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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (34 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El castellano dudó. Si aceptaba su petición, descubrirían que les engañaba y tendría que enfrentarse a ellos, y si les negaba la salida igualmente debería pelear, y después de media jornada combatiendo no se encontraba con fuerzas.

—No os apuréis, no tendréis que apartaros para dejarnos pasar. Aquí mismo hay otra salida, esta ventana —advirtió el
Viejo de la Montaña
al descubrir la duda en los ojos del caballero—. Es vuestra decisión. En cualquier caso, os aconsejo que lo meditéis porque aquí dentro el número de contendientes es importante. Venderíamos cara nuestras vidas.

—De acuerdo, podéis salir —aceptó el castellano haciendo ver que le costaba tomar esa resolución—. Hacedlo presto, antes de que pierda la paciencia y mande llamar a mis hombres.

Los primeros en atravesar el marco de la ventana fueron los asesinos que mantuvieron inmovilizado a El-Jozjani; detrás los que habían sujetado a la muchacha. En ese momento la joven se lanzó hacia su abuelo y le abrazó entre quejidos y llantos.

Por último, con la furia escasamente contenida, escapó As-Sabbah, no sin antes lanzar una amenaza al interior de la vivienda.

—Antes o después os encontraré de nuevo.

Zaida lloraba ruidosamente ante el anciano. La violencia ejercida por los hashishin había acabado con su vida. Su nieta se negaba a aceptarlo y gritaba mientras trataba de despertarle. El castellano se acercó a la muchacha y la miró directamente al rostro por primera vez. Sus rasgos eran perfectos: ojos almendrados, grandes, con un verdor esmeralda que embaucaría a cualquier hombre, boca de labios sedosos y nariz pequeña acabada en una preciosa punta, difícil de ver por aquellas tierras. Apenas era una niña.

—Levántate, muchacha —le dijo con toda la dulzura de que era capaz.

La joven no entendía su lengua aunque sentía que podía confiar en ese hombre. Con la mirada aún empañada por el llanto, se arrodilló junto a su abuelo y le cerró los párpados, luego recogió algunas pertenencias, entre ellas diversos legajos de papel, y abandonó la casa escoltada por el caballero.

Capítulo X

La pantalla emitía un brillo intenso sobre el rostro del médico. Desde el último mensaje de Silvia había permanecido en silencio sentado en el incómodo sofá meditando. ¿Qué podía hacer por ella? ¿Qué había pasado para llegar a esta situación? ¿Silvia desaparecería como David? ¿Dónde está David? Todas esas preguntas y más se hizo durante aquella mañana. Fuera el sol se mostraba generoso con los habitantes de San Petersburgo, quienes, poco acostumbrados a sus caricias en esta estación del año, salían a pasear de la mano de sus parejas y acompañados de sus hijos. El doctor Salvatierra los contemplaba a través de la ventana, eran felices, tan felices como él lo había sido también, no ahora, en otra época, en aquellos años en que David correteaba entre ellos. Es verdad que a él nunca le gustó ejercer de padre amoroso que sale a pasear por los parques y los domingos invita a comer. Silvia a veces lo sacaba a rastras. Pero tampoco había sido un mal padre, por lo menos hasta la adolescencia de David. Ahora comprendía que no supo entenderle, ya era tarde, se lamentaba. Y el error se multiplicó luego con Silvia, ¿de quién es la culpa cuando las cosas van mal con un hijo? La iba a perder, estaba seguro de ello. En realidad ya la había perdido hace un año, cuando lo abandonó en Madrid.

—Cuando quieras empezamos —repitió Javier.

El doctor Salvatierra no le había oído la primera vez. Le miró a los ojos. Javier lo encontró desgastado, mayor, había malgastado mucha de la firmeza que descubrió en él en los últimos días.

—¿Comenzamos? —Insistió.

Alex los contempló. Ella también experimentaba la necesidad de averiguar el paradero del documento, alguien debía morir por su padre. Ese era su objetivo, no había otro. Se preguntó qué estarían cuchicheando en el Museo Británico después de tantos días sin dar señales de vida. En realidad daba igual, siempre había sido un poco huraña.

—Este es el documento —dijo Javier mientras pulsaba con el ratón en el icono de la pantalla del hotel ruso.

Ante ellos se desplegó un
pdf.
Era un libro escaneado con una portada de color tierra en un tono parecido al cuero viejo. El interior contenía una serie de dibujos con detalles en verde, azul y rojo, e inmensas letras con curvas, lazos, vueltas y revueltas algo cargantes por todos lados, o eso le pareció al médico, que no era experto en la materia. Su autor puso considerable tiempo y esmero en la caligrafía.

—Lástima que no dispongamos del original —lamentó el agente. Javier hubiera preferido sentir en sus manos la textura rugosa del papel, seguramente confeccionado con piel de cordero, y extasiarse con los olores añejos que debía desprender un documento de esa antigüedad.

