El legado del valle (43 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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Su secretaria, asustada, se ocupó en seguida de recoger el supletorio del suelo, no sin cierta dificultad, ya que apenas podía agacharse debido a un sobrepeso crónico que el tiempo se había encargado de transformar en artrosis.

—Señor Marest —murmuró con voz trémula.

—Ahora no, ahora no —la interrumpió mientras se masajeaba la frente con la mano izquierda, y con la derecha tabaleaba sobre la mesa al ritmo de su estrés.

Era el mediodía del lunes, y tras una ardua búsqueda, Pedrosa no había logrado ningún resultado positivo: Arnau seguía en paradero desconocido. Tampoco tenía buenas noticias del paquete postal que había salido hacia la Universidad de Sevilla, salvo la esperanza de disponer de él por la noche, tras indicar su retorno a origen.

—Los cancilleres me matarán —susurró—. ¡Carmen! Llame otra vez a Pedrosa —ordenó.

A los pocos segundos iniciaron una nueva conversación.

—¿Cómo es posible, Pedrosa? ¡¿Cómo es posible?! ¿Qué les digo a los cancilleres? Que estoy en manos de un negligente como tú, claro. Sólo disponemos de cuatro días, ¿entiendes? Cuatro días para resolverlo todo.

Pedrosa se mantenía en silencio al otro lado de la línea. Consideraba la falta de un botón de la manga cuyo brazo sujetaba el teléfono, y repasaba con la otra mano la superficie deshilachada.

Se encontraba de pie tras su mesa de trabajo, ante la cristalera, que en ese instante le daba la ocasión de evadir el rapapolvo que recibía, contemplando la imagen de unos escolares que atravesaban la avenida de Les Corts, para dirigirse hacia el colegio Pare Manyanet.

Cada vez se sentía más inmune ante el tono hiriente de Marest, pero no por ello dejaba de sentir una frustración extrema, que le invitó a decir:

—En cualquier caso, ésta será mi última operación.

—No digas gilipolleces. ¿Crees que uno entra y sale de esto como de una casa de putas? ¡Soldado Pedrosa! ¿Dónde está ahora mismo tu fe?

—Marest, esta noche tendrás el sobre del profesor. El dispositivo del Eixample ha sido desmontado, pero se ha activado otro en el aeropuerto: el vuelo que contrató parte mañana martes del aeropuerto de El Prat al de Heathrow. Dimos parte a la Interpol, y la policía londinense está atenta a su paso. Cuando trinquemos a Arnau, abandono —sentenció abatido; luego, colgó el teléfono.

Tras su entrevista en la comisaría, tardaron muy poco en encontrarse frente a la vetusta finca donde vivía el profesor Puigdevall. Llamó con insistencia por el interfono sin recibir respuesta.

—Supongo que no dispone usted de llaves, ¿verdad, hermano?

—No, y no sé cómo nos las arreglaremos para entrar.

—Esperaremos hasta aprovechar a que alguien entre o salga —repuso Ramón, en el preciso instante en que llegaba una mujer cargada con bolsas del mercado de la Boquería.

—Disculpe, señora, ¿vive aquí el profesor Puigdevall?

Pareció ignorar la pregunta e introdujo la llave en la cerradura, pero, antes de dar el primer giro, ante la cercana estampa de sorpresa de Ramón, reaccionó:

—¿Aaaaeehh? —dijo, mientras le miraba los labios con fijeza.

Ramón entendió que era sordomuda y repitió la pregunta, que vocalizó con lentitud extrema:

—¿Vi-ve a-quí el pro-fe-sor Puig-de-vall?

—Síííh —respondió la mujer, sin dejar de mirar cómo vocalizaba de manera exagerada el sargento.

—Señora, parece que no funciona el interfono, ¿nos dejaría entrar? Somos amigos suyos del Hostal de la Esperanza.

—¡Hermanooh!

La mujer había reconocido al hermano Casajoana, a quien en cambio se le escapaban muchas de las fisonomías del barrio.

