la copa de la discordia en palacio? ¡Mala víbora!

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