La civilización Dísir enseguida descubrió que su capacidad para sobrevivir en un clima nórdico les otorgaba cierta ventaja sobre otras razas y culturas, incapaces de sobrevivir a un invierno eterno. Grupos de guerreras salvajes rápidamente reclamaron la mayor parte del norte, esclavizando así a todo aquel que se enfrentara a ellas. En poco tiempo, las Dísir recibieron un segundo nombre: Vallarías, las Electoras de la Muerte.
En cuestión de poco tiempo, las Valkirias controlaban todo un imperio helado que rodeaba la mayor parte del hemisferio norte. Obligaban a los humanos a convertirse en esclavos, a venerarlas como diosas e incluso les exigían sacrificios. Las revueltas se suprimieron de forma brutal. A medida que la Edad de Hielo avanzaba, las Dísir empezaron a vigilar el hemisferio sur, poniendo sus miras sobre los vestigios de la civilización.
Mientras las imágenes temblaban y bailaban en el fondo de su inconsciente, Sophie contemplaba cómo el reino de las Dísir finalizó en una sola noche. Sabía lo que había ocurrido hacía milenios.
La Bruja de Endor había colaborado con el Inmemorial y repulsivo Cronos, quien podía manejar el tiempo a su antojo. Había tenido que sacrificar sus propios ojos para poder ver los giros del tiempo; sin embargo, jamás se arrepintió de haber tomado aquella decisión. Viajando a través del tiempo, la Bruja escogió una guerrera de cada milenio. Después, Cronos se sumergió en cada época para traer a cada una de las guerreras a la era de la Gran Helada.
Sophie sabía que la Bruja había pedido especialmente que su propia nieta, Scathach, acudiera para luchar contra las Dísir. Y fue precisamente la Sombra quien guio el ataque contra la fortaleza de las Dísir, una ciudad de hielo sólido ubicada casi en el extremo norte del planeta. Había asesinado a sangre fría a la reina Valkiria, Brynhildr, enviándola al corazón de un volcán activo lleno de lava.
Cuando el sol empezaba a asomar por el horizonte, el poder de las Valkirias se rompió para siempre, su ciudad congelada se derritió y sólo un puñado de ellas logró sobrevivir. Huyeron hacia un Mundo de Sombras congelado y aterrador al que ni tan siquiera Scathach se hubiera aventurado. Las Dísir que subsistieron al ataque denominaron la matanza como Ragnrók, la Fatalidad de los Dioses, y juraron venganza eterna a la Sombra.
Sophie se frotó las manos y un torbellino en miniatura emergió entre sus palmas. El fuego y el hielo habían destruido a una civilización Dísir en el pasado. ¿Qué ocurriría si utilizaba algo de la Magia del Fuego para calentar el viento? Justo cuando Sophie estaba meditando la idea, la Dísir dio un salto hacia delante, con la espada alzada sobre la cabeza y con ambas manos empuñando el arma.
—Dee ha dicho que te quiere viva, pero no ha dicho nada de ilesa... —gritó.
Sophie se acercó las manos a la boca, presionó el pulgar de su mano izquierda contra el gatillo de su muñeca y sopló con fuerza. El torbellino brincó en el suelo y comenzó a girar en espiral y a crecer. Dio un salto, después otro... y a continuación golpeó a la Dísir.
Sophie había sobrecalentado el aire hasta que alcanzara la temperatura de una caldera. El torbellino abrasador agarró a la Valkiria. La Dísir empezó a dar vueltas al son del ciclón hasta que, finalmente, salió disparada hacia el aire. Se desplomó sobre una araña de cristal, haciendo añicos todas las bombillas excepto una. Entre aquella oscuridad repentina, el torbellino que seguía danzando sobre el suelo resplandecía con un color anaranjado. La Valkiria se desmoronó sobre el suelo, pero inmediatamente se incorporó mientras fragmentos de cristales caían a su alrededor, simulando una lluvia de vidrios. Su tez pálida enseguida cobró un tono rojizo en las mejillas y un matiz bronceado en el rostro, mientras que sus cejas rubias estaban completamente chamuscadas. Sin musitar palabra, arremetió contra Sophie clavando la hoja de su espada justo en la barandilla donde la joven tenía apoyada la mano. —¡Scatty!
Sophie escuchó la voz de su hermano pidiendo ayuda desde la cocina. ¡Estaba en peligro! —¡Scatty! —escuchó otra vez.
La Valkiria se abalanzó sobre Sophie. Entonces otro torbellino ardiente colisionó contra la criatura, arrebatándole la espada de la mano y lanzándola hacia su hermana, quien había atrapado a Juana en una esquina. La guerrera francesa estaba acorralada, apoyada sobre las rodillas. Las dos Dísir se desplomaron sobre el suelo formando un estruendo metálico de espadas y armaduras.
—¡Juana, apártate! —exclamó Sophie.
