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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (30 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Tras una breve manipulación de Javier para descifrar la clave alfanumérica, el dispositivo reveló una carpeta con dos archivos. El primero de ellos era un sencillo formato mpg, probablemente un vídeo de la mujer de Salvatierra, y el segundo un pdf. Comenzaron por el archivo de video.

«Hola cariño. Indudablemente, debes ser tú quien esté viendo esta grabación. Nadie más hubiera sabido qué ver en el cuadro y dónde buscar en el Hermitage. Simón, si has llegado hasta aquí significa que estoy verdaderamente en peligro o... Te lo ruego, encuéntralo... —Silvia hablaba con emoción apenas contenida. Aguardó unos segundos y después reemprendió su monólogo—. Esta misma carpeta contiene otro archivo, un pdf, es un mapa, una guía para encontrar el manuscrito de Avicena. Sólo hay que saber interpretarlo. Yo apenas he tenido tiempo, llegó a mis manos hace unas horas. Ahora te toca a ti leerlo. Mi amor, siempre te he querido, más incluso de lo que a veces te haya podido parecer. —En ese momento dejó caer unas lágrimas—. Que los alisios te sean propicios».

El médico sonrió.

—Es una frase que a veces nos decíamos al despedirnos. Es de una tragedia griega... —se excusó con un leve movimiento de hombros.

Los tres permanecieron en silencio. Javier fue el primero en hablar.

—Bueno, doctor, creo que tendríamos que echar un vistazo a ese documento y ponernos manos a la obra si queremos conseguir ese manuscrito antes de encontrarnos de nuevo con...

El médico se mantenía callado. Parecía reflexionar.

—Si quieres, yo me encargaré de revisarlo —insistió Javier.

—Me parece que el doctor tiene otra opinión —dijo Alex, que por primera vez hablaba desde la llegada del agente del CNI—. Deberíamos oírle primero a él.

Javier le devolvió una mirada enfurecida. No entendía a qué se debía que esa entrometida se interpusiera entre los dos. En su opinión, no sólo era una pieza desechable sino que además les podía causar problemas, por ello había tratado de convencer al médico de que su presencia era necesariamente prescindible. Lamentablemente, éste no había querido atender sus ruegos.

—¿Qué otra opinión va a tener el doctor? Es bien fácil, su mujer le ha pedido que busquemos el manuscrito. Es la única solución para encontrarla.

—O no —sentenció el médico ante la sorpresa del agente.

—¿Cómo que no? Tu mujer ha desaparecido, nos pisan los talones terroristas y espías. No tienes otra opción que seguir adelante —dijo el agente, apelando a su sentido común.

—Tal vez aunque no estoy seguro.

El agente del CNI comprendió que no estaba siendo honesto con él, entendía sus dudas y sus miedos, y en el fondo aceptaba que no quisiera dar un paso sin haberlo meditado, pero a él le habían dado unas órdenes. Se preguntó qué hacer y en ese momento recordó a su padre. El deber antes que la devoción le había dicho en multitud de ocasiones, era una frase que odiaba, una frase que había servido a su padre, que se había interpuesto entre ambos en muchas ocasiones, si bien, reconocía, le había rescatado de algunos sitios en los que nunca debió caer. Pese a la simiente que los remordimientos alojaban en su conciencia no tenía claro a quién o qué debía lealtad.

—Puede que tengas razón, doctor. Discúlpame, no pretendía obligarte. La tensión ha podido conmigo.

—No estoy enfadado. Has sido la única persona que me ha ayudado en estos días. Sólo te debo agradecimiento..., y si de verdad crees que lo mejor para mí y mi esposa es buscar ese dichoso manuscrito, lo haré.

El agente se le quedó mirando. Disponía de la oportunidad de inclinar la balanza a su favor, simplemente tenía que decir que sí y su objetivo volvería a estar a un paso. Sin embargo, negó con un movimiento de cabeza.

—Lo que tú creas estará correcto —le contestó apenas en un susurro.

Mientras tanto, en Alex comenzaba una pugna interna. Había intervenido a favor del médico cuando creía que el agente no estaba siendo justo con él, con todo luego advirtió que si se alejaban de la posibilidad de encontrar ese manuscrito del que hablaban, también se distanciaría de la búsqueda del asesino o asesinos de su padre, propósito que continuaba inserto en su mente y que no iba a abandonar pese a la muerte de Jeff o a los contratiempos que le surgieran. Renacía aquella Alex que conoció el inspector, y, lo que es más importante, la inglesa volvía a tomar conciencia de ello.

—Aunque no vayamos tras el manuscrito, sí tenemos que buscar a su mujer —indicó Alex de improviso.

Los dos hombres la miraron.

—Sí... Tienes razón —titubeó el médico.

—¿Y por dónde comenzamos?

En circunstancias normales, la policía sería una buena opción, aunque en un país como ese, y con terroristas y agentes internacionales tras su pista, no parecía la más adecuada. El agente, más ducho en este tipo de circunstancias, habló primero.