Tanto el título como el contenido habían sido escritos en una lengua incomprensible para los tres. No obstante, pudieron identificarla, era castellano antiguo.

—¿Cómo lo traducimos ahora? —Preguntó Alex un tanto decepcionada.

Javier pulsó sobre la portada del libro y se abrió una ventana diminuta con una línea en blanco, necesitaban una contraseña.

—¿Cuántos espacios tiene?

El agente contó para sí y respondió que ocho.

—Prueba con SSalSCos

Javier introdujo las letras y el archivo se cerró ante el desconcierto de los tres.

—¡Qué ha pasado! —Exclamó el doctor.

Javier levantó la mano reclamando paciencia. Dos segundos después el archivo se abrió de nuevo, esta vez traducido.

«De cuando Dios se levantará para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor»,
ese era el título del libro. Un historiador pensaría que se trataba de un libro sumamente extraño para haber sido escrito en Burgos, y más concretamente en el Monasterio de Silos, a pocos kilómetros entonces de una frontera levantada en armas para contrarrestar la invasión de los sarracenos, reflexionó Alex.

—Debe ser bastante antiguo —murmuró pronunciando las palabras muy despacio y con vacilaciones, como si temiera que su voz fuese a romper el hechizo que les transmitía el libro desde una Castilla perdida en los confines del tiempo.

El médico echó una ojeada al número de páginas.

—Ciento cuarenta y siete páginas —comprobó con pesadumbre—. Esto nos llevará un buen rato —añadió apartándose de la pantalla—. Quizá fuese mejor que uno de vosotros leyera.

Alex y el agente se miraron. El brillo en el fondo del iris de Javier era suficientemente claro, él quería ser quien les trajese las palabras desde el pasado. La inglesa le sonrió y movió la cabeza en un gesto inapreciable, concediéndole el lugar principal ante la pantalla.

—No vayas muy deprisa —lo previno Alex, tratando de mostrar que había accedido a cederle el puesto, y no que él se lo había arrebatado. El agente obvió el comentario, decidido a comenzar la narración inmediatamente.

—Esta obra contiene una historia, una historia de un noble caballero y una hermosa mujer, ambos amados entre sí, mas obligados a ocultar su amor, un amor que atravesaría las puertas de la muerte y que daría un fruto inigualable. Trata de sus vidas, del amor que se profesaron durante tantos y tantos inviernos, y del fruto que cuidaron bajo su seno, un fruto del que brotará algún día el árbol del bien y el mal, como aquel que un día germinara en el Edén, y del que Adán y Eva no debieron probar un bocado.
—Leyó el agente.

—No entiendo absolutamente nada. —Criticó la inglesa sin que sus compañeros pudieran interpretar si hablaba del contenido del libro o si, por el contrario, se refería a la pronunciación del agente, un tanto confusa.

—Yo lo hago todo lo bien que puedo.

—Déjalo. Sigue. —Acabó por decir Alex ofuscada.

Javier prosiguió:


Mi relato comienza tras la famosa toma de Jerusalén. Este caballero cristiano y castellano participó de la batalla venciendo en buena lid a sus adversarios, mas no fue su única labor en Tierra Santa. Su valor y coraje le llevaron a salvar de un vil y cobarde ataque a una joven dama de rostro cobrizo y ojos glaucos, una princesa mora que años después abandonaría su fe por el amor del caballero.

—Parece una novela rosa. —Interrumpió Alex.

El agente le dirigió una mirada irritada por los continuos paréntesis en su narración. Luego reemprendió su lectura.

—Al no disponer de quien defendiera su honor, pues la dama perdió a su familia en la contienda, el valeroso caballero se ofreció a protegerla y ayudarla en el porvenir. La dama mora no podía más que aceptar la generosa proposición del caballero, y ambos partieron prontamente de Tierra Santa acompañados por un escudero, quien durante el viaje hizo las veces de mozo y servidor en toda tarea que le era encomendada. En ese caminar atravesando tierras de llanuras inabarcables y terrenos pedregosos, donde el hombre es un animal más en busca de su supervivencia, surgió una llama de amor puro entre dama y caballero, mas como el caballero además de noble, era honesto y no un vulgar asaltador de camas ajenas, el respeto más limpio se estableció entre hombre y mujer. Tan sólo miradas encendidas de pasión y palabras obsequiosas se atrevieron a romper el grueso muro que los buenos cristianos han de interponer en una relación no santificada. Y en esas anduvieron durante días y semanas, durmiendo bajo el cielo turquesa, comiendo las más de las veces de aquello que la naturaleza les proporcionaba y soñando con un futuro que bendijera el sacramento del matrimonio. Sin embargo, aquellos días de felicidad morirían cuando el caballero pisó el suelo de la casa de sus antepasados. Su padre, su madre, sus tías, el obispo, las comadres... el pueblo entero encontró en esa bella dama la encarnación del demonio. La infiel debe permanecer en su lugar, dijeron sus padres ante la idea de un matrimonio. Sus tías consideraban que la infiel había de regresar con los suyos. La infiel se comprometerá en la religión verdadera con gesto contrito, mandaba el obispo. Entretanto, ambos amantes dormían bajo techos distintos y soñaban con el cuerpo del otro, arrebatado por la ignorancia. Hombre y mujer, obligados a permanecer alejados, vivieron vidas separadas durante algunos meses, mas aquella situación no habría de durar por tiempo indefinido, porque la lujuria que nació en el fondo de sus ojos fue apoderándose de sus sentidos hasta hacerles pecar. Y el pecado se enredó en sus pies como la hiedra insana y subió por sus torsos, se enroscó en sus brazos y se aferró a sus mentes, hasta que, sin que nadie hubiese reparado en ello, la dama recibió en su vientre un fruto prohibido nacido de la pasión consumada con el noble caballero...

