Con un pestañeo, Nicolas señaló a los mellizos, quienes seguían sentados tomándose su chocolate caliente.
—No les quites el ojo de encima. Voy a buscar un teléfono.
La Guerrera asintió con la cabeza.
—Ten cuidado. Si pasa algo y nos separamos, volvamos a Montmartre. Maquiavelo jamás esperaría que volviéramos allí otra vez. Te esperaremos fuera de uno de los restaurantes, quizá en La Maison Rose, durante cinco minutos a cada hora en punto.
—De acuerdo. Pero si no he dado señales de vida a medianoche —continuó—, quiero que cojas a los mellizos y os marchéis.
—No te abandonaré —aseguró Scathach sin alterar la voz.
—Si no regreso, es porque Maquiavelo me ha capturado —comentó el Alquimista en tono serio—. Scathach, ni siquiera tú podrías rescatarme de su ejército.
—He luchado y destruido muchos ejércitos.
Flamel extendió la mano y la posó sobre el hombro de la Guerrera.
—Los mellizos son nuestra prioridad ahora. Deben estar protegidos a toda costa. Continúa la enseñanza de Sophie; encuentra a alguien que Despierte a Josh y le forme. Y, si puedes, rescata a mi querida Perenelle. Si muero, dile que mi fantasma la encontrará —añadió. Después, antes
de que la Guerrera pudiera pronunciar palabra, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad nocturna.
—Date prisa... —musitó Scatty, pero Flamel ya se había ido.
La Guerrera decidió que, si él era capturado, sin importar lo que acababa de decir, destrozaría aquella ciudad hasta dar con él. Respiró hondamente, miró por encima del hombro y se dio cuenta de que el dependiente de cabeza rasurada la estaba observando fijamente. Tenía una tela de araña tatuada en un costado del cuello y ambas orejas perforadas con, al menos, una docena de pendientes. Scathach se preguntaba lo doloroso que debía de ser agujerarse así las orejas. Siempre había querido ponerse pendientes, pero su piel cicatrizaba tan rápido que el agujero se cerraba antes de introducir el pendiente.
—¿Algo para tomar? —preguntó Roux con una sonrisa nerviosa, dejando entrever una bola metálica en la lengua.
—Agua —respondió Scatty.
—Claro. ¿Perrier? ¿Con gas? ¿Natural?
—Del grifo. Sin hielo —añadió. Después se dio la vuelta y se reunió con los mellizos. Giró la silla y se sentó a horcajadas, apoyando los antebrazos en el respaldo y colocando la barbilla sobre los brazos.
—Nicolas se ha ido para intentar ponerse en contacto con mi abuela, a ver si conoce a alguien que viva aquí. No sé qué haremos si no conseguimos comunicarnos con ella.
—¿Por qué? —preguntó Sophie.
Scatty sacudió la cabeza.
—No podemos seguir deambulando por las calles. Tuvimos mucha suerte al escapar del Sagrado Corazón antes de que la policía acordonara la zona. Sin duda, ya habrán encontrado al oficial aturdido, así que extenderán su bus queda y, a estas alturas, todas las patrullas de París deben de tener nuestras descripciones. Es cuestión de tiempo que nos reconozcan.
—¿Qué pasará después? —se preguntó Josh en voz alta.
La sonrisa de Scatty era aterradora.
—Después sabrán por qué me llaman la Guerrera.
—Pero ¿qué pasará si nos arrestan? —persistió Josh. La idea de que la policía francesa les persiguiera aún le parecía incomprensible. Le parecía más creíble que les persiguieran criaturas míticas o humanos inmortales—. ¿ Qué nos ocurrirá?
—Os entregarán a Maquiavelo. Los Oscuros Inmemoriales os considerarían un gran trofeo.
—¿Qué...? —empezó Sophie, desviando la mirada hacia su hermano—. ¿Qué nos harían?
—No lo queráis saber —respondió Scathach con sinceridad—, pero creedme cuando os digo que no sería agradable.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Josh.
—No conservo ninguna amistad entre los Oscuros Inmemoriales —explicó Scathach en voz baja—. He sido su enemiga durante más de dos mil quinientos años. Me imagino que habrán ideado una cárcel en algún Mundo de Sombras muy especial sólo para mí. Supongo que será fría y húmeda. Saben perfectamente que detestaría un lugar así —añadió. Esbozó una sonrisa mientras las puntas de los dientes presionaban ligeramente los labios—. Pero aún no nos han capturado —añadió con tono optimista—, y no lo conseguirán tan fácilmente.
Después se volvió hacia Sophie y entornó los ojos.
—Tienes un aspecto terrible.
—No eres la primera que me lo dice —contestó Sophie mientras envolvía la taza de chocolate caliente con las manos y se la acercaba a la boca. Respiró profundamente. Podía apreciar la sutileza del rico aroma de cacao y, en ese preciso instante, notó los ruidos del estómago. Apenas recordaba la última vez que había ingerido algo. El chocolate caliente le parecía amargo; de hecho, era tan amargo que incluso se le aguaban los ojos. Entonces se acordó de haber leído en algún sitio que el chocolate europeo contenía más cacao que el norteamericano, al que estaba acostumbrada.
