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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (29 page)

BOOK: El librero de Kabul
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Llegan a la comisaría central, uno de los edificios más odiados durante el régimen talibán. Aquí, en el Departamento de Promoción de la Virtud y de la Prevención del Vicio, conocido como Ministerio de la Moralidad, la policía religiosa tenía su sede central. Aquí llevaron a los hombres que lucían una barba demasiada corta, a las mujeres que habían caminado por la calle en compañía de hombres que no eran sus parientes, que habían caminado solas o que estaban maquilladas debajo de la
burka
. Los presos podían pasar semanas en el sótano del edificio antes de ser transferidos a otras cárceles o de ser declarados inocentes. Cuando se fueron los talibanes, esta prisión preventiva se abrió y los presos fueron dejados en libertad. Aquí se encontraron cables y varas que se habían utilizado como instrumentos de tortura. Los hombres habían sido torturados en cueros; las mujeres, envueltas en una sábana. Es un lugar con historia, ya que también el cruel servicio de información soviética había tenido aquí su sede, y después de él, las caóticas fuerzas policiales
muyahidin.

El carpintero sube los penosos peldaños hacia la cuarta planta. Intenta poner a Mansur a su lado rogándole con una mirada temblorosa. Es como si sus ojos se hubieran vuelto todavía más grandes estos días que ha estado preso; esos globos suplicantes casi se salen de las órbitas.

—¡Perdóneme, perdóneme, por favor! —insiste—. ¡Trabajaré gratis para ustedes el resto de mi vida, perdóneme!

Mansur lo mira sin verlo. No puede aflojar ahora. Sultán ha tomado su decisión y él no puede contradecirlo. Su padre sería capaz de desheredarlo o de echarlo de casa. El joven tiene la impresión de que uno de sus hermanos menores ya es el favorito de su padre. Podría tratarse de Eqbal, que va a asistir a un curso de informática y a quien le han prometido una bicicleta. Si Mansur le lleva la contraria a su padre, éste podría cortar todos sus lazos. El hijo del librero no quiere correr este riesgo a causa del carpintero, por mucha pena que le dé.

Primero deben esperar el interrogatorio y el registro de la denuncia. El sistema funciona de modo que el acusado queda en prisión preventiva hasta que se ha probado su inocencia o su culpa. De esta forma cualquiera puede denunciar a alguien y mandarlo a la cárcel.

En el interrogatorio, Mansur presenta los cargos. El carpintero está de nuevo sentado en el suelo. Tiene los dedos de los pies largos y torcidos, y las uñas tienen gruesos bordes negros. El chaleco y el jersey cuelgan en tiras por la espalda, y los pantalones bailan alrededor de sus caderas.

El interrogador situado detrás del escritorio anota con esmero las dos declaraciones. Escribe con letra pulcra en un folio puesto sobre papel carbón.

—¿De qué viene esta afición tuya a las postales de Afganistán?

Se ríe de su propia pregunta. Todo el asunto le resulta un poco extraño. Sin esperar la respuesta del carpintero, continúa:

—Cuéntanos a quién las vendiste. Nosotros sabemos muy bien que no las robaste para mandarlas a tus parientes.

—Solamente cogí unas doscientas y Rasul me dejó alguna —responde el carpintero.

—Pura mentira: Rasul no te ha dado ninguna postal —conienta Mansur. El policía señala:

—Recordarás este local como el sitio donde tenías la posibilidad de decir la verdad.

Jalaludin traga saliva, hace crujir sus nudillos y respira aliviado cuando el policía continúa interrogando al otro sobre cuándo, dónde y cómo ocurrió todo. Por la ventana detrás del interrogador se ve una de las colinas de Kabul repleta de pequeñas chozas que se aferran a la pendiente, con los senderos que bajan zigzagueando, y Jalaludin ve a gente que sube y baja por ellos como ratoncillos. Las chozas están hechas con lo que se encuentra por doquier en esta ciudad devastada por la guerra: unas chapas onduladas, un trozo de tela de arpillera, un poco de plástico, unos ladrillos, restos de las ruinas de otras partes.

De súbito, el interrogador se sienta en el suelo al lado del carpintero y le dice:

—Sé que tienes hijos hambrientos y que
no
eres un criminal. Te daré una última oportunidad ahora, no la eches a perder. Si me dices a quién vendiste las tarjetas, te dejaré en libertad. Si no me lo dices, te pasarás varios años en la cárcel.

Mansur escucha como quien oye llover, pues es la undécima vez que le han hecho esta pregunta al carpintero. Tal vez sea cierto y no las haya vendido a nadie. El joven mira el reloj y bosteza. Pero de repente sale un nombre de los labios de Jalaludin.

Mansur da un respingo. El hombre cuyo nombre acaba de pronunciar el carpintero tiene un quiosco en el mercado donde vende calendarios, bolígrafos y tarjetas; tarjetas para las fiestas religiosas, las bodas, los noviazgos, los cumpleaños. Y postales con motivos de Afganistán. Solía comprar estas postales en la librería de Sultán, pero hacía tiempo que no iba por allí. Mansur se acuerda de él claramente porque solía quejarse a gritos del precio.

