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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (19 page)

BOOK: El librero de Kabul
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—En 1381 nadie tiene derecho a distribuir armas porque esto conducirá a más combates y más conflictos. ¡Éste es un año para rendir las armas, no para distribuirlas!

Mansur se ríe. De Dostum se dice que es disléxico, le cuesta leer su discurso, tartamudea como un colegial de primer curso.

De vez en cuando se interrumpe por completo, pero se recupera vociferando todavía más fuerte.

El último ulema invita al combate contra el terrorismo. Hoy día, en Afganistán, la lucha contra el terrorismo es una lucha contra todo lo que uno no quiere. El significado cambia en función del orador.

—El islam es la única religión que en sus textos sagrados manda luchar contra el terrorismo. El terrorismo ha mostrado su cara en Afganistán y es nuestro deber luchar contra él. Esto no está escrito en ningún otro libro sagrado. Alá dijo a Mahoma: «No reces en una mezquita erigida por terroristas». Los verdaderos musulmanes no son terroristas, porque el islam es la más tolerante de todas las religiones. Cuando Hitler exterminaba a los judíos en Europa, ellos estaban a salvo en la tierra islámica. ¡Los terroristas son falsos musulmanes!

Después de horas de discursos, se iza la
yanda
, la bandera verde de Alí. El mástil está en el suelo, pero el asta apunta hacia la mezquita. Al son de tambores y de exclamaciones de alborozo, Karzai iza la bandera religiosa. Ondeará durante cuarenta días. Se dispara al aire y se levantan las barreras. Las decenas de miles de personas que habían quedado fuera se dirigen hacia la mezquita, el sepulcro y la bandera.

Mansur ya ha tenido su dosis de bullicio y de celebración y ahora quiere ir de compras. Alí tendrá que esperar. Lleva tiempo pensando que quiere comprar un regalo para cada miembro de la familia. Si todos reciben algo de este viaje, su padre se mostrará más clemente con sus futuros deseos.

Primero compra alfombras de oración, pañuelos y rosarios, luego trozos de cristal de azúcar que se rompen y se mascan con el té. Sabe que su abuela Bibi Gul le perdonará todos los pecados que haya cometido y los que pueda cometer en el futuro si vuelve a casa con varios kilos de este azúcar que sólo se elabora en Mazar. Compra también vestidos y bisuterías para sus tías, y gafas de sol para sus hermanos y sus tíos; nunca ha visto gafas de sol a la venta en Kabul. Cargado de todas estas compras en grandes bolsas rosas de plástico con la publicidad
«Pleasure, special light cigarettes»,
vuelve a la tumba del califa Alí. Son los regalos del año nuevo.

Los lleva al interior de la cripta y se aproxima a los ulemas sentados junto a la pared dorada de la cámara funeraria. Pone todos los regalos delante de uno de ellos, y el ulema lee el Corán y sopla sobre los presentes. Una vez terminada la oración, Mansur vuelve a embalar sus regalos y se marcha apresurado.

Puede pedir un deseo al muro dorado. Con la frente contra el muro e influido por los discursos patrióticos, Mansur reza por que alguna vez se sienta orgulloso de ser afgano, de sí mismo y de su país, y para que un día Afganistán sea un país respetado en el mundo. Ni siquiera Hamid Karzai lo podría haber dicho mejor.

Ebrio de las muchas impresiones, Mansur se ha olvidado de pedir perdón y purificación a Alí, su razón original para venir a Mazar. Se ha olvidado de su traición a la niña mendiga, de su cuerpo menudo, de sus grandes ojos castaños, de su pelo enredado. Se ha olvidado de que él no intervino para evitar el crimen que perpetró el corpulento papelero.

Sale de la cámara funeraria y se dirige a la bandera de Alí. También allí, junto al mástil, hay ulemas que bendicen las bolsas de plástico de Mansur. Pero aquí no hay tiempo para sacar los regalos; es inmensa la cola de gente que pretende que les bendigan alfombras, rosarios, alimentos y pañuelos. Los ulemas simplemente cogen las bolsas de plástico de Mansur y las pasan rápidamente por el asta pronunciando una oración antes de devolvérselas a su dueño. Él les entrega unos billetes, y las alfombras de oración y los cristales de azúcar vuelven a ser bendecidos.

Le hace ilusión llevar regalos a su abuela, a Sultán, a sus tías y tíos. Mansur deambula sonriente, en realidad todo él es pura alegría. Está lejos de la librería, lejos de las garras de su padre. Pasa por la acera fuera de la mezquita junto a Akbar y Said.

—¡Es el mejor día de mi vida, el mejor! —grita.

Akbar y Said le miran asombrados, casi un poco preocupados; pero su felicidad también les resulta enternecedora.

—¡Adoro Mazar, adoro a Alí, adoro la libertad! ¡Os adoro a vosotros! —exclama Mansur saltando por la calle.

Es la primera vez en su vida que va de viaje sin su familia, la primera vez que no tiene a ningún pariente a su lado.