—Vamos a suponer que Silvia no está secuestrada ni la han... —contempló al médico con detenimiento, tratando de discernir si debía pronunciar una palabra tan cruda—asesinado.

El médico le mantuvo la mirada.

—Si hubiese sido secuestrada —prosiguió, obviando la segunda posibilidad—, alguien se habría puesto en contacto con el doctor, pero no ha sido el caso. Por tanto, debemos pensar que ha desaparecido por su propia voluntad, y si es así, en algún momento se comunicará contigo o con alguien que conozca aquí en San Petersburgo. ¿Sabes de algún amigo?

El médico trataba de hacer memoria y no recordaba que Silvia le hubiera hablado de alguien fuera del trabajo. Siempre se había dedicado por entero a la ciencia o a su familia. La verdad, se decía, es que ni él mismo ni ella habían prosperado mucho en materia de relaciones sociales.

—No creo que tenga amigos fuera de los laboratorios.

—Entonces, la única opción es que haya intentado hablar contigo y no haya podido. Hay que tener en cuenta que te quedaste sin móvil en París.

Asintió. Parecía que hubieran transcurrido meses desde que los arrestaron en Francia, sin embargo no hacía ni una semana de aquello.

—Cabe una posibilidad —interrumpió Alex—. Su esposa podría haberle enviado un correo electrónico.

—Tal vez.

—¿Tiene algún correo virtual?

Al agente no le gustaba la actitud decidida de su nueva compañera, podía poner en peligro la misión por la que se encontraba en esos momentos junto al médico en mitad de San Petersburgo. Lamentablemente para Javier, el doctor Salvatierra valoraba la espontaneidad que adivinaba en Alex y, sobre todo, la fuerza de voluntad que parecía rezumar, tan parecida a aquella que emanaba su esposa, siempre tan dada a llevar la voz cantante. Lo cierto es que Alex y Silvia se parecían más de lo que el doctor se hubiera atrevido a confesar, y por ello en esos momentos confiaba plenamente en su juicio.

—Puede que tengas razón. La mejor opción sería acceder a mi correo, si me ha enviado algún mensaje, allí lo podré encontrar.

Javier, sintiendo que había perdido una pequeña batalla, acercó su disco duro al médico.

—Déjame que lo prepare y podrás conectarte a tu correo.

Minutos después el médico comprobó que no existía ningún mensaje de su esposa.

Los tres se sentaron derrotados en una de las camas. La búsqueda se iniciaba con más dificultades de las esperadas. Quizá debían meditar un poco más antes de emprender la acción, pensó el agente mientras jugueteaba descuidadamente con sus dedos sobre la pantalla prestada por el hotel. Alex le miraba pulsar el polímero plástico absorta en sus pensamientos, y el médico observaba la pared, como si en sus manchas moteadas pudiera ver dibujada la solución a sus pesares.

—Si existiera otra forma de comunicarse conmigo... —cavilaba en voz alta.

La inglesa mantenía los ojos fijos en el agente.

—Quizá sí —planteó al tiempo que giraba la cabeza para mirar al médico con cara de niña sabelotodo—. No sé cómo no hemos caído antes, es tan sencillo.

—¿A qué te refieres? —intervino Javier.

—Al buzón de voz de su móvil.

Alex guardó un silencio expectante, esperando escuchar ahora los halagos de su público, pero ninguno de los dos hizo comentario alguno. Luego el doctor pareció despertar.

—Creo que no tengo contraseña, o por lo menos no me acuerdo.

—Si no la has cambiado nunca la contraseña por defecto es 1234 —contestó Javier—, aunque no creo que funcione.

Alex le miró con reprobación, estaba claro que el agente no se iba a mostrar de acuerdo con ninguna de sus ideas.

—Tal vez resulte —intervino el médico—. Después de todo, no disponemos de otras opciones.

—Necesitamos el número de teléfono del buzón de voz.

—Marca el 609 123 123 —musitó Javier, no deseaba que aquello saliera bien, sin embargo no veía por qué no debía ayudar— con el +34 delante.

Tenía dos mensajes y varias llamadas perdidas. El primero era de Silvia, le pedía ayuda y le decía que estaba perdida, que habían asesinado a un compañero y no sabía qué hacer. Lloraba. Alex había encendido el altavoz al comienzo de la llamada y ahora trataba de apagarlo para evitarle más sufrimientos al doctor aunque él ya la oía verter lágrimas.

—¡Tenemos que buscarla!

El segundo mensaje sonaba distinto.

—Hola Simón. —Era su mujer.

Unos crujidos y un murmullo delataban que no estaba sola.

—Unos señores me han secuestrado. No sé quiénes son, al menos no sé quiénes son todos... —se aventuró a decir.

De pronto se oyó un sonido brusco y Silvia emitió un quejido, la habían golpeado. El doctor se derrumbó en el sofá. Después Silvia volvió a hablar.

—Sé qué es lo que quieren y... —calló unos segundos—también sé qué estarían dispuestos a hacer por conseguirlo. Sólo hay una solución: debes traerles el manuscrito... Te quiero, mi amor.