—No decía yo... una novela rosa. —Insistió Alex.

—A ver, Javier, pasa algunas páginas y busca algo que nos interese verdaderamente, no podemos perder más tiempo. Este libro contiene las claves según Silvia, pues bien..., busquemos esas claves sin entretenernos en detalles vacuos.

El agente del CNI volvió a la pantalla con gesto adusto. Leyó para sí con rapidez, tratando de encontrar algo que hiciera referencia al manuscrito a medida que pasaba las páginas, y unas decenas de hojas después halló en el texto lo que podía ser una alusión.

—Aquí parece que he encontrado algo:
«... y ella le descubrió un pergamino fabricado con piel de oveja cubierto de signos desconocidos para él, probablemente números o palabras en lengua árabe. El documento, decía su amante, ya era anciano cuando ella nació. Y debía ser protegido, puesto que su poder era capaz de hacer brotar la semilla del mal hasta incendiar los corazones de los hombres en luchas fratricidas sin descanso...».

El agente calló unos segundos. Parecía que estuviera interiorizando el alcance de las palabras.

—Se refiere al manuscrito.
«... Por eso es vital que lo escondamos donde no perjudique a tu pueblo ni al mío, le dijo la bella dama a su amante enamorado. Después fueron a atender al pequeño fruto de sus entrañas, que debía anhelar en su cuna el cálido tacto del pecho de su madre, fuente del vigor que más adelante le haría un muchacho fuerte y aplicado...
—Javier levantó la cabeza de la pantalla—. Continúa hablando del niño unas páginas más...

—No puede ser... Tiene que hablar del manuscrito —reiteró el médico desconcertado.

—Seguiré buscando. —El agente volvió a leer en la pantalla sobrevolando las palabras sin apenas rozarlas, sin detenerse en puntos y comas, rebuscando entre ellas alguna que diera razón a la búsqueda emprendida, y no mucho más tarde, casi al final ya del códice, encontró un nueva referencia—
... Madre sufría mucho. La muerte de Padre la había dejado sumida en un estado de olvido continuo de la realidad. Su único objeto era ya esa piel de oveja, por tantos años escondida, por tantos años vigilada. Llegó el día, como todo ha de llegar, hasta la muerte, en que el poder cambia de manos. En aquellas fechas Madre decía que a mí me tocaba renovar la savia de los guardianes de la luz y las sombras, como ella solía llamarse a sí misma. Insistía una y otra vez en que mi misión consistía en preservar el contenido hasta que fuese el momento adecuado de entregarlo. Siempre pregunté, mas Madre nunca aclaró cuándo llegará el instante en qué yo deba cederlo y, más importante aún, a quién deberé confiarlo. Parecía acogerse a sagrado si trataba de sonsacarla. Y, como buen hijo es quien santifica a sus padres, yo acometí la tarea emprendida por Madre y renové sus votos de custodia. Los años pasaron y me hice viejo. Viví mucho tiempo y viví bien, Dios sea loado, pero ahora el poder de Oriente ha de pasar a otro guardián, como hizo Madre hace muchos inviernos conmigo. Lamentablemente, mi situación es muy diferente. Centenares de ojos me acechan, saben que oculto algo y quieren arrebatármelo. No confío en nadie. Mi fe sólo llega al abad aunque él tampoco serviría, sus muchos años al frente de la congregación y sus numerosas obligaciones lo invalidan. Mi Dios me dice que obro acertadamente, tal vez me equivoque si bien no tengo elección. Que Dios me perdone si yerro.

El agente dejó de leer.

—¿Ya está, ahí acaba? No entiendo que... —comenzó a decir el médico.

—Espera —le cortó Javier—aquí hay un lugar y una fecha:
Santo Domingo de Silos, Año del Señor de 1164.

—Eso no es decir mucho —insistió.

—Hay más páginas, y además son las que buscamos —añadió entusiasmado Javier—pues empiezan con un título muy bien escogido:
Guía para la búsqueda del poder de Oriente.

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