Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
Las armas son todavía lo primero que uno encuentra después de haber pasado la frontera. A lo largo de la ruta principal del lado pakistaní, surgen a menudo las palabras «Khyber Rifles», grabadas en la roca o pintadas en sucios carteles. Khyber Rifles es una marca de rifles, pero también es el nombre de la milicia étnica que vela por la seguridad del territorio. Esta milicia tiene que proteger grandes intereses. La aldea justo al otro lado de la frontera es conocida por su bazar de contrabando, donde el hachís y las armas se venden a buen precio. Aquí nadie pide licencia de armas; no obstante, si alguien armado se interna más en territorio pakistaní, corre el riesgo de una larga pena de cárcel.
Entre las casas de barro se yerguen grandes palacios resplandecientes financiados con dinero negro. Pequeñas ciudadelas de piedra y tradicionales casas pashtun rodeadas por altos muros de barro se extienden por la falda de la montaña. De tanto en tanto rompen el paisaje unos muros de hormigón, los llamados dientes de dragón, que los británicos construyeron por temor a una invasión de carros blindados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Ha habido varios casos de secuestros de extranjeros en estas zonas étnicas difíciles de vigilar, y las autoridades pakistaníes han tomado fuertes precauciones. Ni siquiera en la carretera principal de Peshawar, donde patrullan las tropas pakistaníes, los extranjeros pueden ir sin un guardia; y éste vigila con su arma cargada hasta llegar a Peshawar. Sin los documentos en regla y un guardia armado, los extranjeros tampoco son autorizados a dejar Peshawar en dirección a la frontera afgana.
Después de dos horas en las furgonetas por caminos estrechos, con la montaña a un lado y el precipicio al otro, Sultán prosigue viaje unas cuantas horas más a caballo antes de llegar finalmente a los llanos desde donde puede divisar Peshawar. Coge un taxi para llegar a la ciudad, a la calle 103 del barrio Hayatabad.
Ha empezado a oscurecer cuando Sharifa escucha los golpes en la puerta. Por fin viene Sultán. Ella baja corriendo por las escaleras y abre la puerta: ahí está, fatigado y sucio. Sultán le pasa el saco de azúcar y ella lo coge.
—¿Qué tal el viaje?
—La naturaleza espléndida, una magnífica puesta de sol.
Mientras él se lava, ella prepara la cena y pone cubiertos sobre el mantel extendido en el suelo entre blandos cojines. Sultán sale del baño limpio y vestido con ropa recién planchada y mira con cierto disgusto la vajilla que Sharifa ha sacado.
—No me gustan los platos de cristal. Tienen un aspecto ordinario, como si los hubieras comprado en un bazar de ínfima categoría.
Sharifa los recoge y vuelve con platos de porcelana.
—Los prefiero así, la comida sabe mejor.
Sultán cuenta las últimas novedades de Kabul, y Sharifa las de Hayatabad. Hace meses que no se han visto, hablan de los hijos y los parientes, y hacen planes para los próximos días. Cada vez que Sultán viene a Pakistán está obligado a hacer visitas de cortesía a los parientes que todavía no han vuelto del exilio. Primero a los que han perdido a algún miembro de su familia desde su último viaje y luego a los parientes más cercanos, para luego seguir con el resto del clan dependiendo del tiempo disponible que le quede. Sultán se queja de tener que visitar a todas las hermanas, los cuñados, los suegros de las hermanas, los primos y las primas de Sharifa. Resulta imposible mantener secreta su llegada; todo el mundo está al tanto de todo lo que sucede en esta pequeña ciudad y, por otra parte, estas visitas de cortesía son lo último que le queda a Sharifa de su matrimonio. Ahora lo único que le puede exigir a Sultán es que sea amable con sus parientes y la trate como a su esposa en presencia de ellos.
Después de haber planificado todas las visitas, le toca a Sharifa contar las últimas novedades del piso de abajo: las fechorías de Salika.
—¿Sabes lo que es una puta? —exclama Sultán, estirado como un emperador romano—. ¡Eso es lo que es ella!
Sharifa protesta: Salika ni siquiera ha estado a solas con el chico.
—¡Es una cuestión de mentalidad, una cuestión de mentalidad! —responde Sultán—. Puede que todavía no se haya prostituido, pero lo hará con gran facilidad en el futuro. Ahora ha elegido a un inútil que nunca encontrará un trabajo decente. ¿De dónde sacará el dinero para las joyas y la ropa bonita que pretende? Cuando una olla destapada hierve, todo tipo de basura puede caer en ella: mugre, barro, polvo, insectos, hojas muertas. Así es como ha vivido la familia de Salika, sin tapa. El padre está ausente, e incluso cuando vivía con su familia nunca estaba en casa. Ahora lleva tres años refugiado en Bélgica y no ha sido capaz de arreglar los papeles para que su familia le siga —resopla Sultán—. Es un perdedor él también. Y en cuanto a Salika, desde que aprendió a caminar ha estado buscando un chico con quien casarse. Por casualidad ha acabado con este chico inútil y pobre. Pero primero lo intentó con nuestro Mansur, ¿te acuerdas? —pregunta a su mujer.
