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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (25 page)

BOOK: El librero de Kabul
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Muchos de los escaparates están llenos de polvo y tapados con cortinas o cartones. «Ariana Airlines» pone en un rótulo roto anunciando la compañía aérea nacional afgana que antaño disponía de muchos aviones donde azafatas elegantes atendían a los pasajeros que podían elegir como bebidas whisky o coñac. Muchos aviones se perdieron en la guerra civil; los demás fueron bombardeados por los norteamericanos en su caza de Osama Bin Laden y del ulema Omar. Un solo avión evitó las bombas: se encontraba en Nueva Delhi el 11 de septiembre. Es este avión el que tiene que salvar a Ariana. Hace todavía los vuelos de ida y vuelta entre Kabul y Nueva Delhi, pero no es suficiente para reabrir la oficina en el hotel.

En un extremo del vestíbulo se ubica el restaurante que tiene la peor cocina de Kabul, pero los camareros más amables de la ciudad. Es como si éstos quisieran compensar por el arroz soso, el pollo reseco y las zanahorias aguadas.

En medio del vestíbulo hay un pequeño cerco de unos metros cuadrados. Se trata de una valla de madera de poca altura que hace de frontera entre el suelo del exterior y la alfombra verde del interior. Clientes, ministros, conserjes y camareros se ponen codo con codo a rezar sobre las pequeñas alfombras que están encima de la gran alfombra verde; en la oración todos son iguales. También hay un local más grande para la oración en el sótano, pero la mayoría de los visitantes se limita a rezar unos minutos en la alfombra entre los dos grupos de sillones.

Encima de una mesa desvencijada reina un televisor siempre encendido. Pese a que se encuentra justo fuera del quiosco de Aimal, él rara vez va a mirarlo. Kabul TV, que es el único canal del país, no suele poner nada interesante. Emite un sinfín de programas religiosos, algunos programas interminables de debates, las noticias y largos períodos de música tradicional acompañando fotos del paisaje afgano. El canal ha abierto últimamente sus puertas a mujeres para presentar las noticias, pero no para cantar o bailar.

—El pueblo no está listo —sostiene la dirección del canal.

A veces ponen dibujos animados polacos o checos, y entonces Aimal se precipita hacia el televisor, pero con frecuencia se siente decepcionado porque la mayoría de los que ponen ya los ha visto.

Fuera del hotel se encuentra lo que antaño era el orgullo del lugar: una piscina. Se había inaugurado con gran pompa un hermoso día de verano, y todos los habitantes —al menos los varones de la capital fueron invitados a usarla el primer verano. La piscina tuvo una muerte triste. Primero, el agua se puso de un color entre gris y marrón (a nadie se le había ocurrido instalar un sistema de filtrado), y como el agua estaba cada vez más sucia, la piscina acabó por cerrarse. La gente decía que había sufrido erupciones cutáneas purulentas y otras enfermedades de la piel por bañarse en la piscina; se rumoreaba incluso que hasta había habido muertos. Se vació la piscina para no volver a ser llenada. Ahora una capa espesa de polvo cubre el fondo azul claro mientras unos rosales resecos intentan en vano esconder al monstruo. Justo al lado hay una pista de tenis que tampoco se usa. El monitor de tenis sigue en la lista telefónica del hotel, pero más le vale haber encontrado otro trabajo porque no hay una gran demanda de sus servicios esta primavera, cuando todo tiene que empezar de nuevo en Kabul.

Los días de Aimal consisten en desplazamientos inquietos entre el tenderete, el restaurante y los grupos de sillones gastados. Es un chico responsable y vigila el quiosco por si viene un cliente, pero eso ocurre en pocas ocasiones.

