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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (6 page)

BOOK: El librero de Kabul
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Luego volvieron al lado de la madre.

IV
EL SUICIDIO Y EL CANTO

El deseo amoroso de una mujer es tabú en Afganistán, está prohibido tanto por el estricto código de honor de los clanes como por los ulemas. La gente joven no tiene derecho a encontrarse, a amarse o a elegir. El amor no es un idilio normal, sino más bien lo contrario: puede ser un crimen grave que se castiga con la muerte. Los indisciplinados son asesinados a sangre fría, y cuando sólo es castigado uno de los dos amantes, siempre se trata de la mujer.

Las jóvenes son ante todo un objeto de intercambio o de venta. El casamiento es un contrato hecho entre las familias o dentro de la familia. Su utilidad para el clan es un factor decisivo, y los sentimientos rara vez son tomados en cuenta. Durante siglos, las mujeres afganas han tenido que aguantar la injusticia de la que son victimas. Existen, no obstante, testimonios de su disconformidad en forma de cantos y poemas secretos, cuyo eco permanece en las montañas o en el desierto.

Las mujeres protestan con «el suicidio o el canto», escribió el poeta afgano Sayd Bahodin Majruh en un libro sobre la poesía de las mujeres pashtun. Con la ayuda de su cuñada, Majruh, que murió en Peshawar en 1988 asesinado por los fundamentalistas, logró recuperar varios de estos poemas pertenecientes a la tradición popular que se han ido transmitiendo en torno al pozo de agua, en los caminos rurales, alrededor del horno... Evocan los amores prohibidos, donde el amante nunca es el marido, y hablan del odio hacia este marido, a menudo mucho mayor; pero también expresan el orgullo y la valentía de las mujeres. Esta poesía se llama
landay,
que significa «breve», y —limitada a unos pocos versos consta de poemas cortos y rítmicos como «un grito, un furor, un navajazo», en palabras de Majruh:

Gente cruel, queréis que un viejo
me lleve a su cama.
¡Y preguntáis por qué lloro y me tiro del pelo!
¡Ay, Alá!, me mandas de nuevo a la noche tenebrosa,
y de nuevo tiemblo de la cabeza a los pies
porque tengo que subir a la cama que odio.

Sin embargo, las mujeres en estos poemas también pueden ser rebeldes y arriesgar la vida por el amor en una sociedad donde la pasión está prohibida y el castigo es despiadado.

Dame tu mano, mi amor, y vamonos al campo
para amarnos o caer juntos bajo los navajazos.
Me lanzo al rio, la corriente no me arrastra.
Mi horrible marido tiene suerte: siempre soy devuelta a la ribera.
Mañana por la mañana me matan por ti;
tú por tu parte no digas que no me has querido.

La mayoría de estos gritos evoca la decepción de una vida mutilada. Una mujer reza a Alá para que en su próxima vida le deje ser una piedra antes que una mujer. Ninguno de estos poemas aborda el tema de la esperanza; al contrario, en todos ellos reina el desaliento. El hecho es que estas mujeres no han vivido lo suficiente, no han sacado suficiente provecho a su belleza o a su juventud y no han conocido debidamente los placeres del amor.

Yo era más bella que una rosa.
Bajo tu amor, me he vuelto amarilla como una naranja.
Antes yo desconocía el sufrimiento;
por eso crecí recta como un abeto.

Los poemas también están llenos de dulzura. Con una brutal sinceridad, la mujer glorifica su cuerpo, el amor carnal y la fruta prohibida como si quisiera escandalizar a los hombres y provocar su pasión:

Pon tu boca sobre la mía,
pero deja libre mi lengua para que te hable de amor.
Cógeme primero en tus brazos, sujétame,
sólo luego puedes atarte a mis muslos de terciopelo.
Mi boca es para ti, devórala, no tengas miedo.
No es de azúcar que se pueda disolver.
De buena gana te doy mi boca,
pero, ¿por qué traer mi jarro si ya estoy mojada?
Te harás ceniza al instante
si yo fijo mi mirada embriagadora en ti.

El suicidio y el canto
.

Poesía popular de las mujeres pashtun, de Sayd Bahodin Majruh, Gallimard, 1994

V
EL VIAJE DE NEGOCIOS

El día está fresco todavía. El sol arroja sus primeros rayos sobre la montaña. En este paisaje polvoriento y de un color marrón tirando a gris, las pendientes escarpadas son de piedra pura, rocas que en cualquier momento pueden caer rodando en un desmoronamiento devastador, y de gravilla que cruje bajo los cascos de los caballos. Emergiendo de entre las piedras, los cardos rozan las piernas de los contrabandistas, los refugiados y los guerreros que huyen por el caos de senderos que se atraviesan y desaparecen detrás de piedras y montículos.