Una neblina empezó a brotar de los dedos de Sophie y a deslizarse sobre el suelo; unas cuerdas y jirones gruesos de niebla envolvieron a las dos mujeres, atrapándolas entre cadenas de aire caliente. Con un terrible esfuerzo, Sophie se las arregló para espesar la niebla mientras la moldeaba para que rodeara completamente a las Dísir. Finalmente, ambas quedaron enrolladas por una capa de humo blanco, como si fueran momias.
Sophie podía sentir cómo se debilitaba, cómo el cansancio hacía mella en ella. Los párpados y los hombros le pesaban demasiado. Utilizó la poca energía que le quedaba, dio una palmada y bajó la temperatura del aire. El descenso de la temperatura fue tan rápido que en cuestión de segundos la niebla se había transformado en hielo sólido.
—Justo. Os sentiréis como en casa —susurró Sophie con la voz ronca.
La joven se desmoronó. Intentó ponerse en pie y, cuando al fin logró incorporarse para salir corriendo hacia la cocina, Juana la agarró del brazo y la frenó.
—No, nada de eso. Déjame a mí primero.
La mujer dio un paso hacia delante, hacia la puerta de la cocina, después echó un vistazo sobre su hombro, contemplando el bloque de hielo con las dos Dísir parcialmente visibles en su interior.
—Me has salvado la vida —dijo en voz baja.
—Tú las habrías vencido —respondió Sophie con seguridad.
—Quizá sí —reconoció Juana—, o quizá no. Ya no soy tan joven como antes. Pero aun así, tú me has salvado la vida -—repitió—, y eso es una deuda que jamás olvidaré.
Alargando su brazo izquierdo, la guerrera francesa abrió la puerta de la cocina empujándola levemente. La puerta se abrió.
Y un instante más tarde se desprendieron todas las bisagras.
l conde de Saint-Germain bajaba de su estudio por las escaleras pausadamente, con los auriculares colocados en los oídos y la mirada clavada en la pantalla de su reproductor MP3. Estaba intentando crear una nueva lista de reproducción: sus diez bandas sonoras favoritas. Gladiador, evidentemente... La Roca... la inimitable Guerra de las Galaxias...
El Cid, cómo no... El Cuervo, quizá...
Se detuvo en uno de los últimos peldaños y automáticamente se enderezó al ver que uno de los cuadros colgados en la pared estaba torcido. Bajó otro escalón y se percató de que su disco de oro enmarcado también estaba ligeramente ladeado. Echando un vistazo al pasillo, se dio cuenta de que todos los cuadros estaban mal colocados. Frunciendo el ceño, se quitó los auriculares...
Y entonces escuchó perfectamente a Josh gritar el nombre de Scatty...
Y percibió un estruendo metálico...
Y notó que el aire estaba cubierto por el dulce aroma de la vainilla y la lavanda...
Saint-Germain bajó corriendo los últimos peldaños hasta el piso de abajo. Entonces se cruzó con un Alquimista decaído y exhausto que permanecía en el umbral de la puerta de su habitación. En ese instante, el conde aminoró el paso, pero Nicolas le hizo gestos para que siguiera adelante.
—Rápido —murmuró.
Saint-Germain pasó volando a su lado y continuó corriendo hacia la última escalera de la casa, que conducía a la planta baja...
El vestíbulo estaba sumido en ruinas.
Los restos de la puerta de la entrada se desprendieron de las bisagras. Todo lo que quedaba de aquella araña de cristal era una única bombilla siseante. El papel pintado que decoraba las paredes estaba rasgado, dejando así al descubierto el yeso agrietado de debajo. La barandilla de la escalera estaba hecha trizas y de ella sólo brotaban astillas.
Y además había un bloque de hielo sólido en medio del recibidor. Saint-Germain se acercó a él con prudencia y rozó los dedos por la suave y helada superficie. Estaba tan fría que incluso los dedos se le engancharon. Lograba distinguir dos figuras ataviadas con una armadura blanca atrapadas en el interior del bloque, con los rostros congelados en una mueca aterradora; aquellas siluetas le seguían con su mirada azul brillante.
De repente, el conde percibió que algo se rompía en la cocina y salió corriendo hacia allí mientras creaba unos guantes de llamas azules entre las manos.
Si bien Saint-Germain consideraba que los daños del vestíbulo eran irreparables, la devastación de la cocina le dejó completamente boquiabierto.
Una de las paredes de la casa había desaparecido.
Sophie y Juana permanecían en medio de los escombros. Su esposa estaba sujetando a la joven temblorosa, mostrándole así su apoyo. La guerrera francesa llevaba un pijama de satén color esmeralda y todavía empuñaba su espada con un guantelete metálico. Se volvió mirando por encima del hombro en el momento en que su marido entró a la cocina.
—Te has perdido lo más divertido —dijo en francés.
