—Es Francis —dijo Juana mientras abría la tapa del teléfono. Juana de Arco pronunció un francés rápido y veloz y, de forma inesperada, colgó el teléfono. Enseguida, añadió—: Está de camino. Me ha dicho que bajo ningún concepto descendamos a las catacumbas sin él.
—Pero no podemos esperar más —protestó Sophie. —Sophie tiene razón. Deberíamos... —empezó Nicolas.
—Le esperaremos —interrumpió Juana con el tono de voz que antaño solía utilizar para dar órdenes a ejércitos. Se puso en pie sobre la tapa de la alcantarilla.
—Entonces escaparán —protestó Sophie, desesperada.
—Francis me ha dicho que sabe perfectamente hacia dónde van —confesó Juana en voz baja. Se dio la vuelta hacia al Alquimista y añadió—: Y que tú también lo sabes. ¿Es cierto?
Nicolas respiró hondamente y después confirmó las sospechas de Juana con un movimiento de cabeza. Los primeros rayos de sol iluminaron un rostro cansado y cadavérico. Tenía las ojeras amoratadas e hinchadas.
—Me temo que sí.
—¿Dónde? —preguntó Sophie.
La joven intentaba mantener la calma. Ella siempre había sabido controlar mejor su temperamento que su hermano, pero en aquel instante estaba a punto de coger impulso y gritar a pleno pulmón. Si el Alquimista sabía hacia dónde iba Josh, ¿por qué no se dirigían ya hacia allí?
—Dee quiere que los poderes de Josh sean Despertados —explicó Flamel lentamente, intentando escoger las palabras con sumo cuidado.
Sophie frunció el ceño, algo confundida.
—¿Es entonces tan malo? ¿Acaso no es lo que queríamos ?
—Sí, es lo que queríamos, pero no como lo queríamos —recalcó Nicolas. Aunque su rostro permanecía impasible, se podía apreciar algo de dolor en su mirada. Y continuó—: La persona, o el ser, que Despierta los poderes de una persona puede convertirse en una influencia. Es un proceso muy peligroso. Incluso puede llegar a ser mortal.
Sophie se volvió poco a poco.
—Y, sin embargo, tú estabas dispuesto a permitir que Hécate nos Despertara tanto a Josh como a mí.
Su hermano había tenido razón desde el principio: Flamel les había puesto en peligro. Ahora lo veía.
—Era necesario para vuestra propia protección. Es cierto, hay riesgos, pero ninguno de vosotros estaba en peligro junto a la Diosa.
—¿Qué tipo de riesgos?
—La mayoría de los Inmemoriales jamás muestran generosidad hacia lo que ellos denominan «humanos». Muy pocos están dispuestos a entregar ese regalo sin ningún tipo de condición —explicó Flamel—. El mejor de los dones que los Inmemoriales pueden conceder es la inmortalidad. Los humanos quieren vivir eternamente. Tanto Dee como Maquiavelo están al servicio de los Oscuros Inmemoriales, quienes les otorgaron el obsequio de la inmortalidad.
—¿Al servicio? —preguntó Sophie, mirando al Alquimista y a Juana de Arco.
—Son sus sirvientes —explicó Juana amablemente—, algunos incluso les llamarían esclavos. Es el precio que deben pagar a cambio de su inmortalidad y poderes.
El teléfono de Juana volvió a sonar con el mismo timbre. —¿ Francois ?
—Sophie —continuó Nicolas Flamel en voz baja—, el don de la inmortalidad puede desposeerse en cualquier momento. Si tal cosa sucede, recuperarán todos los años pasados en cuestión de segundos. Algunos Inmemoriales esclavizan a los humanos que Despiertan y les convierten en muertos vivientes.
—Pero Hécate no me hizo inmortal cuando Despertó mis poderes —discutió Sophie.
—A diferencia de la Bruja de Endor, Hécate no tiene interés alguno en que los humanos sobrevivan generaciones. Siempre se ha mantenido neutral en las guerras libradas entre aquellos que defienden la raza humana y los Oscuros Inmemoriales —relató el Alquimista con una sonrisa—. Quizá si hubiera escogido un bando, todavía seguiría con vida.