—Addelaaanteeh —les invitó a pasar—. ¡Stoiih procupaaadah porrr elll profesooor! —gritó con desequilibrada modulación dentro ya de la finca.

—¿Preocupada? —preguntó el hermano—. ¿Por qué?

La señora Juanita les hizo señas para que la siguieran escaleras arriba, hasta la cuarta planta, donde se encontraban la puerta de su vivienda y la del profesor.

Tocó el brazo del hermano.

—Yoooh gooo calcetaah allí —señaló hacia una de las ventanas del patio de luces—. Yoooh vii extraaañooos ayerrr y séeeh quéh decíannnn. Leíííí sus labiiiioss —afirmó con un movimiento alternativo de sus dedos corazón e índice, según el lenguaje de los sordomudos.

Fue fácil entender que no era en absoluto una persona fisgona; su discapacidad le aconsejaba (casi la obligaba a ello) estar atenta a la apertura de las luces de la escalera, que le anunciaba la presencia de personas que bien pudieran visitarla o requerirla.

Mientras la señora Juanita se explicaba, Ramón pulsaba el timbre, sin recibir respuesta del profesor.

—Aquí no hay nadie —afirmó—. Señora —añadió con un suave toque en el hombro—, necesito que hablemos un momento.

Al verse observado fijamente, le mostró a la mujer la placa de
mossos d'esquadra
.

A continuación, la señora Juanita les invitó a entrar en su casa y, no sin dificultad, les explicó lo que había presenciado la noche anterior: dos individuos se disponían a entrar en el piso del profesor y entablaron una conversación previa en el rellano.

La alertó lo que vio, pero en especial lo que interpretó al leer los labios al que le quedó enfrente.

—¿Y qué dijo? —preguntó impaciente el hermano Casajoana.

—Haablaaaabannn deh algoooh metálicoooo queeh unooh deh elloooss seeh pussoooh ennn laah cabezaaah. Comooh unaaa tenazasss. Seeeh pussieronnn guantesss y haaablaarooon deee jugaaahr aaal teeeeeniss.

—¿Tenis? —repitió Ramón.

Abrió la carpeta y extrajo la imagen que acababa de incorporar a su expediente, la que lucía en el pasillo de la comisaría con el gordo Pedrosa mientras recibía su regalado trofeo.

—Señora, ¿reconoce a este hombre?

—¡Sííííh! Ess ééél.

—¿Está usted segura, señora? Vuelva a mirarlo, fíjese bien.

A lo que siguieron acentuados gestos de asentimiento:

—Sííííhhh, sííííhhh —e inició un ligero sollozo.

—Pero ¿por qué no acudió a la policía? —preguntó Casajoana.

—Esa pregunta me provoca la risa, hermano —soltó Ramón.

—Loooh hiceeh: caminoooh de comiiisariaaa encontreeeh un guardiaaaah urbaaaano y seee lo commennnteeé. Dijoooo quee seeeee passaríííía poooor casaaaa yy queee darííííaah paaartee. Estuveeeeh esperandoooo, perooo nadaaaah. Comooooh casssi siempreeh ocurreheeh, creoooh quee me toomooó pooorr locaaah.

—Quizás eso ha sido su gran suerte —comentó el sargento—. Su discapacidad puede haberle salvado la vida —remachó sin dejar que la mujer leyera eso de sus labios.

—Hay que entrar en casa del profesor —indicó Casajoana.

—No podemos hacerlo sin derribar la puerta. Llamaré a Pere para que envíe un equipo —respondió Ramón.

—Nooo eeas necesaaariooh —terció la sordomuda mientras palmeaba el hombro del policía—. Yoooh tengooo llavesss.

La señora Juanita, como buena vecina, guardaba un juego de llaves del piso del profesor Puigdevall; algo recíproco entre ambos.

Al minuto se encontraban ante la puerta.

—Hermano: ahí dentro podemos encontrar cualquier cosa. No soy muy optimista. Si lo desea, espere fuera —expuso Ramón al introducir la llave en la cerradura.