Es la ruta del contrabando entre Afganistán y Pakistán, donde se encuentra de todo, desde armas y opio hasta cigarrillos, pasando por cajas de Coca—Cola. Esos mismos senderos se han usado durante siglos, y por ellos pasaron furtivamente los talibanes y los guerreros árabes de Al Qaeda cuando comprendieron que el combate por Afganistán estaba perdido y retrocedieron a los territorios tribales de Pakistán. Volvieron a usarlos cuando regresaron para combatir a los soldados norteamericanos, esos impíos que han ocupado Tierra Santa musulmana. En las regiones fronterizas, las autoridades afganas y las pakistaníes no tienen el control que pertenece a las tribus pashtuna ambos lados de la frontera. Este vacío jurídico está incluso establecido en la legislación pakistaní: las autoridades pueden operar en los caminos asfaltados y hasta veinte metros a ambos lados. Más allá prevalece la ley de las tribus.

Esta mañana el librero Sultán Khan pasa delante de los guardias fronterizos. A menos de cien metros está la policía pakistaní; pero mientras las personas, los caballos y los burros cargados se mantengan a una distancia prudencial del camino, no hay nada que la guardia pueda hacer.

En cambio, si bien las autoridades no pueden controlar el torrente de viajeros, muchos de ellos son parados y «sometidos a un impuesto» por hombres armados que a menudo no son más que campesinos corrientes. Sultán ha tomado sus precauciones: antes de salir, Sonya le cosió el dinero en la manga de su camisa, sus enseres personales están en un sucio saco de azúcar y lleva puesto el
shalwar kamiz
más viejo.

Como para la mayoría de los afganos, la frontera pakistaní también está cerrada para Sultán. El hecho de que tenga en Pakistán una familia, una casa, un negocio y una hija escolarizada no cambia nada: no es bienvenido. Cediendo a la presión de la comunidad internacional, Pakistán ha cerrado la frontera para que los terroristas talibanes y sus partidarios no se escondan en el país. Inútil medida, ya que los terroristas y los guerrilleros no acostumbran a presentarse en los pasos fronterizos pasaporte en mano. Se sirven de los mismos senderos que utiliza Sultán cuando va en viaje de negocios, y miles de personas acceden cada día de esta forma de Afganistán a Pakistán.

Los caballos tienen dificultades para subir a la montaña. Alto y robusto, Sultán monta su caballo a pelo, y hasta con esa ropa vieja parece bien vestido, la barba recién recortada como siempre y el pequeño fez que le sienta de maravilla. Incluso cuando se agarra asustado a las riendas, tiene el aspecto de un hombre distinguido que ha venido a dar un paseo por las montañas para admirar el paisaje. Pero su asiento es inseguro; un paso falso, y caballo y hombre caerán por el precipicio. Por su parte, el animal anda con paso tranquilo por los conocidos senderos sin dejarse incomodar por el hombre que porta sobre el lomo. Sultán lleva el valioso saco de azúcar anudado fuertemente en la mano: en él tiene los libros de los que quiere hacer ediciones pirata y el borrador de lo que espera que sea el contrato más importante de su vida.

Alrededor de él caminan otros afganos que desean entrar en el país supuestamente vedado. Hay mujeres en
burka
, cabalgando a asentadillas, que van a visitar a sus parientes; estudiantes que vuelven a la Universidad de Peshawar tras celebrar el
Id al Fitr,
el fin del Ramadán, en el seno de su familia; quizá también algún que otro contrabandista u hombre de negocios. Sultán no pregunta. Piensa en su contrato, se concentra en las riendas y maldice a las autoridades pakistaníes. Primero un día en coche desde Kabul a la frontera, a continuación una noche en una inmunda fonda en la frontera, luego un día entero a caballo, a pie y en la plataforma de una furgoneta. Por el camino principal, en cambio, el trayecto de la frontera a Peshawar es de sólo una hora. A Sultán le resulta degradante verse obligado a entrar subrepticiamente y a ser tratado como un infrahumano. Considera que —después del apoyo económico, político y armamentístico que dieron los pakistaníes al régimen talibán— es hipócrita ejercer de súbito de lacayos de Estados Unidos y cerrar la frontera a los afganos.

Aparte de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, Pakistán era el único país que había reconocido oficialmente el régimen talibán. Las autoridades pakistaníes deseaban que los pashtun mantuvieran el control de Afganistán porque se trata de una etnia presente a ambos lados de la frontera y sobre la que Pakistán ejerce una gran influencia. Casi todos los talibanes eran pashtun, el grupo étnico más numeroso de Afganistán que representa el cuarenta por ciento de la población. Más al norte dominan los tayikos, y uno de cada cuatro afganos es tayik. La Alianza del Norte —que luchó acerbamente contra los talibanes y que recibió el apoyo de los norteamericanos después del 11 de septiembre— está formada sobre todo por gente de la tribu tayik, de la que desconfían los pakistaníes. Después de la caída del régimen talibán, los tayikos han obtenido mucho poder en el gobierno, por lo que muchos pakistaníes ahora se sienten rodeados por enemigos: la India al este y, Afganistán al oeste.