Scatty se inclinó ligeramente y bajó el tono de voz.
—Necesitáis un poco de tiempo para recuperaros de las tensiones que habéis pasado. Viajar de una punta del mundo a otra a través de una puerta telúrica pasa factura, Es como un jet lag amplificado, o eso es lo que dicen.
—Debemos suponer entonces que nunca sufres jet lag —susurró Josh. Su familia solía bromear diciendo que Josh tenía jet lag al viajar en coche de un estado a otro.
Scatty negó con la cabeza.
—No, jamás he tenido jet lag. Prefiero no volar —explicó—. Jamás conseguiréis meterme en uno de esos cacharros. Sólo las criaturas con alas están destinadas a volar por el cielo. Aunque una vez monté sobre un lung.
—¿Un lung? —preguntó Josh algo confundido.
—Ying lung, un dragón chino —explicó Sophie.
Scathach se volvió para mirar a la chica.
—Evocar niebla debe haber agotado la mayoría de tu energía áurica. Es importante que no vuelvas a utilizar tus poderes hasta que sea estrictamente necesario.
El trío recostó la espalda sobre las sillas mientras Roux venía desde la barra con un vaso de agua en la mano. Lo colocó sobre el borde de la mesa, sonrió tímidamente a Scatty y se dio media vuelta.
—Creo que le gustas —dijo Sophie con una sonrisita
Scatty se volvió para contemplar al dependiente otra vez, pero los mellizos vislumbraron cómo sus labios dibujaban una sonrisa.
—Lleva piercings —dijo lo suficiente alto como para que él escuchara sus palabras—. No me gustan los chicos que llevan piercings.
Las dos chicas sonrieron al ver cómo el cuello de Roux se enrojecía.
—¿Por qué es importante que Sophie no utilice sus poderes? —preguntó Josh, volviendo a la conversación de antes. De pronto, se le encendió la luz de alarma.
Scathach se inclinó hacia la mesa, y tanto Sophie como Josh se acercaron para escucharla.
—Cuando una persona utiliza toda su energía áurica natural, el poder comienza a nutrirse de su propia carne.
—¿Y qué ocurre entonces? —preguntó Sophie.
—¿Alguna vez has oído hablar de la combustión humana espontánea?
Sophie no reaccionó. Sin embargo, Josh asintió con la cabeza.
—Sí. Gente que arde en llamas sin razón aparente; es una leyenda urbana.
Scatty sacudió la cabeza.
—No es ninguna leyenda. A lo largo de la historia se han producido varios casos —susurró—. Yo misma he sido testigo de un par. Puede ocurrir en cuestión de segundos y el fuego, que generalmente comienza en el estómago y pulmones, arde con tanta intensidad que apenas deja cenizas a su paso. Ahora, tienes que tener cuidado, Sophie; de hecho, me gustaría que me prometieras que no volverás a utilizar tus poderes, pase lo que pase.
—Y Flamel sabía esto —interrumpió Josh incapaz de ocultar el enfado.
—Por supuesto —contestó Scatty sin alzar la voz.
—¿Y no creyó que merecíamos saberlo? —dijo con tono impertinente. Roux se volvió repentinamente al percibir que el chico había subido el tono. Josh continuó en un susurro ronco—: ¿Qué más no nos ha contado? —preguntó—. ¿Qué otros efectos tiene este don? —dijo casi escupiendo la última palabra.
—Todo ha ocurrido muy rápido, Josh —explicó Scatty—. Sencillamente, no ha habido tiempo para formarte o instruirte de una forma apropiada. Pero quiero que recordéis que Nicolas tiene en cuenta vuestros intereses. Está intentando manteneros a salvo.
—Estábamos a salvo hasta que lo conocimos —comentó Josh.
La piel de las mejillas de la Guerrera se tensó y los músculos del cuello y hombros empezaron a moverse de forma nerviosa. Algo oscuro y horrible se reflejaba en su mirada verde. Sophie extendió los brazos y posó una mano sobre los de Josh y Scatty.
—Basta —ordenó con tono cansado—, no deberíamos pelearnos entre nosotros.
Josh estuvo a punto de responder, pero, al ver el rostro cansado de su hermana, se contuvo y asintió con la cabeza.
—De acuerdo. De momento —agregó.
Scatty estuvo de acuerdo.
—Sophie tiene razón —dijo, volviéndose hacia Josh—. Tu hermana lo ha recibido todo hasta el momento. Es una pena que tus poderes no estén Despiertos.
—No lo sientes ni la mitad que yo —respondió Josh sin poder esconder su rencor. Pese a todo lo que había visto, e incluso conociendo los peligros, quería los poderes de su hermana—. Pero no es demasiado tarde, ¿verdad? —preguntó rápidamente.
Scatty sacudió la cabeza.
—Tus poderes pueden Despertarse en cualquier momento, Josh, pero no sé quién tiene el poder de hacerlo. Recuerda que sólo puede hacerlo un Inmemorial y que sólo un puñado de ellos posee esta habilidad tan peculiar.
