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Authors: Åsne Seierstad
Sultan Khan es un librero afgano. Es un gran amante de las humanidades, las artes y la poesia de su país. Sin embargo, las diferentes crisis que se suceden en su país van complicando su trabajo. A través de su vida el autor nos describe la forma de vivir de los afganos, sus penurias, la falta de derechos de la mujeres y la opresión a la que se ven forzadas.
El librero de Kabul es una novela escrita por la autora noruega Åsne Seierstad en 2002. El libro describe la vida de un librero que vive en Kabul y cómo va cambiando su vida a lo largo de las diferentes épocas que vive la capital afgana: la época de Zahir Shah, la invasión soviética, el régimen talibán y la ocupación tras la guerra. Tras cubrir los acontecimientos de la Guerra de Kosovo, Åsne Seierstad viajó a Afganistán a cubrir la guerra contra los talibán. Llegó a Afganistán en otoño de 2001, y allí pasó varios meses tras la caída del régimen. Esto le permitió vivir con la familia de un librero de Kabul, Sultan Khan, y ver desde dentro cómo es una familia afgana. Además, Seierstad tenía la ventaja de ser una mujer occidental en una sociedad en la que a la mujer musulmana no se le permite estar con hombres desconocidos. Por ello, su condición de mujer occidental le permitío alternar los ambientes masculinos con los femeninos, algo impensable para una mujer afgana.
Åsne Seierstad
El librero de Kabul
ePUB v1.0
ysidoro01.08.11
Traducción: SARA HOYRUP - MARCELO COVIÁN
Título original: BOKHANDLEREN I KABUL-ET FAMILIEDRAMA
Diseño de cubierta: ROMI SARMARTÍ
Fotografía de cubierta: KATE BROOKS
La traducción española de este libro ha recibido la subvención concedida por NORLA Non-Fiction.
@ by Asne Seierstad, 2002
ISBN: 84-96231-05-4
A mis padres
Sultán Khan fue una de las primeras personas que encontré al llegar a Kabul en noviembre de 2001. Yo acababa entonces de pasar seis semanas en compañía de los comandantes de la Alianza del Norte haciendo campaña desde el desierto limítrofe con Tayikistán hasta las llanuras al norte de Kabul, pasando por las montañas de Hindu Kush y el valle de Panshir. Había estado en el frente cubriendo la ofensiva contra los talibanes, durmiendo en el suelo, viviendo en chozas y viajando en vehículos militares, a caballo y a pie.
Después de la caída de los talibanes, llegué a Kabul con la Alianza del Norte. En una librería conocí a un hombre elegante y canoso. Tras pasar semanas en medio del polvo y la grava y de hablar única e inevitablemente de tácticas bélicas y de avances militares, resultó un alivio hojear libros y charlar sobre literatura e historia. En las estanterías de Sultán Khan abundaban obras en varias lenguas: colecciones de poesía, leyendas afganas, libros de historia, novelas... Como buen vendedor, me vendió siete libros en mi primera visita. Volví a menudo cuando tenía tiempo para mirar libros y seguir conversando con el curioso librero, un patriota afgano a menudo frustrado por su país.
—Primero, los comunistas me quemaron los libros, luego los
muyahidin
saquearon la librería y, finalmente, los talibanes volvieron a quemar mis libros —me contó el librero.
Un día me invitó a cenar a su casa. En el suelo, alrededor de un opíparo banquete, estaba reunida su familia: una de sus esposas, los hijos, las hermanas, el hermano, su madre y unos primos. Sultán contaba historias, los hijos se reían y bromeaban. El ambiente desenfadado y de abundante comida contrastaba con las frugales meriendas que yo había compartido con los comandantes en las montañas. No obstante, no tardé en notar que las mujeres guardaban silencio. La hermosa esposa casi adolescente de Sultán estaba sentada al lado de la puerta con un bebé en brazos, sin moverse ni decir palabra. La otra esposa estaba ausente esa noche. Las demás mujeres contestaban a preguntas y recibían elogios por la comida, pero en ningún momento tomaron la iniciativa en una conversación.