Deciden ir a ver un encuentro de
buzkashi
. Las regiones del norte son famosas por la dureza, la brutalidad y la rapidez de los jinetes. De lejos ven que el partido ya ha empezado. Nubes de polvo cubren el llano donde doscientos hombres a caballo luchan a brazo partido por el botín, que consiste en un ternero decapitado. Los caballos muerden y dan patadas, se encabritan y saltan, mientras los jinetes, con el látigo en la boca, intentan echar mano al animal muerto. El becerro cambia de manos tan rápidamente que a veces parece que los jinetes se lo están pasando el uno al otro. La meta es trasladar el animal de una punta a la otra de la planicie y colocarlo en un círculo trazado en la tierra. Algunos partidos son tan violentos que el animal entero queda despedazado.

Mientras uno se familiariza con el juego, tiene la impresión de que éste consiste en unos caballos que se dan caza desenfrenada los unos a los otros, mientras los jinetes se balancean sobre las monturas. Llevan largas capas bordadas, botas decoradas de cuero y tacón alto que les llegan a la mitad de los muslos, y sombreros
buzkashi
pequeños birretes de piel de cordero con grandes alas de piel más peluda.

—¡Karzai! —exclama Mansur al ver el dirigente de Afganistán en la llanura—. ¡Y Dostum!

El jefe de tribu, por un lado, y el señor de la guerra, por otro, luchan por atrapar el ternero. Para dar la impresión de ser un líder sólido, hay que participar en el
buzkashi, y
no solamente como mero espectador de la contienda, sino estando en medio de todo, en el fragor de la batalla. No obstante, todo se puede arreglar con dinero, y a menudo los poderosos pagan por ganar.

Karzai galopa por el perímetro de la contienda y no logra del todo sostener el ritmo infernal de los otros jinetes. El jefe de la tribu del sur nunca ha aprendido de verdad las brutales reglas del
buzkashi
. Es un deporte de las estepas, y es el gran hijo de la estepa, el general Dostum, el que gana, o al que los otros jugadores dejan ganar. Puede ser rentable. Dostum se mantiene erguido como un jefe de caballería mientras recibe los aplausos.

Aveces, dos equipos luchan entre sí; otras veces, todos luchan contra todos. Éste es uno de los deportes más salvajes del mundo y fue traído a Afganistán por los mongoles de Gengis Kan. También hay en él dinero de por medio: los hombres pudientes del público se juegan millones de afganis en cada partido. Cuanto más dinero, más salvaje es el enfrentamiento. El
buzkashi
tiene asimismo cierta importancia política. Un jefe local debe ser un buen jugador de
buzkashi,
o al menos debe poseer una cuadra de buenos caballos y jinetes.

Desde los años cincuenta, las autoridades afganas han intentado reglamentar los partidos. Los participantes siempre dicen que aceptan las reglas, pero saben que es imposible cumplirlas. Incluso después de la invasión soviética, los torneos siguieron, pese al caos que reinaba en el país y a que muchos participantes no podían acudir por tener que cruzar zonas de combate. Los comunistas, que por otro lado intentaron acabar con muchas de las tradiciones arraigadas de los afganos, no se atrevieron a meterse con el
buzkashi
. Al contrario, intentaron ganar popularidad organizando torneos, con un dictador comunista tras otro en las tribunas a medida que se sucedían los sangrientos golpes de Estado. Aun así, destruyeron gran parte de la base del
buzkashi:
con la colectivización fueron muy pocos los que pudieron mantener una cuadra de caballos bien entrenados. Los caballos
buzkashi
fueron dispersados y usados en faenas agrícolas. Al desaparecer la figura del terrateniente, desaparecieron también los caballos y los jinetes.

El régimen talibán prohibió los partidos de
buzkashi,
deporte tachado de antiislámico. Este fin de año, en Mazar, se celebra el primer
buzkashi
después de la caída del régimen.

Mansur ha encontrado sitio en primera fila y tiene que echarse rápidamente hacia atrás para evitar los cascos cuando los caballos se encabritan delante de los espectadores. Toma varias películas de fotos: de los vientres de los caballos cuando parece que van a lanzarse sobre él, de un menudo Karzai lejos en la distancia, de un Dostum vencedor. Después del partido saca una foto de sí mismo al lado de uno de los jugadores.

El sol comienza a bajar e inunda el llano polvoriento de rayas rojas. También los peregrinos están cubiertos de polvo. Fuera de la arena, los tres compañeros fatigados encuentran una casa de comida. Sentados el uno frente al otro en esteras delgadas, comen en silencio: sopa, arroz, cordero y cebolla cruda. Mansur devora su porción y pide otra. Saludan sin decir palabra a unos hombres sentados en círculo—a un lado; los hombres están echando pulsos. El té llega y la conversación puede empezar.

—¿De Kabul? —preguntan los otros hombres.

Mansur asiente con la cabeza y devuelve la pregunta:

—¿De peregrinaje?

Los otros hombres vacilan antes de contestar.

—Bueno... De hecho, viajamos con codornices —contesta un viejo casi desdentado—. Somos de Herat, hemos hecho un largo viaje, pasamos por Kandahar y Kabul para llegar a Mazar. Aquí se celebran las mejores peleas de codornices.