Es como si un tapón hubiera saltado. Jalaludin sigue temblando mientras habla:

—Se acercó un día que yo iba a salir del trabajo. Hablamos un poco y él me preguntó si necesitaba dinero, y eso lo sabe todo el mundo, necesito dinero. Entonces me preguntó si podía conseguirle unas postales. Primero me negué, pero luego me habló del dinero que me daría, y yo pensé en mis hijos en casa. Mi sueldo no alcanza para alimentar a la familia. Pensé en mi mujer que empieza a perder los dientes cuando sólo tiene treinta años, pensé en todas las miradas de reproche que me lanzan en casa por no poder ganar lo suficiente, pensé en la ropa y el calzado que no podía comprar a mis hijos, pensé en el médico para los niños enfermos que no podemos pagar, pensé en la mala comida que comen. Entonces se me ocurrió que si cogía unas pocas tarjetas mientras trabajaba en la librería podría resolver algunos de mis problemas. Sultán ni se daría cuenta, tiene tantas tarjetas y tanto dinero. Entonces cogí algunas y las vendí.

—Tenemos que ir al quiosco para conseguir las pruebas —explica el comisario antes de levantarse y ordenar al carpintero, a Mansur y a otro policía que le siguieran.

Conducen hasta el mercado y el quiosco de postales. Hay un niño en la pequeña ventanilla.

—¿Dónde está Mahmud? —le pregunta el policía que viste de paisano.

Mahmud se ha ido a comer. El policía muestra su placa al chiquillo y le pide ver sus postales. El niño les deja pasar por el pasillo lateral del quiosco, y entran en el pequeño espacio alargado entre la pared, las pilas de género y el mostrador. Entre Mansur y un policía sacan bruscamente las postales de los estantes, y meten todas las impresas por Sultán en una bolsa. Al final hay varios miles. Pero es difícil saber cuáles ha comprado legalmente y cuáles no. Llevan al niño y a las postales con ellos a la comisaría mientras un policía se queda para esperar a Mahmud. El quiosco ha quedado cerrado con llave. Hoy nadie podrá comprar aquí tarjetas de agradecimiento ni imágenes de feroces guerreros.

Cuando por fin traen a Mahmud a la comisaría —todavía con el olor a kebab en las manos—, empiezan nuevos interrogatorios. Mahmud primero niega haber visto en su vida al carpintero y dice que lo ha comprado todo de forma legítima a Sultán, Yunus, Eqbal y Mansur. Luego cambia la línea de argumentación y admite que sí, pues un día el carpintero fue a verle; pero sostiene no haberle comprado nada.

También el dueño del quiosco tiene que pasar la noche en prisión preventiva. Por fin, Mansur puede marcharse. En el pasillo esperan los hombres de la familia del carpintero: su padre, su tío, su sobrino y su hijo. Se acercan a él y observan con mirada despavorida cómo pasa apresurado sin prestarles la menor atención. Mansur no soporta mirar a la familia del preso. Jalaludin ha confesado y Sultán se pondrá contento, el caso está resuelto. Ahora que el robo y la complicidad del comerciante están probados, puede ponerse en marcha el proceso penal. Mansur piensa en lo que había dicho el interrogador:

—Ésta es tu última posibilidad. Si confiesas, te dejamos en libertad y puedes volver con tu familia.

El joven se siente mal y sale deprisa. Recuerda las últimas palabras de su padre antes de irse de viaje:

—He sacrificado mi vida por levantar este negocio, me han golpeado, me han encarcelado. Me mato trabajando para crear algo para Afganistán, y luego viene un maldito carpintero y se pone a comer de mi obra. Esto no se perdona. No seas blandengue tú tampoco, Mansur, no seas blandengue.

En una deteriorada casita de adobe en Deh Khudaidad, una mujer mira al vacío. Sus hijos pequeños lloran, todavía no han comido y ya es de noche, están a la espera de que vuelva el abuelo de la ciudad. A lo mejor trae algo de comer. Los niños corren a su encuentro cuando pasa por la puerta con su bicicleta. El viejo viene, sin embargo, con las manos vacías, y no hay nada en el portaequipajes. Los pequeños paran en seco al ver su rostro sombrío. Guardan silencio un momento antes de romper a llorar de nuevo y preguntar agarrándose a él:

—¿Dónde está papá? ¿Cuándo viene papá?

XVIII
MI MADRE, OSAMA

Tajmir sostiene el
Corán
contra su frente, lo besa y lee un versículo. Vuelve a besarlo, lo deja en el bolsillo de su chaqueta y mira por la ventana del coche. Están saliendo de Kabul en dirección al sudeste, rumbo a las turbulentas regiones fronterizas entre Afganistán y Pakistán, donde los talibanes y Al Qaeda todavía cuentan con amplio respaldo popular. Los norteamericanos creen que en este paisaje inaccesible se esconden terroristas, y rastrean el terreno, interrogan a la población civil, dinamitan cuevas, buscan depósitos de armas, dan con escondites, encuentran bombas y matan civiles. Todo en nombre de la caza de terroristas y, sobre todo, del gran trofeo con que sueñan: Osama Bin Laden.