La grabación se interrumpió definitivamente.

Alex contempló al médico sentado en el sofá con la cabeza agachada y las manos revolviéndose el pelo. Estaba desesperado, tan desesperado como ella había estado en los últimos días, a punto de perder a alguien para siempre, como a ella ya le había ocurrido, y quizá por la misma mano que le arrancó la vida a su padre.

—Descansemos un poco —dijo lacónicamente Javier—, esta tarde comenzaremos a buscar ese manuscrito— sentenció mientras encendía de nuevo la pantalla que le habían prestado.

Capítulo IX

1099 de la Era Cristiana... 492 de la Hégira...

Aquella noche el campamento era un hervidero. Godofredo de Bouillon se había reunido con los generales de su Ejército para planificar la batalla de la mañana siguiente; en unas horas empuñarían de nuevo las armas y cargarían contra los sarracenos que protegen Jerusalén. El asedio se había prolongado demasiado, los soldados se desanimaban y los víveres comenzaban a escasear; la única solución era romper la resistencia de esos demonios y tomar la Ciudad Santa para la Cristiandad.

Los fuegos de las hogueras crepitaban en la noche cerrada pero nadie se arremolinaba a su alrededor. Las tropas cristianas bullían de excitación; algunos, unos pocos, rezaban hincados de rodillas y buscaban señales divinas en los fenómenos del cielo, otros muchos jugaban a los dados, se trajinaban a las rameras o afilaban sus espadas y limpiaban con escupitajos sus yelmos y cotas de mallas, a la espera de que la sangre tiñera de bermellón sus cuchillos.

A media legua un escudero de la vieja Castilla, Tomás Ruiz de Mazariegos, espoleaba a su caballo. Había abandonado sus tierras año y medio atrás para seguir el rastro de su amo a través de Francia, Roma y, más tarde, Edesa, Antioquía y, por fin, Jerusalén. Al alcanzar el campamento, dos de los guardias que protegen el perímetro le dieron el alto con las lanzas apuntando al pecho del caballo, que, ante la presencia tan cercana de los lacerantes cuchillos, se asustó y encabritó. Con no poca dificultad, Tomás consiguió apaciguar el brío del animal y desmontó.

Los guardias mantuvieron su actitud agresiva. Pero el escudero traía consigo credenciales del Rey de Francia, Felipe Il, y del Papa Urbano Il, documentos que, por supuesto, le habían abierto todas las puertas entre Europa y Tierra Santa.

—Debo hablar con el duque de Baja Lorena inmediatamente. Entre vuestras filas se encuentra un caballero con el que me debo entrevistar.

—¿Y eso quién lo dice? —replicó uno de los guardias.

—Eso lo dicen estas cartas.

Los soldados no sabían leer, sin embargo conocían los escudos que sellaban los documentos que portaba el extraño. Ante tales firmas no había discusión posible, así que lo guiaron hasta la tienda de su jefe.

—¿Qué deseáis, buen señor? —Preguntó uno de los sirvientes apostados a la entrada de la tienda de Bouillon.

—He recorrido muchas leguas para ver a tu amo. Tengo algo importante que comunicarle. Ve presto y anúnciale que un mensajero de Su Majestad el Rey de Francia y de Su Santidad el Papa desea entrevistarse con él.

El gesto de sorpresa del sirviente no le pasó desapercibido. Para el escudero ya era costumbre el pasmo que provocaba al advertir en nombre de quien hablaba. El plebeyo no acertó a pronunciar palabra tan sólo inclinó ligeramente la cabeza y dio varios pasos hacia atrás, como si temiera dar la espalda a tan ilustre visitante. Ruiz de Mazariegos, divertido, se apoyó en uno de los dos postes que servían para sujetar el techo de la entrada de la tienda y aguardó a que su aviso fuera transmitido.

La espera no fue larga.

—Señor, pasad. El duque os recibirá —dijo con grandes aspavientos el siervo de Bouillon.

En el interior de la tienda, Ruiz de Mazariegos se encontró con una decena de caballeros del Ejército que asediaba Jerusalén, entre los que supuso se encontrarían los hermanos del duque, Eustaquio y Balduino, y Bohemundo de Tarento, de los que tanto había oído hablar durante su viaje por tierras sarracenas.

El escudero trató de disimular los efectos de las numerosas jornadas a caballo sobre la aridez del desierto pero el polvo que manchaba sus vestiduras, la barba descuidada y las ojeras de las noches pasadas al raso hacían inviable esconder las asperezas del viaje.

—Por lo que me dicen, viajáis solo y sin los lujos acordes a vuestros señores. Me sorprende que un enviado de tan insignes personajes atraviese Tierra Santa de esta manera —advirtió Godofredo de Bouillon.

—Señor duque, permitidme que interrumpa vuestra guerra, pero...

—¿Mi guerra? —interrumpió encendido—. ¿Decís mi guerra? Creo recordar que sois embajador del Papa Urbano II, quien arengó a toda la Cristiandad para que protegiera el Santo Sepulcro de los sucios mahometanos.

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