Al dejarlos me dije a mí misma: «Esto es Afganistán. Valdría la pena escribir un libro sobre esta familia».
Al día siguiente busqué a Sultán en la librería para exponerle mi idea.
—Muchas gracias —se limitó a contestar.
—Sí, pero eso implica que yo he de vivir con vosotros.
—Bienvenida.
—Debo acompañaros donde vayáis y vivir como vivís tú, tus esposas, tus hermanas y tus hijos.
—Bienvenida —volvió a decir.
Así que un día brumoso de febrero me instalé en casa de los Khan con tan sólo mi ordenador, cuadernos y bolígrafos, un teléfono móvil y la ropa que llevaba puesta. El resto del equipaje había desaparecido durante el viaje en algún lugar de Uzbekistán.
Fui recibida con los brazos abiertos. Me sentí a gusto con los vestidos afganos que las mujeres de la casa me iban prestando. Dormía en una estera al lado de Leila —la hermana menor de Sultán Khan—, que era la encargada de vigilar que no me faltara nada.
—Tú eres mi bebé —me dijo esta chica de diecinueve años la primera noche—. Cuidaré de ti —me aseguró pendiente de cualquier movimiento mío.
El menor de mis deseos debía ser satisfecho, según Sultán había ordenado. No supe hasta más tarde que había añadido que quien no cumpliera la orden sería castigado.
Me servían comida y té a todas horas, y poco a poco me fui integrando en su vida. Hablaban cuando querían, no cuando yo les preguntaba. No siempre era cuando yo tenía listo el bloc de notas, sino que podía ser durante un paseo en el bazar, en el autobús o entrada la noche, cuando yo ya estaba echada sobre la estera. La mayoría de las veces contestaban espontáneamente a preguntas que ni siquiera se me había ocurrido hacer.
He decidido dar al texto un aire de ficción; me baso, no obstante, en la vida real tal como la he presenciado o me la han relatado los protagonistas. Cuando escribo lo que piensan o sienten esas personas en determinados momentos, recurro a lo que me contaron que pensaron o sintieron entonces.
Algunos lectores me han preguntado cómo puedo saber qué pasa en las cabezas de los diferentes miembros de la familia. No soy, por supuesto, una autora omnisciente, así que si transcribo un diálogo interior o un pensamiento es porque alguien en alguna ocasión me contó lo que pensaba.
No llegué a aprender
dari
, el dialecto del persa que emplean en la familia Khan, pero tuve la suerte de que varios de sus miembros supieran inglés. ¿Insólito? Pues sí. Mi relato de Kabul es, desde luego, sobre una familia afgana sumamente insólita. Una familia librera es insólita en un país donde tres cuartas partes de la población son analfabetas.
Sultán había aprendido un inglés imaginativo, con mucho léxico, de un diplomático a quien dio clases de
dari
. Su hermana Leila hablaba un inglés excelente porque había asistido a una escuela pakistaní cuando eran refugiados y había tomado clases de inglés en su infancia. También el hijo mayor de Sultán, Mansur, hablaba un inglés fluido tras estudiarlo varios años en Pakistán, así que pudo contarme todo sobre sus dudas, sus amores y sus discusiones sobre Alá. Me explicó cómo había deseado pasar por una purificación religiosa y me llevó a un peregrinaje. Participé también en el viaje de negocios a Peshawar y Lahore, en la caza de Al Qaeda y en las compras en el bazar, y estuve en el
hammam
, en la boda y sus preparativos, en la escuela, en el Ministerio de Enseñanza, en la comisaría y en la cárcel. Sólo que no aparezco en el texto.
Otras cosas no las viví en mi propia piel, tal como la suerte dramática de Yamila o lo que hace Rahimula en la trastienda. Asimismo la petición que hizo Sultán de la mano de Sonya me la contaron los involucrados en la familia: el mismo Sultán y su madre, hermanas y hermano, Sonya y sus padres, y la primera esposa, Sharifa.