Ni el librero se sabe resistir a la tentación del cotilleo.
—Su madre participaba en el juego —recuerda Sharifa—. Preguntaba sin cesar si no era hora de que él se casara. Yo siempre le contestaba que todavía era demasiado joven, que primero debía estudiar. Lo último que yo quería para Mansur era una mujer pretenciosa e inepta como Salika. Cuando tu hermano Yunus vino a Peshawar, la madre le hacía la misma pregunta, pero él no quería por nada del mundo a una chica como ésa.
Debaten a fondo el error de Salika hasta que el tema no da más de sí. Luego les llega el turno a los parientes.
—¿Cómo va tu prima? —pregunta Sultán y rompe a reír.
Una prima de Sharifa se había pasado la vida cuidando a sus padres. A la muerte de ellos ya tenía cuarenta y cinco años, pero los hermanos la casaron con un viudo que precisaba una madre para sus hijos. A Sultán le divierte la historia.
—Cambió completamente con el matrimonio. Por fin se hizo mujer —vuelve a burlarse Sultán—. Pero como ella no había tenido hijos y antes de casarse ya no tenía la regla, ahora le debe dar sin parar al asunto, lo cual quiere decir: ¡sin descanso, todas las noches! —dice riéndose.
—Es posible —se aventura a decir Sharifa—. ¿Te acuerdas de lo flaca y seca que estaba antes de la boda? Ahora ha cambiado por completo; seguramente está mojada todo el rato —comenta entre risitas.
Sharifa pone la mano delante de la boca y se ríe entre dientes de sus propias afirmaciones osadas. La pareja parece haber reencontrado la intimidad, ambos estirados sobre las alfombras al lado de las sobras de la comida.
—¿Tú te acuerdas de tu tía, la que espiaste por el ojo de la cerradura? Acabó encorvada de tanto que le gustaba a su marido hacerlo por detrás —se ríe Sultán.
Una historia lleva a otra. Como dos críos, Sultán y Sharifa se divierten al evocar la animada vida sexual de sus parientes.
En la superficie, Afganistán es asexual. Las mujeres se esconden tras las
burkas,
y debajo de la
burka
la ropa es grande y amplia. Llevan pantalones largos debajo de las faldas y, hasta detrás de los muros de las casas, los escotes son raros. Los hombres y las mujeres que no son parientes no deben estar en la misma habitación, no deben hablarse ni comer juntos. En el campo, hasta en las bodas los dos sexos bailan y celebran aparte.
No obstante, hay una verdadera efervescencia debajo de la superficie. Pese al riesgo de pena de muerte, los afganos también tienen amantes, y en las ciudades hay prostitutas a quienes visitan los adolescentes y los hombres a la espera del matrimonio.
La sexualidad tiene su lugar en los mitos y los relatos. A Sultán le encantan las historias que escribió el poeta Rumi hace ochocientos años en su obra
Masnavi
. El poeta usa la sexualidad como una ilustración de los peligros que implica imitar ciegamente a los otros, y Sultán cuenta una anécdota de la obra a Sharifa: —Una viuda tenía un asno que apreciaba mucho. El animal la llevaba por todos lados y siempre la obedecía; y ella siempre lo trataba bien y le daba buena comida. Pero al burro le empezó a flaquear la salud, se fatigaba más rápido y le faltaba el apetito. La viuda se preguntó qué le pasaba, y una noche fue a ver si dormía. En el establo encontró a su criada estirada en el heno debajo del asno. Cada noche, la escena se repetía y despertó la curiosidad de la viuda, que se dijo que ella también quería probar. Mandó a la criada fuera unos días y se estiró en el heno debajo del burro. Al volver a casa la sirvienta, encontró a la viuda muerta. Notó para su espanto que su ama, a diferencia de ella, no había colocado una calabaza sobre el miembro del asno para acortarlo antes de entregarse al animal. Con la punta del miembro bastaba y sobraba.
Después de reírse, Sultán se levanta de los cojines, se ajusta la túnica y va a leer el correo electrónico. Universidades norteamericanas le piden revistas de los años setenta, investigadores le piden manuscritos antiguos y la imprenta de Lahore le manda el presupuesto de la impresión de sus postales después de la subida del precio del papel. Las postales representan la principal fuente de ingresos de Sultán: vende tres por un dólar cuando le cuesta lo mismo imprimir sesenta. Todo le está saliendo bien ahora que se han ido los talibanes y él puede vender lo que quiere.