Aun así, el odio étnico entre los afganos es poco frecuente. Los conflictos surgen sobre todo de luchas por el poder entre diferentes señores de la guerra que propician las luchas intertribales. Los tayikos temen que los pashtun se hagan con demasiado poder y les exterminen en caso de otra guerra, y los pashtun temen a los tayikos por idénticas razones. En el nordeste del país la relación entre uzbekos y hazaras es bastante parecida. Por otro lado, numerosos conflictos se producen entre señores de la guerra pertenecientes a una misma etnia.

A Sultán le preocupa poco la sangre que corre por sus venas y por las de los demás. Con una madre pashtun y un padre tayik posee una buena mezcla, igual que muchos otros afganos. Desde un punto de vista administrativo es tayik, ya que la identidad étnica pasa por el padre. Habla la lengua de ambos grupos: el pashtun y el
dari
, el dialecto persa hablado por los tayikos. Según el parecer de Sultán, va siendo tiempo de que los afganos dejen atrás las guerras y se unan en un esfuerzo por reconstruir el país. Su sueño es que Afganistán recupere el terreno perdido con respecto a los países vecinos, pero la realidad es poco prometedora. Sultán se siente decepcionado por sus compatriotas: mientras él trabaja sin parar para hacer crecer su empresa, le aflige que los otros se gasten todos sus ahorros para irse a La Meca.

Unos días antes del viaje a Pakistán, mantuvo una conversación con su primo Wahid, dueño de una pequeña tienda de recambios para coches que a duras penas le es rentable. Wahid había pasado a verle a la librería y le contó que por fin había ahorrado lo suficiente para viajar a La Meca.

—¿Tú crees que te sirve de algo rezar? —le había preguntado Sultán desdeñoso—. El Corán nos manda trabajar duro y resolver nuestros propios problemas. Pero los afganos somos perezosos y preferimos pedir ayuda a Occidente o a Alá.

—Pero el Corán también dice que tenemos que alabar a Alá —había contestado Wahid.

—El profeta Mahoma lloraría si escuchara todos los gritos y todas las oraciones en su nombre. Golpear la cabeza contra el suelo no nos ayuda a recuperar el país. Lo único que sabemos hacer es invocar, rezar y guerrear; pero las oraciones no sirven de nada si la gente no trabaja. ¡No podemos esperar la gracia de Alá! —gritó Sultán, enardecido por su propio torrente de palabras—. ¡Estamos buscando a ciegas a un santón cuando lo que nos hace falta es ponernos en marcha!

Era consciente de haber insultado a su primo, pero para Sultán el trabajo era lo más importante. Intentaba inculcarles a sus hijos varones este principio básico. Acorde con su idea, los había sacado de la escuela para hacerlos trabajar en sus tiendas y para que le ayudaran a construir un imperio.

—Pero irse a La Meca es uno de los cinco pilares del islam —había objetado su primo—. Para ser un buen musulmán hay que reconocer a Alá, rezar, ayunar, dar limosna y viajar a La Meca.

—Tal vez todos nos iremos a La Meca —había dicho Sultán poniendo fin a la discusión—. Pero entonces tendremos que merecérnoslo, y debemos ir para dar las gracias, no para pedir.

«Wahid ya debe estar de camino a La Meca con la blanca vestimenta de peregrino», piensa Sultán bufando y secándose el sudor de la frente. El sol está en lo más alto. Por fin el sendero empieza a descender y en un camino de carros esperan varias camionetas: son los taxistas del Paso de Khyber, que se ganan bien la vida transportando a los oficialmente rechazados hasta el interior del país.

Antaño pasaba por aquí la Ruta de la Seda, el camino del comercio entre las grandes civilizaciones de otras épocas, China y Roma. La seda era transportada al oeste, mientras el oro, la plata y la lana viajaban hacia el este.

Durante miles de años, el Paso de Khyber ha sido cruzado por invasores. Los persas, los griegos, los mongoles, los afganos y los británicos se lanzaron a la conquista de la India y todas esas tropas tuvieron que pasar por este puerto. En el siglo XI antes de Cristo, Darío, el gran rey persa, ocupó amplias regiones de Afganistán y prosiguió su marcha por el Paso de Khyber hasta el río Indo. Doscientos años más tarde, los generales de Alejandro Magno llevaron sus tropas por el desfiladero, que en su sitio más estrecho no deja pasar más que un camello o dos caballos juntos. Gengis Kan destruyó partes de la Ruta de la Seda mientras otros viajeros más pacíficos como Marco Polo se limitaron a seguir las huellas de las caravanas rumbo al este.

Desde el tiempo de Darío hasta la conquista del desfiladero por los británicos en el siglo XIX, las tropas invasoras siempre encontraron fuerte resistencia por parte de las tribus pashtun en aquellos territorios. Después de la retirada de los británicos en 1947, estos grupos controlan hoy el puerto y toda la región hasta Peshawar. La tribu más poderosa es la de los afridis, temida por sus guerreros.

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