El hombre saca delicadamente un pequeño bolso de tela de su bolsillo del que extrae un pájaro, una pequeña codorniz medio desplumada.

—Ésta ha ganado todas las peleas en las que le hemos hecho participar. Hemos ganado un montón de dinero con ella. A estas alturas vale varios miles de dólares —se jacta.

El viejo da de comer a la codorniz con sus viejos dedos corvos. La codorniz sacude sus plumas y se despierta. Es tan menuda que cabe en el gran puño del anciano. Se trata de obreros que se han tomado vacaciones. Después de cinco años con peleas ilegales de codornices, a escondidas del régimen talibán, por fin pueden vivir su pasión: contemplar a dos aves que se matan a picotazos. O mejor dicho, se regocijan cuando su propia pequeña codorniz mata a un rival a picotazos.

—Vuelvan mañana a las siete de la mañana, es cuando empezamos —invita el viejo.

Cuando se van los tres jóvenes, les regala un gran trozo de hachís.

—El mejor del mundo. De Herat.

De vuelta en el hotel, prueban el hachís, lían un porro tras otro. Luego duermen como lirones durante doce horas.

Mansur se despierta sobresaltado por la segunda llamada a la oración del ulema. Son las doce y media, la plegaria comienza en la mezquita fuera de la ventana, ¡la plegaria del viernes! De repente, al joven le parece que no puede vivir sin la plegaria del viernes. Tiene que ir a la mezquita y tiene que llegar a tiempo. Descubre que ha dejado su
shalwar kamiz
en Kabul, la túnica con los pantalones holgados, y no puede ir a la mezquita con ropa occidental. Se desespera. ¿Dónde puede comprar la vestimenta adecuada para ir a rezar? Todas las tiendas están cerradas. Furioso, Mansur empieza a maldecir.

—A Alá no le importa la ropa que lleves —le dice Akbar somnoliento para librarse de él.

—Tengo que lavarme y el agua del hotel ha sido cortada —se queja Mansur.

Pero aquí no puede reprender a Leila, y Akbar le manda a la porra cuando empieza con sus lamentaciones. Pero, ¡y el agua! Un musulmán no puede rezar sin lavarse la cara, las manos y los pies. Mansur sigue gimoteando:

—No me va a dar tiempo.

—Hay agua al lado de la mezquita —le dice Akbar antes de volver a cerrar los ojos.

Mansur sale precipitado vestido con sus sucias ropas de viaje. ¿Cómo ha podido olvidarse de su túnica para el peregrinaje? ¿Y de su gorro para rezar? Mientras corre hacia la mezquita azul, maldice su imprevisión. A la entrada divisa a un mendigo con un pie deforme; tiene la pierna hinchada y llena de manchas posada en el suelo y completamente infectada. Mansur le arrebata el gorro de oración, le grita que se lo devolverá y sigue corriendo, ahora con el gorro puesto, que es de un color gris blancuzco y tiene el borde coloreado de un marrón amarillento de sudor.

Deja sus zapatos y pasa descalzo por las baldosas de mármol pulidas por miles de pies desnudos. Se lava las manos y los pies, se pone el gorro y se acerca con paso digno a las filas de hombres girados hacia La Meca. Ha llegado a tiempo. En el enorme recinto, con decenas de filas de más de cien personas cada una, los peregrinos se prosternan. Mansur se coloca atrás y sigue las oraciones; al cabo de unos momentos, ya está en medio de la muchedumbre porque se van añadiendo cada vez más filas. Es la única persona con ropa occidental, pero hace como los otros: la frente en el suelo y el trasero levantado, quince veces. Recita las oraciones que sabe y escucha el discurso de viernes de Rabbani, que es una repetición de lo que dijo el ex presidente y teólogo el día anterior.

La plegaria tiene lugar justo al lado de unas barreras en derredor de la mezquita, donde los enfermos incurables esperan la curación. Les colocan detrás de las altas barreras para evitar el riesgo de contagio. Con las hundidas mejillas, amarillentas y pálidas, los tuberculosos rezan a Alí para que les dé fuerza. Entre ellos se encuentran también enfermos mentales, y uno de ellos —un chaval adolescente— se agita y da palmadas, mientras su hermano mayor intenta calmarle. La mayoría, no obstante, se limita a mirar por las rejillas de las barreras con ojos apagados. Del grupo sale un olor a enfermedad y a muerte: sólo a los más enfermos les ha sido concedido el honor de venir aquí. Se arremolinan junto al muro de la cámara funeraria: cuanto más cerca del muro de mosaicos azules, más próximos están de la curación.

«Dentro de dos semanas, todos habrán muerto», piensa Mansur. Su mirada cruza la negra mirada punzante de un hombre con profundas cicatrices rojas. Sus largos brazos huesudos están cubiertos de llagas y de heridas rascadas hasta sangrar, al igual que sus piernas, que sobresalen de su túnica; pero tiene finos y bonitos labios de color rosa pálido que evocan los pétalos de las flores primaverales del albaricoque.

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