En un tiempo, hubo un gran tráfico de gente en el vestíbulo y mucha actividad en el quiosco. Cuando los talibanes huyeron de la capital, los pasillos del hotel se llenaron de periodistas extranjeros. Algunos habían convivido durante meses con los soldados de la Alianza del Norte comiendo arroz podrido y bebiendo té verde, y ahora se llenaban las barrigas con los chocolates Snickers y Bounty que vendía Aimal y que habían entrado de contrabando desde Pakistán. Los periodistas compraban agua a cuatro dólares la botella, pequeños quesos para untar a doce dólares el paquete y tarros de aceitunas donde cada aceituna valía una fortuna. No se preocupaban por los precios ahora que habían conquistado Kabul y derrotado al régimen talibán. Estaban sucios y barbudos como los guerrilleros, las mujeres se vestían como hombres y llevaban grandes botas sucias. Muchos tenían el pelo amarillo y la piel rosada.

De vez en cuando, por aquel entonces, Aimal subía al terrado donde los reporteros hablaban con micrófonos delante de grandes cámaras de vídeo. Ya no parecían guerrilleros porque se habían lavado y se habían peinado. El vestíbulo estaba entonces lleno de personalidades divertidas que le hacían bromas a Aimal y charlaban con él, ya que había aprendido algo de inglés en Pakistán, donde había vivido como refugiado la mayor parte de su vida.

En esta época nadie le preguntaba a Aimal por qué no estaba en la escuela; ningún centro docente estaba abierto. Él contaba dólares y hacía cuentas con una calculadora y soñaba con hacerse un gran comerciante. Por aquel entonces Fazil estaba con él, y mientras llenaban la caja de dinero, observaban boquiabiertos el mundo extraño que había invadido el establecimiento. A las pocas semanas, no obstante, los periodistas desaparecieron del hotel, donde a muchos les habían asignado habitaciones sin agua, sin electricidad y sin cristales en las ventanas. Con la guerra acabada y un gobierno en funciones, Afganistán ya no tenía más interés.

A los periodistas desaparecidos les sucedieron los nuevos ministros afganos, sus secretarios y colaboradores. Pashtun morenos con turbantes de Kandahar, afganos de vuelta del extranjero con trajes occidentales y recién afeitados señores de la guerra venidos de las estepas llenaron los sofás del vestíbulo. El hotel se hizo la casa de los que gobernaban el país, pero no tenían dónde vivir en Kabul. Ninguno de ellos se preocupaba de Aimal, ni compraba nada en su tienda. El chocolate Bounty les era ajeno y bebían agua del grifo. Ni en sueños se les hubiera ocurrido malgastar dinero en los géneros de importación del quiosco: no les tentaban las aceitunas italianas, los cereales Weetabix de Inglaterra o el caducado queso francés de untar de la marca Kiri.

Muy de vez en cuando algún que otro periodista volvía casi por equivocación a Afganistán y al hotel, y pasaba a saludar a Aimal. Ahora sí que le preguntaban por la escuela:

—¿Tú aquí todavía? ¿No tienes que estudiar?

—Voy por la tarde —contestaba el muchacho si venían por la mañana.

—Voy por la mañana —decía si venían por la tarde.

Le daba vergüenza admitir que, como cualquier golfillo de la calle, él tampoco iba al colegio. Porque Aimal es un chico rico, su padre es un librero rico a quien le apasionan las palabras y las historias, un padre que tiene grandes sueños y planes para su imperio de libros. Pero es un padre que no se fía de nadie más que de sus propios hijos para llevar sus tiendas. Un padre que no se ocupó de matricular a sus hijos cuando los colegios en Kabul volvieron a abrir después de la celebración del año nuevo en el equinoccio de primavera. Aimal se lo pedía sin cesar, pero Sultán le decía:

—Tú serás un hombre de negocios, y eso se aprende mejor en la tienda.

