Misteriosamente, su voz parecía venir de algún lugar detrás de ellos, de forma que los dos hermanos se volvieron, pero sólo vieron dos estatuas de hierro cubiertas de musgo sobre los tres arcos de la iglesia: una mujer sobre un caballo empuñando una espada a la derecha y un hombre sujetando un cetro a la izquierda. —Le estaba esperando. La voz parecía salir de la estatua del hombre. —Es un truco barato —comentó Scatty desdeñosamente mientras se quitaba los restos de cera que llevaba en sus botas de combate con punta de acero—. No es más que ventriloquia.
Sophie esbozó una tímida sonrisa. —Pensé que la estatua hablaba —admitió un tanto avergonzada.
Josh soltó una carcajada e inmediatamente reconsideró lo que había dicho su hermana.
—Supongo que no me habría sorprendido si fuera cierto.
—El bueno de Dee le envía saludos. —La voz de Maquiavelo continuaba flotando en el aire.
—Entonces debo entender que sobrevivió en Ojai —respondió Nicolas en tono coloquial, sin alzar la voz. Manteniéndose erguido y con gran disimulo, Flamel se llevó las manos a la espalda y miró de reojo a Scatty. A continuación, empezó a tamborilear los dedos de la mano derecha e izquierda en ambas palmas.
Scatty alejó a los mellizos de Nicolas y los tres se escondieron bajo las sombras de los arcos. Con Sophie a un lado y Josh al otro, Scatty posó las manos sobre sus hombros. En ese instante, las auras de los mellizos resplandecieron de color plateado y dorado. La Guerrera se aproximó todavía más a los hermanos.
—Maquiavelo. El maestro de las mentiras —susurró Scatty al oído de los mellizos—. No debe oírnos.
—No puedo decir que sea un placer volver a verle, signore Maquiavelo. ¿O en esta época prefiere que le llame monsieur Maquiavelo? —dijo el Alquimista en voz baja, apoyándose en la barandilla y contemplando fijamente el pie de la escalinata blanca, donde Maquiavelo aún era una pequeña figura.
—Durante este siglo, soy francés —respondió Maquiavelo con una voz perfectamente audible—. Me encanta París. Es mi ciudad favorita de Europa, después de Florencia, por supuesto.
Mientras Nicolas hablaba con Maquiavelo, éste seguía con las manos detrás de la espalda que pasaban completamente desapercibidas a ojos del otro inmortal. Flamel movía los dedos continuamente, los tamborileaba y chasqueaba.
—¿Está elaborando un hechizo? —susurró Sophie al ver los movimientos de sus manos.
—No, está hablando conmigo —explicó Scatty.
—¿Cómo? —murmuró Josh—. ¿Magia? ¿Telepatía?
—Lenguaje de signos norteamericano.
Los mellizos se miraron el uno al otro desconcertados.
—¿Lenguaje de signos norteamericano? —inquirió |osh—. ¿Conoce el lenguaje de signos? ¿Cómo?
—Parece que has olvidado que Nicolas ha vivido muchos años —respondió Scathach con una sonrisa que dejaba entrever sus dientes vampíricos—. Además, ayudó a crear el lenguaje de signos francés en el siglo XVIII —añadió como si nada.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Sophie impaciente. La joven no lograba encontrar el conocimiento necesario para traducir los gestos de Nicolas en la memoria y sabiduría que la Bruja le había transmitido.
Scathach frunció el ceño. Sus labios empezaron a moverse mientras pronunciaba una palabra.
—Sophie... brouillard... niebla —tradujo. Entonces sacudió la cabeza—. Sophie, te está pidiendo niebla. Esto no tiene sentido.
—Sí que lo tiene —respondió Sophie mientras una docena de imágenes de niebla, nubes y humo se le pasaban por la mente.
Nicolás Maquiavelo se detuvo después de subir unos peldaños y tomó un profundo respiro.
—Mis hombres tienen la zona rodeada —informó mientras intentaba ascender un poco más, acercándose así al Alquimista. Se había quedado sin aliento y las pulsaciones le iban a mil por hora. Necesitaba volver al gimnasio lo antes posible.
Crear el tulpa de cera le había agotado. Jamás había concebido uno de tales dimensiones y nunca desde la parte
trasera de un coche que rugía entre los estrechos callejones del barrio de Montmartre. No había sido una solución muy elegante, pero su objetivo era mantener ocupados a Flamel y a sus acompañantes en la basílica hasta que él llegara. Y lo había conseguido. Ahora, el famoso monumento estaba rodeado, había más gendarmes en camino y había convocado a todos los agentes disponibles. Como presidente de la DGSE, sus poderes eran casi ilimitados y había dictado una orden para que los medios de comunicación no accedieran a la zona. Estaba orgulloso de sí mismo por saber controlar sus emociones, aunque debía admitir que en aquel instante se hallaba nervioso y excitado: pronto capturaría a Nicolas Flamel, a Scathach y a los mellizos. Habría triunfado en una misión en que Dee fracasó.