Yo fui la única persona ajena a la familia a la que Sultán permitió vivir en su casa, de manera que fueron él, Mansur y Leila quienes actuaron de intérpretes. Esto permitió, por supuesto, que esas tres personas ejercieran gran influencia sobre la historia oficial de su familia, pero comparé las diferentes versiones e hice las mismas preguntas unas veces con Sultán de intérprete y otras con Mansur o Leila. Además, estos tres personajes representan las divergencias más marcadas en la familia.
Toda la familia era consciente de que vivía con ellos con el propósito de escribir un libro y me avisaban cuando no querían que tomara notas. Aun así, he preferido mantener en el anonimato a la familia Khan y a las demás personas que retrato. No me lo pidió nadie, pero me pareció lo más apropiado.
Mis días eran como los de la familia. Al alba me despertaban los chillidos de los críos y las órdenes de los hombres, y entonces hacía cola para el baño o esperaba a que hubieran terminado todos. Con suerte quedaba algo de agua caliente, pero pronto descubrí las virtudes refrescantes de echarse en la cara una taza de agua fría. Pasaba el día bien con las mujeres yendo a visitar parientes o de compras en el bazar, bien con Sultán y sus hijos en la librería, en la ciudad o de viaje. Por la noche compartía la cena familiar y bebía té verde hasta la hora de ir a dormir.
Si bien no era más que una invitada, me sentía gusto con la familia. Generosos y abiertos de espíritu, todos me acogieron extraordinariamente bien y compartimos muchos momentos de alegría. Sin embargo, rara vez en mi vida me he enfadado tanto con alguien, rara vez he discutido tanto con alguien y nunca he tenido tantas ganas de pegar a alguien como durante mi estancia con la familia Khan. Siempre era lo mismo lo que me sacaba de quicio: la forma en que los hombres trataban a las mujeres. La superioridad de los hombres era algo tan inculcado que apenas se cuestionaba.
Seguramente yo era percibida como una especie de hermafrodita. En mi calidad de mujer occidental, podía moverme tanto entre las mujeres como entre los hombres. De haber sido varón, jamás hubiera podido vivir en esa casa tal como lo hice —tan cerca de las mujeres de Sultán— sin provocar resquemores. Al mismo tiempo, nunca me planteó problemas ser mujer —o ser hermafrodita— en el mundo de los hombres. Cuando mujeres y hombres quedaban separados en las fiestas, yo era la única que podía circular libremente de una habitación a otra.
Asimismo estaba eximida de los rigurosos códigos de vestimenta de las mujeres afganas y podía ir donde se me antojase. Aun así, a menudo vestía la
burka
simplemente para que me dejasen en paz. En las calles de Kabul, una occidental atrae mucha atención indeseada.
Debajo de la
burka
era libre de observar a la gente a mi alrededor sin que me pudieran ver, y podía seguir a los miembros de la familia cuando salíamos sin que toda la atención se centrara en mí. El anonimato se volvió una liberación, mi único refugio, ya que en Kabul apenas se puede estar solo.
También me serví de la
burka
para meterme en la piel de una afgana, para darme cuenta de lo que es, cuando el autobús está medio vacío, buscar un sitio en las últimas tres filas reservadas para las mujeres y llenas a reventar; lo que es acurrucarse en el maletero de un taxi porque hay un hombre sentado en el asiento de atrás; lo que es ser mirada como una mujer con
burka
alta y atractiva y recibir el primer piropo de
burka
de un hombre que pasa.
Llegué a detestar esta vestimenta porque aprieta la frente y provoca dolor de cabeza, la rejilla limita el campo de visión y dentro huele a cerrado y se suda mucho porque no deja pasar el aire. Hay que andar siempre con cuidado porque una no se ve los pies y se ensucia. La prenda molesta mucho. Pude experimentar qué liberación es quitártela al volver a casa.