Cada día Aimal se sentía peor, cada día estaba más descontento. Su palidez devenía lividez, su cuerpo de niño quedaba encorvado y falto de vitalidad y le llamaban «el niño triste». En casa discutía y peleaba con sus hermanos, ya que era la única forma de dar rienda suelta a su energía. Aimal envidiaba a su primo Fazil que había entrado en Esteqlal, un colegio subvencionado por el estado francés. Él volvía a casa con cuaderno, bolígrafo, regla, compás, sacapuntas, barro en los pantalones y un montón de historias divertidas.

—Fazil, que es huérfano de padre, va al colegio —se quejó Aimal a Mansur, su hermano mayor—, mientras que yo, que tengo un padre que ha leído todos los libros que hay en el mundo, tengo que trabajar doce horas cada día. Éstos son los años que yo debería estar jugando al fútbol, debería tener amigos y estar por ahí con ellos.

Mansur estaba de acuerdo; no le gustaba que Aimal tuviera que pasarse el día entero en el lúgubre tenderete. También él pidió a su padre que mandara a su hijo menor a la escuela.

—Después —decía el padre—. Después. Ahora tenemos que hacer frente juntos a la realidad. Ahora es cuando ponemos la piedra fundamental para nuestro imperio.

¿Qué podía hacer Aimal? ¿Fugarse? ¿Negarse a levantarse por la mañana?

Cuando Sultán no está, el chico se escapa del vestíbulo. Cierra la tienda con llave y da una vuelta por el aparcamiento. A veces encuentra allí a alguien con quien hablar o con quien jugar con una piedra. Un día apareció un voluntario inglés por allí y descubrió que ahí estaba el coche que le habían robado cuando gobernaban los talibanes. Se dirigió a la recepción del hotel para aclarar la situación y supo que ahora el dueño del coche era un ministro que sostuvo haber comprado el vehículo de forma legítima. A veces el inglés iba a la tienda de Aimal y el chico siempre le preguntaba por el coche.

—Ya ves, desaparecido para siempre —contestaba el inglés—. ¡Nuevos ladrones sustituyen a los de antaño!

Alguna rara vez algo rompía la monotonía y el vestíbulo se llenaba de gente, de forma que no se oían los pasos de Aimal cuando iba hasta el lavabo. Como ocurrió cuando el ministro de Tráfico Aéreo murió asesinado. Al igual que otros ministros de otras partes del país, Abdur Rahman vivía en el hotel. Había sido nombrado ministro en la conferencia de la ONU en Bonn, cuando el gobierno talibán acababa de caer y él tenía suficientes seguidores. Sus adversarios, en cambio, le definían con desdén:

—Un
playboy
y un charlatán.

El drama ocurrió cuando miles de
hadjis
—peregrinos en camino a La Meca— habían quedado demorados en el aeródromo de Kabul después de haber sido engañados por una compañía de viaje que les había vendido billetes sin tener plazas. Ariana, la compañía nacional, había fletado un avión para crear un puente aéreo para llevar a su destino a los peregrinos, pero no cabían todos ni mucho menos. De súbito, los peregrinos vieron que llegaba un vuelo de Ariana al aeropuerto y se abalanzaron sobre el aparato para coger sitio. Pero este avión grande no iba rumbo a La Meca, sino hacia Nueva Delhi, y con sólo el ministro de Tráfico Aéreo y sus colaboradores como pasaje. A los
hadjis,
con sus trajes blancos, les negaron la entrada. Furiosos, golpearon al personal y abordaron el avión, donde encontraron al ministro rodeado por sus colaboradores. Lo sacaron al pasillo y le pegaron hasta matarlo.

Aimal fue de los primeros en saberlo. El vestíbulo del hotel rebosaba de gente que quería enterarse de los detalles:

—¿Un ministro asesinado por peregrinos? ¿Quién estaba detrás de esto?

Una teoría de conspiración tras otra llegó a los oídos de Aimal.

—¿Será el comienzo de una sublevación armada? ¿Una rebelión étnica? ¿Serán los tayikos que quieren acabar con los pashtun? ¿Se tratará de una venganza personal? ¿O no serán más que peregrinos desesperados?