Después, alguien de su departamento filtraría una noticia a la prensa donde se explicaría cómo la policía detuvo a unos ladrones que querían irrumpir en un monumento nacional. Por la noche, el momento idóneo para las noticias de primera hora, entregaría un segundo informe en el que se detallaría cómo los prisioneros, desesperados, habían logrado hacer frente a sus guardias y escapar de la comisaría de policía. Jamás les volverían a ver.
—Le tengo, Nicolas Flamel.
Flamel se acercó al borde de la escalinata blanca e introdujo las manos en los bolsillos traseros de sus tejanos negros.
—Si no me equivoco, la última vez que pronunció estas palabras estaba a punto de profanar mi tumba.
Maquiavelo, sorprendido, se detuvo.
—¿Cómo lo sabe?
Más de tres siglos atrás, en la oscuridad de la noche, Maquiavelo había profanado las tumbas del matrimonio
Flamel en busca de pruebas que demostraran que el Alquimista y su esposa realmente habían fallecido. Además, quería comprobar si el Libro de Abraham el Mago yacía con ellos. El italiano no se sorprendió al descubrir que ambas tumbas estaban repletas de piedras.
—Perry y yo estábamos justo ahí, detrás de usted, escondidos entre las sombras. De hecho, estábamos tan cerca que podríamos haberle rozado cuando alzó la tapa de nuestra tumba. Sabía que alguien vendría... Pero jamás imaginé que sería usted. Debo admitir que me decepcionó, Nicolas —añadió.
El hombre de cabello blanco continuó subiendo las escaleras hacia el Sagrado Corazón.
—Siempre pensó que era mejor persona de lo que realmente soy, Nicolas.
—Soy de los que cree que el bien está en todos nosotros —susurró Flamel—, incluso en usted.
—En mí no, Alquimista. Ya no. Y desde hace mucho tiempo.
Maquiavelo se detuvo e indicó a la policía y a las fuerzas especiales francesas, armadas hasta los dientes, que se reunieran a los pies de la escalera.
—Le recomiendo que se entregue. Nadie le hará daño. —No sabe cuánta gente me ha dicho eso —respondió Nicolas con tono melancólico—. Y todos ellos mintieron —añadió.
Maquiavelo alzó el tono de voz.
—Puede tratar conmigo o con el doctor Dee. Y ya sabe que el mago inglés jamás ha tenido mucha paciencia.
—Hay otra opción —comentó Flamel, encogiendo los hombros y esbozando una sonrisa—. Podría no tratar con ninguno de ustedes.
Antes de dar media vuelta, miró por última vez a Maquiavelo que, al ver la expresión del rostro del Alquimista, dio un paso hacia atrás sobresaltado. Durante un instante, algo ancestral e implacable brilló en la mirada de Flamel, que destellaba una luz verde esmeralda. Ahora era la voz de Flamel la que susurraba, aunque para el italiano inmortal ésta resultaba perfectamente audible.
—Lo mejor sería que usted y yo no volviéramos a encontrarnos.
Maquiavelo intentó soltar una carcajada, pero sólo pronunció una risa temblorosa y nerviosa.
—Eso parece una amenaza... Y créame, no está en las mejores condiciones para amenazar.
—No es una amenaza —respondió Flamel mientras retrocedía dos peldaños—, es una promesa. El aire húmedo y fresco de la noche nocturna se entremezclaba con el rico aroma de la vainilla. En ese instante, Nicolás Maquiavelo supo que algo andaba mal.
Erguida, con los ojos cerrados, los brazos extendidos y las palmas mirando hacia arriba, Sophie Newman respiró profundamente en un intento de tranquilizarse y dejar volar su imaginación. Cuando la Bruja de Endor la había cubierto como una momia con vendas de aire sólido, le había revelado miles de años de sabiduría en cuestión de segundos.
A Sophie le dio la impresión de que, al recibir todos los recuerdos de la Bruja, su cabeza había aumentado de tamaño. Desde entonces, le atormentaba un terrible dolor de cabeza, la base del cuello la sentía rígida y notaba un molesto escozor detrás de los ojos. Dos días antes, era una adolescente norteamericana como otra cualquiera, preocupada por cosas normales: los deberes y trabajos del instituto, las últimas canciones y videoclips, los chicos que le gustaban, los números de teléfonos y páginas de Internet, los blogs y urls.
Ahora sabía cosas que nadie más podía saber.
Sophie Newman poseía los recuerdos de la Bruja de l:ndor; conocía todo aquello que la Bruja había contemplado, todo aquello que había vivido a lo largo de los milenios. Todo le resultaba un tanto confuso: una mezcla de pensamientos y deseos, observaciones, miedos y anhelos, un desorden borroso de lugares extraños, de imágenes espantosas y de sonidos incomprensibles. Era como si un millar de películas se hubieran entremezclado y editado juntas. Y dispersadas en este enredo de recuerdos había incontables incidencias en las que la Bruja había utilizado su poder especial, la Magia del Aire. Todo lo que tenía que hacer era encontrar un momento en que la Bruja hubiera evocado niebla.
Pero ¿dónde, cuándo y cómo encontrar ese momento?
