uesos —susurró Josh paralizado mientras contemplaba las paredes del túnel. El muro que se alzaba ante él estaba compuesto por centenares de calaveras amarillentas y blanquecinas, decoloradas por el paso del tiempo. Dee avanzó a zancadas por el pasillo mientras su esfera de luz iluminaba las sombras, que danzaban y se retorcían. Ese baile continuo de sombras y luces hacía parecer que las cuencas vacías de las calaveras le siguieran.
Josh había crecido rodeado de huesos; de hecho, no le atemorizaban. El estudio de su padre estaba repleto de esqueletos.
Cuando eran niños, él y Sophie solían jugar en almacenes de museos llenos de restos óseos, pero todos ellos pertenecían a especies animales o a dinosaurios. Incluso una vez Josh ayudó a unir los diminutos huesos de la rabadilla de un raptor que, más tarde, se expuso al público en el Museo Norteamericano de Historia Natural. No obstante, estos huesos... eran... eran...
—¿Son todos huesos humanos? —murmuró.
—Así es —respondió Maquiavelo en voz baja con acento italiano—. Aquí se hallan los restos óseos de al menos seis millones de cuerpos. Quizá más. Originalmente, estas catacumbas eran gigantescas minas de piedra caliza —explicó mientras señalaba con el pulgar hacia arriba—. El mismo material utilizado para construir la ciudad. La capital francesa está construida sobre un laberinto de túneles.
—¿Cómo lograban descender hasta aquí? —preguntó Josh con la voz temblorosa. Se aclaró la garganta, cruzó los brazos sobre el pecho e intentó mostrar una actitud despreocupada, como si, en realidad, no estuviera absolutamente aterrorizado. Después, añadió—: Los huesos parecen viejos; ¿cuánto tiempo han estado aquí?
—Unos doscientos años solamente —dijo Maquiavelo, sorprendiendo al muchacho—. A finales del siglo XVIII, los cementerios de París estaban desbordándose. Yo mismo vivía aquí en aquel entonces —añadió, haciendo una mueca—. Jamás vi algo parecido a aquello. Había tantos cuerpos sin vida que algunos cementerios se convirtieron en montañas de tierra con huesos que sobresalían. Posiblemente, París era una de las ciudades más bellas del mundo, pero también la más asquerosa. Peor que Londres, ¡y eso ya es decir! —explicó mientas soltaba una carcajada que retumbó una y otra vez en los muros de huesos—. El hedor era indescriptible y créeme cuando te digo que las ratas eran del mismo tamaño que los perros. Las enfermedades empezaron a abundar y los brotes de plagas eran el pan de cada día. Al final, las autoridades reconocieron que los cementerios, rebosantes de muertos, guardaban algún tipo de relación con el contagio. Así que se decidió vaciar los cementerios y trasladar los huesos a las canteras vacías.
Josh se esforzaba por no pensar que estaba rodeado de los esqueletos de personas que, seguramente, habían perecido por alguna enfermedad terrible.
—¿Quién hizo los diseños? —preguntó mientras señalaba hacia un dibujo en particular que representaba un sol. Se habían utilizado varios huesos de diversas longitudes para evocar los rayos del sol.
Maquiavelo se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Alguien que deseaba venerar a los muertos, quizá; alguien que intentaba dar sentido a lo que debía ser un caos increíble. Los seres humanos siempre se las ingenian para dar orden al caos —añadió.
Josh le miró.
—Tú les llamas... nos llamas, «seres humanos».
Se volvió en busca de Dee, pero el Mago ya había llegado al fondo del túnel y estaba demasiado lejos para percibir las palabras de Josh.
—Dee nos llama «humanos».
—No me confundas con Dee —replicó Maquiavelo con una sonrisa glacial.
Josh estaba confundido. ¿Quién era más poderoso, Dee o Maquiavelo? Desde un principio, el joven había creído que el Mago, pero empezaba a sospechar que el italiano poseía más control.
—Scathach dijo que tú eras más peligroso y más astuto que el doctor John Dee —soltó, pensando en voz alta.
La sonrisa de Maquiavelo desprendía satisfacción y orgullo.
—Es lo más bonito que me ha dicho nunca.
—¿Es verdad? ¿Eres más peligroso que Dee? Maquiavelo se tomó unos instantes para considerar. Después esbozó una sonrisa y el hedor a serpiente cubrió el aire del túnel.
—Absolutamente.
—Deprisa; por aquí —ordenó el doctor Dee. La estrechez de los muros y los techos hacía que la voz del Mago perdiera intensidad. Se dio la vuelta y siguió caminando por ese túnel recubierto de esqueletos iluminado únicamente con la esfera de luz. Josh estuvo tentado a correr tras él, pues no estaba dispuesto a quedarse solo en la más absoluta oscuridad. Pero entonces Maquiavelo chasqueó los dedos y una llama elegante que emitía un resplandor grisáceo apareció en la palma de su mano.