Fue en esta zona donde tuvo lugar la gran ofensiva contra Al Qaeda en la primavera —la Operación Anaconda—, en la que fuerzas internacionales especiales bajo mando estadounidense libraron duros combates con los discípulos sobrevivientes de Osama. Se supone que aún hoy varios grupos de Al Qaeda siguen en estas regiones fronterizas. Son regiones cuyos líderes nunca han reconocido un gobierno central e insisten en gobernarse según las leyes de las tribus. En el cinturón pashtun a ambos lados de la frontera, los norteamericanos y las autoridades centrales lo tienen difícil para infiltrarse en las aldeas. Expertos de información estiman que, en caso de que Osama Bin Laden y el ulema Omar sigan vivos y estén en Afganistán, este sitio es su refugio más probable.

Tajmir debe intentar encontrar a los dos personajes. O al menos a alguien que haya oído hablar de alguien que los haya visto, o crea haber visto a alguien que se parece a ellos... A diferencia de su compañero de viaje, no obstante, Tajmir no espera encontrar nada por el estilo; él no es un aficionado al peligro. No le gusta viajar por los territorios de las tribus, donde pueden estallar combates en cualquier momento. En el asiento trasero del coche, los chalecos antibalas y los cascos de protección están listos.

—¿Qué leíste, Tajmir?

—El Santo
Corán.

—Sí, eso lo vi, pero, ¿algún pasaje en particular? Quiero decir, ¿una
traveller section
o algo así?

—No, yo nunca busco nada en especial; abro el libro al azar. Ahora me salió el versículo que dice que el que obedece a Alá y a su enviado será conducido a los jardines del paraíso donde murmuran los arroyos, mientras que el que da la espalda a Alá recibirá un castigo riguroso. Leo un poco el
Corán
cuando tengo miedo a algo, o cuando estoy triste.

—Oh, yeah—dice
Bob reposando la cabeza contra la ventanilla. Entorna los ojos y observa desaparecer las calles de la capital cubiertas en hollín. Conducen cara a un sol matinal tan fuerte que Bob al final se ve forzado a cerrar del todo los ojos.

Tajmir está pensando en el encargo que le ha hecho un periódico norteamericano. Antes —cuando los talibanes— él trabajaba para una organización humanitaria donde tenía la responsabilidad de la distribución de harina y arroz entre los pobres. Cuando los extranjeros de la organización abandonaron el país a raíz de lo ocurrido el 11 de septiembre, Tajmir se quedó como único responsable. El régimen talibán, sin embargo, bloqueaba todas sus iniciativas, y al final la distribución fue congelada. Un día hasta cayó una bomba justo en el sitio donde se llevaba a cabo el reparto de raciones, y Tajmir dio las gracias a Alá por haber parado la distribución a tiempo. No quería ni imaginarse lo que habría sucedido si el sitio hubiera estado lleno de mujeres y niños desesperados haciendo cola para conseguir un poco de comida...

Tajmir tiene la sensación de que ha pasado mucho tiempo desde que trabajó en el servicio humanitario. Cuando los periodistas extranjeros llegaron a Kabul, una revista norteamericana le ofreció un jornal que equivalía a lo que ganaba en toda una quincena. Por consideración a su propia familia, que estaba necesitada, dejó el trabajo humanitario y empezó como intérprete, con un inglés imaginativo y curioso.

Tajmir mantiene solo a su familia, una familia que según el estándar afgano es pequeña. Vive con sus padres, su hermanastra, su esposa y la pequeña Bahar, de un año, en un apartamento en Microyan, cerca de la familia Khan. Su madre, Feroza, es la hermana mayor de Sultán, y fue dada en casamiento a fin de financiar los estudios de su hermano.

Feroza fue la más severa de las madres. Cuando Tajmir era pequeño no le permitió jugar en la calle con los demás niños. Tenía que jugar tranquilamente en el salón bajo su control, y cuando se hizo mayor tenía que hacer los deberes. Siempre debía volver directamente a casa y nunca podía ir a casa de sus amigos o invitar a alguien a la suya. Tajmir nunca protestó; no era posible protestar contra Feroza, porque ella pegaba, y pegaba duro.

—Ella es peor que Osama Bin Laden —cuenta Tajmir a Bob cuando debe explicarle por qué llega tarde o por qué de repente tiene que irse. A sus nuevos amigos norteamericanos les cuenta historias de horror sobre «Osama». Ellos se imaginaban a una arpía debajo de la
burka,
pero cuando fueron de visita a casa de Tajmir, conocieron a una mujer tranquila y menuda que les observaba con su mirada de miope. En el pecho lucía un gran medallón de oro con una inscripción islámica que había comprado con el primer sueldo norteamericano que llevó Tajmir a casa. Feroza sabe exactamente lo que gana su hijo y le obliga a dárselo todo; luego ella le da dinero para pequeños gastos cuando él lo necesita. Tajmir señala todas las marcas en la pared de los zapatos y otros objetos que su madre le ha arrojado. Ahora se ríe; la tirana Feroza se ha convertido en una historia divertida.

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