Ignorando las voces de Flamel y Maquiavelo, haciendo caso omiso al desagradable hedor que desprendía el miedo dé Josh y desoyendo el tintineo de las espadas de Scathach, Sophie concentró sus pensamientos en crear niebla.
San Francisco solía estar sumida en una neblina y Sophie recordaba el puente Golden Gate emergiendo de una nube esponjosa de niebla. El otoño anterior toda la familia se fue a visitar la catedral de San Pablo, en Boston. Cuando salieron del histórico monumento, la calle Tremont había sido invadida por una niebla húmeda que había opacado completamente el parque de la ciudad. Entonces empezaron a inmiscuirse otros recuerdos: neblina en Glasgow, es-
pirales de niebla húmeda en Viena, niebla amarillenta y densa en Londres.
Sophie frunció el ceño; ella jamás había visitado Glasgow, Viena o Londres. En cambio, la Bruja sí... éstos eran los recuerdos de la Bruja de Endor.
Las imágenes, pensamientos y recuerdos, como las hebras de niebla que Sophie veía, se movían y se distorsionaban. De repente, ese cúmulo de imágenes se disipó. Ahora Sophie recordaba con claridad a una silueta ataviada con los trajes típicos del siglo XIX. Podía observarla mentalmente: se trataba de un hombre con una nariz alargada, frente ancha y cabello canoso rizado. Estaba sentado junto a un escritorio. Ante él tenía una hoja gruesa de papel de color crema. El hombre introducía la punta de una pluma en un tintero rebosante de tinta negra. Tardó un momento en darse cuenta de que éste no era uno de sus recuerdos, ni algo que había visto en la televisión o en el cine. Estaba rememorando algo que la Bruja de Endor había visto y hecho. Cuando se volvió para contemplar la silueta de ese hombre más de cerca, los recuerdos de la Bruja empezaron a brotar: el hombre era un célebre escritor inglés que estaba empezando a trabajar en su nueva obra. El escritor alzó la vista y esbozó una tierna sonrisa; entonces movió los labios, pero no produjo ningún sonido. Inclinando ligeramente la cabeza hacia el hombro del escritor, Sophie leyó las palabras «Niebla en todas partes. Niebla en el río. Niebla debajo del río» en una caligrafía curvada muy elegante. A través de la ventana del estudio del escritor, una niebla gruesa y opaca se enroscaba como el humo en un espejo sucio, cubriendo el fondo como una manta impenetrable.
Bajo el pórtico del Sagrado Corazón, en París, el aire se volvió húmedo y fresco y cobró el rico aroma del helado de vainilla. Un hilo blanco se escurrió por cada uno de los dedos de Sophie formando un remolino que le cubría los pies. Con los ojos cerrados, contemplaba cómo el escritor hundía otra vez la pluma en el tintero y continuaba escribiendo. «Niebla arrastrándose... niebla extendiéndose... niebla cayendo... niebla en los ojos y gargantas...»
Ahora, una niebla densa y blanca se vertía de los dedos de Sophie expandiéndose por las piedras, retorciéndose como el humo, fluyendo y formando hebras y cuerdas. La niebla se arrastró hasta las piedras de Flamel y cubrió completamente los peldaños haciéndose cada vez más densa, más oscura, más húmeda.
Sobre la escalinata del Sagrado Corazón, Nicolás Maquiavelo veía cómo la niebla se arrastraba por los peldaños como leche sucia, cómo se condensaba y cómo se expandía. En ese momento supo que Flamel y los demás escaparían. Cuando la neblina le alcanzó, cubriéndole hasta el pecho, distinguió el aroma a helado de vainilla. Inhaló hondamente, reconociendo así el olor mágico.
—Extraordinario —dijo. Sin embargo, la neblina amortiguó la voz, suavizando así su acento francés que durante tantos años había refinado y dejando al descubierto un áspero acento italiano.
—Déjenos en paz.
La voz de Flamel resonó entre el banco de niebla.
—Eso suena a otra amenaza, querido Nicolas. Créame cuando le digo que no tiene la menor idea de las fuerzas unidas que luchan contra usted ahora mismo. Sus trucos de pacotilla no le salvarán —le advirtió Maquiavelo mientras cogía el teléfono móvil y tecleaba un número de teléfono de pocos dígitos—. Atacad. ¡Atacad ya!
A medida que daba órdenes a sus hombres, el italiano se apresuró a ascender las escaleras, intentando hacer el menor ruido posible con sus zapatos de suela de cuero. Mientras tanto, a lo lejos, unos pies calzados con botas de combate intentaban despistar a los gendarmes, quienes ya habían comenzado a subir la escalinata.
—He sobrevivido durante mucho tiempo.
La voz de Flamel procedía de algún lugar que Maquiavelo desconocía. Se detuvo, miró hacia la derecha, hacia la izquierda, intentando vislumbrar una silueta entre la niebla.
—El mundo ha evolucionado —respondió Maquiavelo—. Pero usted, no. Puede que lograra escapar de nosotros en Norteamérica pero aquí, en Europa, habitan demasiados Inmemoriales, demasiados humanos inmortales que le conocen. No conseguirá pasar desapercibido durante mucho tiempo. Le encontraremos.