Sophie observó la mirada pálida del Alquimista. Pensaba que si Flamel no hubiera ido al Mundo de Sombras de Hécate, la Inmemorial seguiría con vida.
—Entonces, estás diciendo que Josh está en peligro —dijo finalmente.
—En un peligro terrible.
Sophie clavó la mirada en el rostro de Nicolas. Josh estaba en peligro no por culpa de Dee o Maquiavelo, sino porque Nicolas Flamel les había colocado a ambos en esta horrible situación. El afirmaba protegerles; le había creído sin dudar de él. Pero ahora... ahora no sabía qué pensar.
—Venid —ordenó Juana. Colgó el teléfono, agarró a Sophie por la mano y la arrastró por el callejón. Después, añadió—: Francis está en camino.
Flamel echó un último vistazo a la tapa de la alcantarilla, guardó a Clarent bajo el abrigo y salió corriendo hacia ellas.
Juana les condujo hacia la Avenue du President Wilson, después giró hacia la izquierda, hacia la Rué Debrousse y se dirigió directamente hacia el río. Se percibían las sirenas de innumerables coches patrulla y ambulancias. En el cielo planeaban varios helicópteros de policía, que vigilaban de cerca la ciudad. Las calles parisinas estaban desocupadas, vacías, y de las pocas personas que pululaban por la ciudad ninguna prestaba atención a los tres individuos que corrían en busca de cobijo.
Sophie empezó a tiritar; todo aquello era demasiado surrealista. Se parecía a un documental de guerra que había visto en el Discovery Channel.
Al fondo de la Rué Debrousse, estaba Saint-Germain esperándoles en un BMW anodino de color negro que pedía a gritos una mano de agua. La puerta del copiloto y las traseras estaban ligeramente abiertas y la ventanilla polarizada del conductor se deslizaba hacia abajo a medida que se aproximaban al vehículo. Saint-Germain sonreía abiertamente, mostrando así su satisfacción.
—Nicolas, deberías venir más a menudo; la ciudad está sumida en un caos terrible. Esto es espeluznantemente emocionante. No disfrutaba tanto desde hacía siglos.
Juana se acomodó junto a su marido, mientras Nicolas y Sophie se sentaban atrás. Saint-Germain encendió el motor, pero Nicolas se inclinó hacia delante y le apretó el hombro.
—No tan rápido. Lo último que necesitamos es llamar la atención —avisó.
—Pero las calles están sumidas en el pánico, así que tampoco deberíamos ir despacio —señaló Saint-Germain. Condujo el coche desde la curva hacia la Avenue de New York. Tenía una mano apoyada sobre el volante y la otra abrazada al asiento del copiloto, de forma que se giraba continuamente para poder conversar con el Alquimista.
Completamente paralizada, Sophie se recostó sobre la ventanilla, contemplando cómo fluía el río a su izquierda. A lo lejos, al otro lado del Sena, lograba distinguir la ya familiar silueta de la torre Eiffel, que emergía de entre los tejados parisinos. Estaba agotada y la cabeza le daba vueltas.
Ya no sabía qué pensar sobre el Alquimista. Nicolas no podía ser mala persona, ¿verdad? Saint-Germain y Juana, y Scatty también, le respetaban, eso era evidente. Incluso Hécate y la Bruja le tenían cierta estima. Unos pensamientos que sabía que no eran propios merodeaban por su conciencia; sin embargo, cuando intentaba concentrarse en ellos, se desvanecían sin más. Eran los recuerdos de la Bruja de Endor y, de forma instintiva, Sophie supo que eran significativos. Estaban relacionados con las catacumbas y la criatura que habitaba en sus profundidades...
—De forma oficial, la policía está informando que una parte de las catacumbas se ha derrumbado y que algunos edificios se han venido abajo —decía Saint-Germain—. Afirman que las cloacas se han reventado y que sustancias químicas como el metano, el dióxido de carbono y el gas monóxido están invadiendo la ciudad. El centro de París está siendo acordonado y evacuado. Están aconsejando a los ciudadanos que no salgan de sus casas.