—No he oído absolutamente nada —se disculpó el conde en el mismo idioma—. Explícame qué ha ocurrido aquí.
—Todo ha sucedido en cuestión de minutos. Sophie y yo escuchamos un alboroto en la parte de atrás del edificio. Bajamos corriendo cuando dos mujeres entraron por la puerta principal derribándola. Eran Dísir; enseguida dijeron que habían venido a por Scathach. Una me atacó y la otra se fijó en Sophie —explicó. Aunque estaba hablando en una oscura variante del francés, Juana de Arco bajó el tono de voz y susurró—: Francis... esta chica. Es extraordinaria. Combinó las magias: utilizó las Magias del Fuego y del Aire para derribar a las Valkirias. Después las envolvió en niebla y las congeló hasta formar un bloque de hielo.
Saint-Germain sacudió la cabeza.
—Es físicamente imposible utilizar más de una magia al mismo tiempo... —repuso; sin embargo, a medida que articulaba esta afirmación, su voz perdía intensidad.
Las pruebas que demostraban los poderes de Sophie yacían en el centro del vestíbulo. Existía una leyenda que relataba que los Inmemoriales más poderosos eran capaces de utilizar las magias elementales de forma simultánea. Según los mitos más ancestrales, ésta fue la razón, o una de las razones, por la que Danu Talis se hundió.
—Josh ha desaparecido —informó Sophie.
De pronto, se deshizo del abrazo de Juana y avanzó hasta llegar junto al conde. Entonces miró más allá del hombro de Saint-Germain, donde se hallaba Flamel con un rostro cadavérico.
—Algo se ha llevado a Josh —dijo con un tono asustado y desesperado—. Y Scatty les ha seguido.
El Alquimista caminó arrastrando los pies hasta el centro de la sala, con los brazos alrededor de su cuerpo, como si tuviera frío, y miró a su alrededor. Después se inclinó para recoger las espadas cortas de la Sombra, que estaban ocultas entre los escombros. Cuando se volvió para mirar a los demás, todos comprobaron que al Alquimista se le habían humedecido los ojos con lágrimas.
—Lo siento —se disculpó—. De verdad, lo siento muchísimo. He traído el horror y la destrucción a vuestro hogar. Es imperdonable.
—Podemos reconstruir la casa —comentó el conde de forma despreocupada—. Es una excusa perfecta para remodelarla.
—Nicolas —interfirió Juana con tono serio—, ¿qué ha sucedido aquí?
El Alquimista arrastró la única silla que seguía intacta en la cocina y se desplomó sobre ella. Se inclinó ligeramente hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas, observando fijamente las espadas de la Sombra, girándolas una y otra vez entre sus manos.
—Las dos figuras atrapadas en el bloque de hielo son Dísir. Valkirias. Las enemigas acérrimas de Scathach, aunque jamás me ha confesado el porqué. Sé que la han perseguido a lo largo de los siglos y que siempre se han aliado con sus enemigos.
—¿Ellas han provocado todo esto? —preguntó Saint-Germain, mirando a su alrededor.
—No. Pero, evidentemente, han traído algo con ellas que ha desencadenado este desastre.
—¿Qué le ha ocurrido a Josh? —exigió Sophie—. No debería haberle dejado solo en la cocina; debería haberle esperado. Podría haber vencido a lo que fuera que había atacado la parte trasera de la casa.
Nicolas alzó una de las armas de Scathach.
—Creo que deberías preguntarte qué le ha ocurrido a la Guerrera. Desde que la conozco, y de eso hace varios siglos, jamás ha abandonado sus armas. Me temo que se la hayan llevado...
—Espadas... espadas... —murmuró Sophie mientras se alejaba de Juana y empezaba a buscar desesperadamente entre las ruinas de la cocina—. Cuando me despedí de Josh, él acababa de llegar de entrenar con la espada junto a Scatty y Juana. Y él tenía la espada de piedra que le entregaste.
En ese instante, Sophie evocó viento para alzar unos pedazos de yeso y despejar así el suelo. ¿Dónde estaba la espada? De repente, volvió a tener esperanzas. Si su hermano había sido capturado, entonces el arma debía de estar en el suelo. Se incorporó y miró alrededor de la cocina.
—Clarent no está aquí.
Saint-Germain pasó por encima del gigantesco agujero en el que antes se alzaba la puerta principal. El jardín estaba destrozado. Faltaba un pedazo de piedra de la fuente y el bebedero se hallaba partido por la mitad. Tardó unos instantes en reconocer un trozo de metal en forma de «U» que, horas antes, había sido la puerta trasera. En ese preciso momento, el conde se percató de que una de las paredes había desaparecido. De la antigua pared de casi tres metros apenas quedaba nada. Había ladrillos agrietados y cubiertos de polvo esparcidos por el jardín, como si alguien hubiera empujado la pared desde el otro lado.