—No te preocupes por mí; preocúpate por el profesor: se trata de mi amigo; entraremos juntos.

Ese lunes, el cielo no deseaba aún ver la Piper Aztec PA27 sobrevolar de nuevo el desierto.

No se localizó la pieza de recambio en ningún lugar cercano. Así se lo contó Corbella a mediodía del lunes, cuando, tras pasar toda la mañana en el aeropuerto, volvió hacia el hotel donde Arnau aguardaba noticias.

—Nada. Están a la espera de la respuesta de Alemania.

—¿Y ahora?

—Con suerte, en veinticuatro horas tendremos aquí el repuesto; entonces podríamos partir de nuevo mañana martes a media tarde. —Agarró su bloc de notas con el plan de vuelo y agregó—: Llegaríamos de madrugada a Ndjamena, haríamos noche allí y proseguiríamos el miércoles a primera hora de la mañana hasta Bangui. Estaríamos en Masindi por la tarde. A tiempo aún.

—¿Y sin suerte?

—No seas cenizo, Arnau.

—¿Y sin suerte? —insistió.

—Entonces deberíamos esperar a que la pieza viniera de Estados Unidos: unos tres días. Con toda seguridad, no llegaríamos a la cita.

Arnau se levantó del butacón de mimbre, en la terraza del hotel, desde donde llevaba horas contemplando turistas despistados. Se mezclaban en el aparente desorden de las calles entre el gentío y el alboroto. Se paseó meditabundo de un lado a otro.

—¿A qué huele? —soltó Corbella.

Arnau lo miró divertido.

—A burek.

—¿Burek?

—Sí, alguien cocina burek. Es un plato típico: carne, huevos fritos y cebolla.

Corbella comprobó que varias mujeres tuareg se hallaban próximas; una cocinaba, otra se ocupaba de los niños y la tercera molía grano, en una muestra más de supervivencia.

—Dime, Corbella, dime, ¿por cuánto dinero volarías con una sola magneto?

Corbella le respondió con una sonrisa:

—¡Qué tío! ¿Qué tal si lo discutimos ante un plato de burek?

—¿José Luis Gomis?

No conocía la voz que le hablaba por el móvil.

—Yo mismo, ¿quién es?

Transcurrió poco rato hasta que se encontraron en el restaurante Los Inmortales, una vez Ramón se hubo hecho con la documentación que el malogrado profesor había depositado en el ordenador del hermano Casajoana. Informe Kenan incluido, todo quedó adjuntado al expediente.

José Luis esperaba, cerveza en mano y frente a un suculento plato de mortadela de Bolonia. Justo en el instante en que se introducía en la boca un primer bocado del fiambre, escuchó de nuevo la misma expresión, en idéntico tono.

—¿José Luis Gomis?

Tras el asentimiento del abogado, que no pudo pronunciar nada por tener la boca llena, el otro aclaró:

—Ha sido fácil reconocerte: Pedrosa es de los que dejan huella —dijo con cierta ironía en referencia a la hinchazón de la cara de Gomis.

Más de tres horas dedicaron no sólo a la comida y la tertulia, sino también al análisis de documentos diversos e imágenes de todo tipo. Pasaron por sus ojos antiguos instrumentos de tortura y santos de Deir Mar Musa; testimonios, declaraciones y hasta el Pantocrátor de Sant Climent de Taüll, junto con la fotografía de Manuel Pedrosa con atuendo tenístico.

—¡Qué paradoja! —exclamó José Luis—. ¿Sabes que Arnau jamás ha confiado en ti? Desde el comienzo. Por eso te calló un montón de cosas.

—Es alucinante. Creo que ése es uno de mis puntos débiles: inspiro poca confianza. Quizá sea porque soy muy feo.

—No fue tanto por ti, sino por haber creído que podías estar relacionado con Feliciano Marest.

—¿Cómo pudo llegar a pensar eso? —preguntó sorprendido Ramón.