Nicolas se recostó sobre el respaldo de cuero y cerró los ojos.
—¿Ha habido algún herido? —preguntó.
—Algunos cortes y contusiones, pero nada grave.
Juana sacudió la cabeza, mostrando así su sorpresa.
—Teniendo en cuenta lo que andaba suelto por la ciudad, eso es un milagro.
—¿Alguna especulación sobre Nidhogg? —preguntó Nicolas.
—No le han mencionado aún en los principales canales de noticias, pero algunos blogs ya muestran fotografías tomadas con teléfono móvil, y los periódicos Le Monde y Le Fígaro afirman tener imágenes en exclusiva de lo que ellos mismos denominan «La Criatura de las Catacumbas» y «La Bestia del Foso».
Sophie se inclinó ligeramente hacia delante, siguiendo la conversación. Primero observaba a Nicolas, después a Saint-Germain y luego otra vez al Alquimista.
—Pronto el mundo entero conocerá la verdad. ¿Qué ocurrirá entonces ?
—Nada —respondieron los dos hombres a la vez.
—¿Nada? Pero eso es imposible.
Juana, acomodada en el asiento del copiloto, se volvió.
—Pero eso es exactamente lo que ocurrirá. Todo esto lo encubrirán.
Sophie desvió la mirada hacia Flamel y éste, a modo de respuesta, asintió con la cabeza.
—Sophie, la mayoría de las personas no lo van a creer. Lo considerarán como una broma pesada o una travesura. A aquellos que crean que es cierto se les tildará de teorizadores de la conspiración. Y puedes estar segura de que la gente de Maquiavelo ya está trabajando para confiscar y destruir cada imagen.
—En un par de horas —añadió Saint-Germain—, los acontecimientos de esta mañana se relacionarán sencillamente con un accidente desafortunado. Todo el mundo se burlará de las imágenes en que aparezca el monstruo.
Sophie negó con la cabeza, no podía creer lo que oía.
—Pero no puedes ocultar algo así para siempre.
—Los Inmemoriales lo han estado haciendo durante milenios —contestó Saint-Germain mientras ladeaba el retrovisor para observar a la joven. En la oscuridad del interior del coche, los ojos azules del italiano parecían destellar. Después, continuó—: Y no olvides que la raza humana no suele estar dispuesta a creer en la magia. No quieren reconocer que los mitos y las leyendas estaban basados en la verdad.
Juana alargó el brazo y posó su mano delicadamente sobre el brazo de su marido.
—No estoy de acuerdo; los seres humanos siempre han creído en la magia. Sin embargo, esta creencia ha disminuido durante los últimos siglos. Creo que en realidad quieren creer, porque en el fondo saben que es cierto. Saben que la magia, en verdad, existe.
—Yo solía creer en la magia —agregó Sophie en voz baja.
Desvió una vez más la mirada hacia la capital francesa. Sin embargo, en el reflejo del cristal distinguió una habitación de niña: se trataba de su propia habitación quizá cinco o seis años atrás. No lograba acordarse de dónde estaba, tal vez en su casa de Scottsdale, o puede que en la de Naleigh; se habían trasladado tanto por aquel entonces que apenas recordaba todas sus habitaciones. Estaba sentada sobre la cama, rodeada de sus libros favoritos.
—Cuando era una niña, leía cuentos sobre princesas y brujas, sobre caballeros y magos. Aunque sabía que eran cuentos, quería que esa magia fuera real -—añadió. Se volvió hacia el Alquimista y preguntó—: ¿Acaso todos los cuentos de hadas son reales?
Flamel afirmó con un gesto de cabeza.
—No todos los cuentos de hadas, pero todas las leyendas se basan en una verdad; cada mito tiene una base real.
—¿Incluso los más tenebrosos?
—Esos en especial.