—Todos los túneles no son como éste —continuó Maquiavelo mientras señalaba los huesos estratégicamente colocados en los muros formando diseños extravagantes—. Los más angostos sencillamente están repletos de trastos, de cosas viejas.
Tomaron una curva en el túnel y se toparon con Dee, que les estaba esperando impacientemente. Se volvió y siguió su camino sin pronunciar una sola palabra.
Josh centró toda su atención en la espalda de Dee y en la burbuja de luz que se balanceaba sobre su hombro mientras se adentraban en las catacumbas parisinas; eso le ayudaba a ignorar las paredes que parecían estrecharse con cada paso. Mientras se desplazaba por el túnel, el joven se percató de que algunos de los huesos contenían fechas inscritas sobre ellos, arañazos de siglos atrás. También era consciente de que las únicas pisadas sobre la gruesa capa de polvo que cubría el suelo pertenecían a los diminutos pies de Dee. Estos túneles no se utilizaban desde hacía mucho tiempo.
—¿La gente puede visitar estos túneles? —preguntó Josh a Maquiavelo. Sólo quería entablar una conversación para romper un silencio que le resultaba sofocante.
—Sí. Algunas partes de las catacumbas están abiertas al público —respondió el italiano, manteniendo la mano alzada. La llama seguía iluminando los diseños fabricados a partir de huesos humanos que decoraban los muros y que, entre sombras, parecían cobrar vida. Maquiavelo continuó—: Sin embargo, varios kilómetros de catacumbas ni siquiera aparecen en los mapas. Explorar estos túneles es peligroso e ilegal, por supuesto, pero la gente se arriesga y se aventura. Esas personas reciben el nombre de cataphiles. Existe incluso una unidad de policía especial, los cataflics, que patrullan por estos túneles.
Maquiavelo ondeó la mano sobre los muros que les rodeaban; la llama empezó a danzar frenéticamente; sin embargo, el fuego no se extinguió.
—Pero aquí no nos tropezaremos con ninguno de ellos. Esta zona es completamente desconocida. Estamos en lo más profundo de la ciudad, en una de las primeras minas de piedra caliza que se excavaron hace ya varios siglos.
—En lo más profundo de la ciudad —repitió Josh en voz baja.
Hizo un movimiento con los hombros, pues le daba la sensación de que podía sentir el peso de París sobre él, las toneladas de tierra, de hormigón y de hierro haciendo presión sobre su cuerpo. La claustrofobia empezaba a amenazarle, a abrumarle. Las paredes palpitaban, vibraban. Tenía la garganta reseca y los labios agrietados.
—Creo —murmuró a Maquiavelo—> creo que me gustaría volver a la superficie, si es posible.
El italiano parpadeó, mostrando así su asombro.
—No, Josh, no es posible.
Maquiavelo alargó la mano y estrechó el hombro de Josh, demostrándole su apoyo, y el joven sintió una ola de calor por todo su cuerpo. El aura de Josh crepitó y el aire del túnel se llenó de la esencia a naranjas y del fétido olor de serpiente.
—Es demasiado tarde para eso —añadió el italiano con tono afable. Y susurró—: Hemos descendido demasiado... no hay vuelta atrás. Abandonarás las catacumbas de París con tus poderes Despertados o...
—¿O qué? —preguntó Josh horrorizado al darse cuenta de cómo iba a finalizar la frase el italiano.
—O jamás las abandonarás —acabó Maquiavelo.
Giraron por una curva y emprendieron un nuevo camino por un túnel interminable. Las paredes lucían una decoración con huesos humanos aún más ornamentada, formando unas cenefas cuadradas que Josh reconoció. Guardaban cierto parecido con unos dibujos que había contemplado en el estudio de su padre y que había relacionado con jeroglíficos mayas o aztecas; pero ¿qué hacían unas grafías de origen mesoamericano en las catacumbas de París?
Dee les estaba esperando al final del túnel. Su mirada gris resplandecía y destellaba ante aquella luz reflejada, que también le otorgaba un aspecto poco saludable a su rostro. Ahora, su acento inglés se veía más pronunciado en sus frases. Sin embargo, las palabras se desvanecían en el aire, de forma que resultaba muy difícil entenderle. Josh no sabía si el Mago estaba emocionado o nervioso, lo cual le asustaba todavía más.
—Éste es un día crucial para ti, chico, un día glorioso. No sólo porque tus poderes están a punto de ser Despertados, sino porque estás a punto de conocer a uno de los pocos Inmemoriales que la humanidad aún mantiene en el recuerdo. Es un gran honor para ti.
Entonces dio una palmada. Agachando la cabeza, levantó la mano y la esfera de luz iluminó dos columnas arqueadas que parecían formar la estructura del marco de una puerta. Tras el agujero, sólo había oscuridad absoluta. Dee retrocedió un paso y ordenó: —Tú primero.