—Yo qué sé. Algo me contó de unos caramelos. No sé, pero mira, Ramón —dijo José Luis—, todo esto es muy denso. —Repasó los apuntes, expedientes e informes—. Nos equivocaremos si atendemos a razones teológicas o históricas… Todo eso está fuera de nuestra órbita. Nos debemos a la objetividad de los hechos, y ahí resulta fundamental todo tu trabajo y, en especial, lo que podría haber ocurrido en casa del profesor ayer domingo. El juez estará a punto de citar a Pedrosa; entre tanto, debemos avanzar en lo nuestro. Cuéntame lo que viste en el piso del profesor.

—Ya te lo he dicho; me extrañaron algunos detalles. En noviembre, la gente no retira las alfombras; al contrario, las suele poner, puesto que se acerca el invierno, para dar mayor calidez a los pisos, ¿no?

—Así es.

—Pues bien, observé que se había quitado recientemente una alfombra. En lo que debe ser el estudio del profesor.

—¿Cómo sabes eso? —interrumpió José Luis.

—Por lo pulido del suelo. Una parte más desgastada que otra, de forma rectangular, evidencia que allí había una alfombra. Esa marca indica que no transcurrió mucho tiempo desde que se quitó pero, además, pude confirmar que estuvo allí hasta hace muy poco, por los restos de tejido que aún se conservaban adheridos a las patas de la mesa del estudio, incluso en las de alguna de las sillas.

—Podrían llevar semanas —objetó José Luis.

—¡No! Un leve toque con el dedo las hacía saltar. Fregando el suelo un par de veces, esos restos hubieran desaparecido y me dirás que quizá llevaban tiempo sin limpiarse. Tampoco: el piso, aunque desordenado, estaba limpio. La cama del profesor estaba hecha; la cocina, arreglada; el baño, impecable. Y un anciano debilitado por los años no puede retirar alfombras, y menos en esta época del año.

—Entonces, ¿adónde quieres llegar?

—No sé. En un rincón del estudio encontré esto —le mostró unos botones dentro de una bolsa de plástico transparente—. Estos dos pequeños son de la misma camisa —agregó—, y este otro negro, diría que de una chaqueta. Uno de los pequeños aún conservaba el hilo que lo unió a la camisa. Repasé en los armarios del profesor sus chaquetas: a ninguna le faltaba ese botón. ¿Entiendes, José Luis? —concluía su argumentación—. Los botones podrían indicarnos que allí hubo una reyerta, en la que quizás hubo sangre, motivo por el cual se retiró la alfombra.

Se miraron con estupor. Por unos instantes no medió palabra alguna, hasta que Ramón retomó el discurso:

—Lo tenemos todo: aquella mañana, la señora Juanita vio allí a unos individuos; reconoció a uno: Pedrosa. Y luego lee en sus labios conversaciones que no presagian nada bueno.

—¿Tú crees que declararía la señora Juanita? —preguntó José Luis.

—Sin lugar a dudas; es una superviviente. Creo que lo haría.

—Debemos denunciar ahora mismo todo este tinglado, aunque carecemos de pruebas concluyentes. Todo son hipótesis…

—¡Tenemos testigos! —interrumpió Ramón.

—Sí, es cierto. Testimonios valiosos, aunque podrían decir, sin embargo, que para el buen desarrollo de sus tareas se vieron obligados a entrar en casa del profesor. Pero Pedrosa debería explicar mucho, tal vez demasiado —argumentó José Luis.

Poco a poco, se quedaron solos en el restaurante mientras los camareros les dirigían incómodas miradas en su ir y venir para preparar las mesas de la cena.

Agotadas las dos botellas de vino de La Toscana, sus efectos se denotaban en los empequeñecidos ojos de Ramón.

—¿Te das cuenta, Ramón? —observó José Luis—. Esta comida es un crisol. Aquí, entre restos de orégano y mozzarela, confluyen tu trabajo, el del profesor, el del turco ese cuyo nombre no me atrevo a pronunciar, y el mío, que sólo soy portavoz de Arnau Miró. No creo que nadie cuente con tanta información relativa a este caso.

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