Un nuevo trío de helicópteros planeaba sobre sus cabezas. El estruendo de los rotores hacía vibrar el interior del vehículo. Flamel esperó a que se alejaran y después se inclinó hacia delante.
—¿Hacia dónde vamos?
Saint-Germain señaló primero hacia delante y después hacia la derecha.
—Hay una entrada secreta a las catacumbas en los jardines Trocadero. Conduce directamente hacia los túneles prohibidos. He comprobado viejos mapas; creo que la
ruta que Dee ha escogido les llevará primero por las cloacas y, después, a los túneles. Nos ahorraremos algo de tiempo si tomamos este atajo.
Nicolas Flamel se acomodó en el asiento trasero, alargó el brazo y acarició la mano de Sophie.
—Todo va a salir bien —prometió.
Pero Sophie ya no le creía.
La entrada a las catacumbas parisinas era una rejilla de hierro forjado ubicada en el suelo que fácilmente pasaba desapercibida. La rejilla, parcialmente cubierta de musgo y hierba, estaba escondida entre unos árboles del jardín, justo detrás de un carrusel de colores vivos y alegres, en una de las esquinas de Trocadero. En general, esos maravillosos jardines recibían la visita de centenares de turistas, pero esa mañana en particular estaban desiertos. Los caballitos de madera del carrusel, incrustados en una marquesina de rayas azules y blancas, se balanceaban hacia arriba y abajo sin ningún niño sentado en sus lomos.
Saint-Germain descubrió un sendero y les condujo hacia una pequeña parcela de hierba completamente reseca por el sol veraniego. El conde se detuvo ante la rejilla metálica rectangular.
—No la utilizo desde el 1941.
Se arrodilló ante la rejilla, agarró con fuerza los barrotes y tiró de ellos. Sin embargo, su esfuerzo no sirvió para nada.
Juana miró a Sophie.
—Cuando Francis y yo luchamos en la Resistencia francesa contra los alemanes, utilizamos las catacumbas como base. De ese modo, podíamos aparecer en cualquier lugar de la ciudad —explicó mientras daba unos golpecitos a la rejilla con la punta del pie—. Éste era uno de nuestros sitios favoritos. Incluso durante la guerra, estos jardines siempre estaban repletos de gente. Así, podíamos mezclarnos fácilmente con la muchedumbre.
De repente, la atmósfera se cubrió del rico aroma otoñal de las hojas quemadas. En ese instante, las manos de Francis empezaron a desprender una oleada de calor. El metal se fundió y unas gotas de líquido plateado desaparecieron en la oscuridad del agujero. Saint-Germain agarró los restos que habían quedado de la rejilla y los lanzó hacia un lado. Después, se adentró en el agujero.
—Hay una escalera.
—Sophie, ahora tú —dijo Nicolas—. Yo iré detrás de ti. Juana, ¿te importaría encargarte de la retaguardia?
Juana aceptó la proposición sin poner obstáculo. Entonces cogió uno de los bancos de madera que decoraban los jardines y lo arrastró hacia ellos.
—Lo colocaré sobre el agujero antes de bajar. No queremos más intrusos inesperados, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
Sophie se adentró en el agujero con sumo cuidado, intentando encontrar los peldaños de la escalera. Empezó a descender de forma cautelosa. Ella esperaba encontrar un lugar apestoso y nauseabundo, pero en cambio sólo olía a sequedad y a cerrado. La joven empezó a contar los peldaños, pero perdió la cuenta cuando alcanzó los setenta pasos. Sin embargo, el cuadrado de cielo que avistaba cada vez era más pequeño, así que suponía que se encontraban a varios metros bajo tierra. No estaba asustada; al menos, no por ella. Los túneles y los lugares estrechos no le despertaban ningún temor o angustia, pero a su hermano le aterrorizaban los sitios pequeños: ¿cómo se estaría sintiendo ahora? Notaba miles de mariposas revolotear en su estómago; estaba mareada. De repente, sintió la boca reseca y supo, de forma instintiva e indudable, que así era como Josh se estaba sintiendo en ese preciso momento. Sophie sabía que Josh estaba aterrado.