Sultán pasa el día siguiente leyendo el correo, visitando librerías, yendo a la oficina de correo a enviar y recoger paquetes y haciendo las consabidas visitas de cortesía. Primero, una visita para dar el pésame a una prima cuyo marido ha fallecido de un cáncer; luego una visita más agradable a un primo que es repartidor de pizzas en Alemania y está de visita. El primo, Said, había sido ingeniero aeronáutico en Ariana Air, la compañía aérea que había sido el orgullo de Afganistán. Ahora contempla la posibilidad de volver con su familia al país y solicitar su antiguo puesto. Sin embargo, antes quiere ahorrar más dinero porque cobra mucho más repartiendo pizzas en Alemania que siendo ingeniero aeronáutico en Afganistán. Además sigue sin encontrar una solución al problema que se le presentará en cuanto regrese: en Peshawar le espera su mujer y sus hijos, mientras que él vive en Alemania con una segunda esposa. Si vuelve a Kabul, todos tendrán que convivir. A Said no le gusta nada la idea. Su primera esposa hasta ahora ha podido cerrar los ojos a la segunda, ya que no ha tenido que verla nunca y él le manda regularmente el dinero prometido. Pero, ¿qué pasará si todos tienen que vivir juntos?
Los días en Peshawar son agotadores para Sultán. Un pariente ha sido desalojado de la casa que tenía alquilada, otro pide ayuda para empezar un negocio y hay otro que pretende que le dé un préstamo. Sultán rara vez da dinero a los parientes. Como él ha triunfado, solicitan a menudo su ayuda durante las visitas de cortesía; pero en general él se niega a hacer esa clase de favores. Estima que la gente holgazanea y debe aprender a arreglárselas; al menos deben demostrar que son capaces de hacerlo antes de recibir dinero prestado y, según Sultán, hay pocos que cumplen esos requisitos.
Cuando la pareja está de visita, Sharifa se ocupa de mantener viva la conversación. Cuenta historias que provocan risas y sonrisas mientras Sultán normalmente se limita a escuchar y hace de vez en cuando un comentario sobre la moral laboral de la gente o sobre sus propios negocios. No obstante, cuando él anuncia con una sola palabra que es hora de irse, los dos vuelven a casa con Shabnam detrás de ellos. Caminan en silencio por las calles llenas de hollín de Hayatabad, esquivan la basura y se llenan los pulmones con el aire malsano de los callejones.
Una tarde, Sharifa se arregla más de lo normal para ir a visitar a unos parientes lejanos. Normalmente no figuran en la lista de visitas aunque viven a sólo dos manzanas de distancia. Sharifa camina con paso ligero calzada con sus babuchas, mientras que Sultán y Shabnam la siguen más lentos y cogidos de la mano.
La acogida es calurosa. Los anfitriones sirven frutas secas, caramelos y té. Anfitriones y visitantes empiezan la charla con frases de cortesía y las últimas noticias. Los niños escuchan a sus padres; Shabnam abre pistachos y se aburre. Falta una de las niñas, Belkisa, de trece años, que tiene una buena razón para esconderse, ya que es la protagonista de esta noche.
Sharifa ha ido antes de visita por esa misma causa; esta vez Sultán la acompaña, aunque sea de mala gana, porque debe mostrar que la petición de mano va en serio. Vienen en nombre de Yunus. El hermano menor de Sultán se enamoró de Belkisa hace ya un par de años cuando estaba refugiado en Pakistán y Belkisa era sólo una niña. Yunus le ha rogado a Sharifa que pida en su nombre la mano de la chica; él nunca ha intercambiado una sola palabra con ella.
La respuesta que obtuvo Sharifa siempre ha sido la misma: es demasiado joven. En cambio, los padres estarían dispuestos a dejarle a Shirin, la hija de veinte años. Pero Yunus no la quería; no era ni de lejos tan bella como su hermana y además la encontraba demasiado ansiosa por casarse. Cuando él iba de visita, ella revoloteaba todo el tiempo alrededor de él. En una ocasión, él la había cogido de la mano cuando los otros no miraban. El hecho de que ella se lo permitiera era mala señal, según Yunus; significaba que no era una chica honrada.
Los padres insistían en que la elegida fuera la hija mayor porque Yunus era un buen partido. Cuando Shirin recibió otras ofertas, fueron a ver a Sultán para ofrecérsela por última vez a Yunus. Pero éste no la quería; tenía los ojos puestos en Belkisa y su intención no dejaba lugar a dudas.
Pese a la persistente negativa, Sharifa volvía una y otra vez a pedir la mano de Belkisa. No era de ningún modo una falta de respeto; al contrario, se trataba de una forma de mostrar la seriedad de la petición. Una vieja costumbre requiere que la madre del pretendiente vaya tan a menudo a la casa de la elegida que las suelas de sus zapatos le queden tan finas como la piel del ajo. Como Bibi Gul, la madre de Yunus, estaba en Kabul, la cuñada Sharifa se había hecho cargo del asunto. Alababa a Yunus, elogiaba su inglés fluido, contaba que trabajaba con Sultán en la librería, aseguraba que nunca le iba a faltar nada a su hija. Pero Yunus tenía casi treinta años.
—Demasiado viejo para Belkisa —opinaban los padres.
La madre de Belkisa estaba interesada en otro chico joven de la familia Khan: Mansur, el hijo de dieciséis años de Sultán.
—Si nos ofreces a Mansur, aceptamos al instante.