—¿Cómo quién? —inquirió, observando a Scathach. Sin embargo, fue su hermana quien aclaró sus dudas.
—En Norteamérica, Annis Negra o Perséfone podrían hacerlo.
Josh y Scathach se volvieron hacia ella.
Sophie pestañeó a modo de sorpresa.
—Sé sus nombres, pero no tengo la menor idea de quiénes son —confesó con los ojos llenos de lágrimas—. Tengo todos estos recuerdos... pero no son míos.
Josh cogió la mano de su hermana y la apretó con suavidad.
—Son los recuerdos de la Bruja de Endor —susurró Scathach—. Y alégrate de no conocer a Annis Negra o Perséfone. Sobre todo, a Annis Negra —añadió—. Me sorprende que mi abuela supiera dónde estaba y le permitiera vivir.
—Vive en Catskills —comenzó Sophie, pero Scathach se acercó y le pellizcó la mano—. ¡Ay!
—Sólo quería distraerte —explicó Scathach—, ni siquiera pienses en Annis Negra. Hay ciertos nombres que jamás deberían pronunciarse en voz alta.
—Esto es como decir: no pienses en elefantes —dijo Josh—, y luego no puedes pensar en otra cosa más que elefantes.
—Entonces deja que te dé otras cosas en qué pensar —murmuró Scathach—. Hay dos agentes de policía en la ventana mirándonos fijamente. No te gires —añadió rápidamente.
Demasiado tarde. Josh se había girado para comprobarlo y la expresión de su rostro, una mezcla de sorpresa, terror, culpa y miedo, hizo que los agentes salieran disparados hacia la cafetería, uno apuntando con una pistola automática y el otro informando por radio mientras sacaba la porra.
on las manos en los bolsillos de su chaqueta cuero, ataviado aún con unos tejanos negros un tanto mugrientos y rayando el suelo con unas botas de vaquero, Nicolas Flamel pasaba desapercibido entre los trabajadores matutinos y los vagabundos que empezaban a pulular por las calles de París. Los gendarmes que se reunían en cada esquina hablando por la radio ni siquiera le echaban un segundo vistazo.
Sin embargo, las espadas de media luna a ras de suelo eran otro cantar. Las espadas se precipitaron de sus ocultas vainas escoNo era la primera vez que le perseguían por las calles de la capital francesa, pero era la primera vez que no contaba con aliados o amigos que le prestaran su ayuda. Él y Perenelle habían vuelto a su ciudad natal a finales de la Guerra de los Siete Años, en 1763. Un viejo amigo requería su ayuda, y el matrimonio jamás negaba la petición de un amigo. Sin embargo, desafortunadamente, Dee había descubierto su paradero y había rastreado cada calle de París con un ejército de asesinos con uniforme negro, ninguno de los cuales era humano.
Por aquel entonces lograron escapar. Huir ahora no sería tan sencillo. París había cambiado completamente. Cuando el barón Haussmann había rediseñado la ciudad en el siglo XIX, había destruido una gran parte de la sección medieval, la parte de la ciudad que mejor conocía Flamel. Todos los escondites, las casas seguras, las bóvedas secretas y dos áticos ocultos que el Alquimista conocía habían desaparecido. Hubo un tiempo en que era capaz de reconocer cada callejuela y avenida, cada cruce y jardín de la ciudad; ahora sabía poco más que un turista.
Y, en ese momento, no sólo Maquiavelo les perseguía, sino también toda la fuerza policial francesa. Y, por si fuera poco, Dee estaba en camino. Dee, tal y como sabía Flamel perfectamente, era capaz de cualquier cosa.
Nicolas respiró el aire fresco parisino y echó un vistazo al reloj digital barato que llevaba en su muñeca izquierda. Aún marcaba la hora en la franja pacífica. Allí eran las ocho y veinte de la tarde, lo que significaba (hizo un par de cálculos mentales rápidos), que en París eran las cinco y veinte de la madrugada. Durante un instante pensó en cambiar la zona horaria de su reloj, pero finalmente decidió que no lo haría. Un par de meses atrás, cuando intentó cambiar al horario de verano, el reloj empezó a emitir un ruido molesto. Había intentado pararlo durante más de una hora sin éxito; Perenelle tardó treinta segundos en arreglarlo. Sólo lo llevaba porque tenía un cronómetro. Cada mes, cuando Perenelle y él creaban la poción de la inmortalidad, reajustaba el cronómetro a 720 horas. A lo largo de los siglos, el matrimonio había descubierto que el hechizo tenía la misma duración que un ciclo lunar, es decir, alrededor de treinta días. Durante el transcurso del mes, ambos envejecían lentamente, sufrían cambios apenas perceptibles; pero cuando ingerían la poción, los efectos del proceso de envejecimiento se invertían: el cabello se oscurecía, las arrugas se difuminaban y desaparecían, las articulaciones y la rigidez muscular volvían a su flexibilidad natural, y la vista y el oído se agudizaban.