El vestíbulo se volvió aún más tristón con esta historia. Con el zumbido de las voces y los rostros graves y excitados, a Aimal le entraron ganas de llorar. Volvió triste a la tienda y se sentó detrás de la mesa. Comió un chocolate Snickers. Faltaban cuatro horas para poder volver a casa.

Vino el hombre de la limpieza a barrer el suelo y a vaciar la papelera.

—Te veo triste, Aimal.

—Jigar khoon
—contestó el niño—. Mi corazón está llorando.

—¿Lo conocías? —le preguntó el hombre.

—¿A quién?

—Al ministro.

—No —contestó Aimal —. Bueno, sí, un poco.

Mejor que su corazón llorara por el ministro muerto que por su propia infancia desolada.

XVII
EL CARPINTERO

Mansur entra sin aliento en la tienda de su padre con un pequeño paquete en la mano.

—¡Doscientas postales! —jadea—. ¡Intentó robarnos doscientas postales!

Tiene gotas de sudor en el rostro. Ha corrido los últimos metros hasta la tienda.

—¿Quién? —pregunta el padre, dejando la calculadora en el mostrador para apuntar una cifra en el cuaderno de contabilidad antes de mirar a su hijo primogénito.

—¡El carpintero!

—¿El carpintero? —pregunta el padre asombrado—. ¿Estás seguro?

Orgulloso de haber salvado el negocio de su padre de un peligroso grupo mafioso, el hijo le da el sobre marrón.

—Doscientas postales —repite—. Cuando se iba, me dio la sensación de que ponía una cara un poco rara. Pero como era su último día, pensé que sería por eso. Preguntó si podía hacer algo más y comentó que necesitaba trabajo. Le dije que lo consultaría contigo. Desde luego, las estanterías ya estaban terminadas. De repente, entreveo algo en el bolsillo de su chaleco. Le pregunto qué es y él farfulla algo con una expresión completamente perturbada. Yo le vuelvo a preguntar: «¿Qué es eso que llevas en tu bolsillo?», y él me dice que es algo que traía consigo. Le pido que me lo muestre, pero él se niega, y al final le saco el paquete del bolsillo yo mismo.

¡Y aquí lo tengo! ¡Quería robarnos! Pero no lo ha conseguido, ¡porque yo vigilo!

Mansur ha exagerado un poco la historia. Él estaba dormitando como de costumbre cuando Jalaludin ya se iba, y fue el ayudante quien pilló al carpintero. Abdur le había visto coger las tarjetas.

—¿Por qué no le muestras a Mansur lo que llevas en el bolsillo? —había dicho.

Jalaludin había seguido caminando sin contestar. Abdur era un chaval pobre de etnia hazara, el grupo étnico más bajo en la escala social de Kabul. Casi siempre estaba callado, pero ahora gritó tras el carpintero:

—¡Tú, muéstrale a Mansur tus bolsillos!

Fue solamente entonces cuando Mansur reaccionó sacando las postales de los bolsillos de Jalaludin. Ahora mira a su padre, ansioso de reconocimiento. Sultán simplemente ojea la pila de tarjetas y dice muy tranquilo:

—Mmm. ¿Y dónde está el carpintero ahora?

—Lo mandé a casa, ¡pero le dije que de esto no saldría tan fácilmente!

Sultán guarda silencio. Se acuerda de cuando el carpintero vino a verlo a la tienda. Eran del mismo pueblo y habían sido casi vecinos. Jalaludin no había cambiado desde que eran niños, seguía tan flaco como un fideo, con grandes y asustados ojos saltones, posiblemente estaba incluso más delgado que antes, y su espalda estaba encorvada pese a tener sólo cuarenta años. Era de una familia pobre pero respetada. Su padre también había sido carpintero hasta que se dañó la vista hace unos años y quedó incapacitado para trabajar.

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