Josh dudó y, de forma simultánea, el italiano le agarró por el brazo.
—Pase lo que pase, jamás muestres temor, mantén siempre la calma. Tu vida, y tu cordura, dependen de eso. ¿Lo entiendes?
—Sin temor, mantener la calma —repitió Josh. Empezaba a hiperventilarse. Y repitió una vez más—: Sin temor, mantener la calma.
—Ahora, ve.
Maquiavelo soltó el brazo del chico y le empujó ligeramente hacia el Mago y la entrada de huesos.
—Deja que Despierte tus poderes —comentó—. Espero que merezca la pena.
Había algo en el tono de voz del italiano que le hizo mirar atrás. El rostro de Maquiavelo expresaba lástima, pena. Josh se detuvo repentinamente. El Mago inglés le clavó su mirada grisácea y esbozó una horripilante sonrisa. Alzó las cejas y preguntó:
—¿No quieres ser Despertado?
Josh sólo tenía una respuesta a esa pregunta.
Desviando una vez más la mirada hacia Maquiavelo, alzó la mano a modo de despedida y atravesó el umbral de aquel marco, adentrándose en la más absoluta oscuridad. Dee siguió sus pasos, de forma que la esfera que planeaba sobre su hombro le iluminó el camino.
El chico descubrió que estaba en un aposento circular que parecía estar tallado en un único hueso de tamaño descomunal: las paredes arqueadas, la bóveda amarillenta e incluso el suelo descolorido compartían el mismo matiz y textura que las paredes de huesos del túnel anterior.
Dee posó la mano sobre la espalda de Josh y le impulsó hacia delante. Los últimos días le habían enseñado a anticiparse a las sorpresas, como maravillas del mundo, criaturas y monstruos. Pero esto, esto era... sencillamente decepcionante.
La habitación estaba vacía, excepto por un pedestal rectangular de piedra ubicado en el centro del aposento. La burbuja de luz se deslizó hacia la plataforma, iluminando cada detalle de su decoración. Sobre un bloque de piedra caliza se alzaba una gigantesca estatua de un hombre ataviado con una armadura de cuero y metal; las manos, cubiertas por un guantelete, empuñaban una espada de dimensiones descomunales que, al menos, medía un metro y medio de largo. Apoyándose sobre las puntas de los pies, Josh averiguó que la cabeza de la estatua estaba cubierta por un casco que ocultaba completamente el rostro.
Josh miró a su alrededor. El Mago inglés estaba a la derecha de la entrada y Maquiavelo, que acababa de entrar en el aposento, se deslizó hacia la izquierda. Ambos observaban atentamente al chico.
—¿Qué... qué sucede ahora? —preguntó.
Ninguno respondió su duda. El italiano se cruzó de brazos y estiró ligeramente el cuello hacia un lado mientras, al mismo tiempo, entornaba los ojos.
—¿ Quién es ? —preguntó Josh mientras señalaba con el pulgar hacia la estatua.
No esperaba que Dee le facilitara una respuesta, pero cuando se volvió hacia Maquiavelo en busca de una explicación, se percató de que el italiano no le miraba a él, sino a algo situado detrás de él. Se dio media vuelta... y dos criaturas extraídas de una pesadilla emergieron de entre las sombras.
Aquellas criaturas parecían la personificación del color blanco, pues desde su tez casi transparente hasta el cabello que rozaba el suelo eran de color blanco. Era imposible decidir si eran de género masculino o femenino. Fácilmente, aquellas bestias eran del mismo tamaño que un crío pequeño, extremadamente delgadas, con cabezas desproporcionadas, frentes demasiado anchas y barbillas puntiagudas. Además, sobre la cabeza sobresalían unas orejas enormes y unos cuernos diminutos. Sus ojos, circulares y sin pupilas, se clavaron en Josh. Cuando las criaturas dieron un paso hacia delante, el joven cayó en la cuenta de que sus piernas no eran normales. Los muslos estaban curvados hacia atrás; las piernas parecían sobresalir a la altura de las rodillas y, al final, se convertían en patas de cabra.
Las criaturas se separaron al aproximarse al pedestal. Instintivamente, Josh hizo el ademán de dar un paso atrás, pero entonces recordó el consejo de Maquiavelo y se mantuvo en el mismo lugar. Respirando hondamente, se fijó en la criatura más cercana y descubrió que no era tan aterradora como le había parecido al principio: era tan diminuta que incluso parecía frágil y vulnerable. Creía saber qué eran; había visto imágenes de ellas en algunos fragmentos de cerámica de origen griego y romano sobre las estanterías del estudio de su madre. Eran faunos, o quizá sátiros; Josh no sabía exactamente la diferencia entre ambas criaturas.