El legado del valle (45 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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—Pedrosa, en mi nombre y en memoria de mi compañero Vicente, queda detenido por el asesinato del profesor Francesc Puigdevall. Ya ve —añadió con una mirada gélida—, las aguas aún siguen de color verde.

El
intendent
jefe esbozó una desvaída sonrisa al contemplar el lugar que ocupara en su día el botón extraviado.

Miró a Palau, que le informaba rutinariamente de sus derechos, y a los dos agentes uniformados que se disponían a esposarlo.

Con un rápido movimiento, cargó contra ellos; ambos cayeron al suelo, arrollados por el pesado Pedrosa, quien se encerró luego en su despacho y atrancó la puerta por dentro con una silla.

Extrañamente calmado, como en trance, se dirigió al escritorio. Abrió el cajón superior derecho de su mesa. El zumbido irritante de su móvil señalaba la entrada de una nueva llamada. Una de tantas. Otra vez él: Feliciano Marest.

—No, tranquilo, no me voy a olvidar de ti, ya verás —murmuró para sí.

Del cajón extrajo un sobre, y tras de él, su H&K Usp Standard. «Magnífica pistola», pensaba al sopesarla, ajeno a los intentos de los agentes por abrir la puerta y a los gritos para que saliera.

Una nueve milímetros. En su opinión, mejor que la Walther, ambas reglamentarias del Cuerpo, pensaba abstraído.

Dejó el sobre en la mesa. Luego, extrajo el cargador del arma. Lo observó. Los proyectiles relucían en su interior. Antes de volver a introducirlo en la culata, le dio unos innecesarios golpecitos contra la superficie de la mesa, a fin de que las balas se recolocaran. Era costumbre heredada de otras épocas y otras pistolas, cuando éstas no tenían la calidad de la que ahora empuñaba.

La puerta de madera crujió. Estaba a punto de ceder. Aún debía hacer algo, una última cosa. Dejó el arma sobre la mesa, siempre a su alcance. Con letra pulcra, redactó unas líneas en el mismo sobre. Observó el resultado un instante y lo firmó sonriente.

—Así saldrá con facilidad toda esta mierda. Feliciano, imbécil, ahora estamos los dos en el mismo barco.

Con gesto derrotado, tomó el arma, se incorporó y se acercó a la ventana. Grupos de escolares cruzaban la calle. Reían contentos, sin preocupaciones, libres de culpa y de pecado. Los envidiaba.

Un nuevo crujido. Ya no quedaba tiempo.

—Le dije que sería mi última misión.

Sujetó el arma con la zurda y tiró de la corredera con la diestra para soltarla después. Con un chasquido metálico, la pistola se montó. Se introdujo el cañón en la boca.

A él le gustaba hacerles eso a las putas. Sentía el frío cañón entre sus labios. Grasiento.

Apretó el gatillo. Bandadas de palomas volaron asustadas en círculos sobre el edificio de la comisaría, sobresaltadas por el estampido del disparo. Los escolares levantaron a la vez la mirada hacia el cuarto piso de la comisaría, de donde parecía proceder un sonido que rebotó entre los edificios, hasta ser absorbido por el tráfico de la cercana calle Numancia. Pedrosa dejó de existir a la vez que la detonación.

La jamba lateral se astilló y se abrió la puerta. Los policías se precipitaron en el interior del despacho, a sabiendas de que intentaban evitar lo inevitable.

—El Estado se ha ahorrado un dinero —comentó con cinismo y sin asomo de piedad Gomis.

El cuerpo del
intendent
yacía, grotesco, derrumbado en un ángulo del despacho. Ni en la muerte logró obtener la dignidad que nunca tuvo. Faltaba íntegro el occipital.

Sangre y vísceras impregnaban el sobre que había en la mesa. Ramón se hizo con él.

—José Luis, ¿sabes qué significa esto? —preguntó en referencia a un gran titular escrito en latín en su superficie, presumiblemente de puño y letra de Pedrosa.

—Sí. Lamentablemente, he debido aprenderlo durante estas últimas jornadas:
Exurge Domine, et judica causam tuam
. Es el lema de la Inquisición: Levántate, Señor, y juzga tu causa.

Era hábil con la atarraya. Quizás el mejor del lugar. Había aprendido a lanzarla con un viejo pescador de Walykubya, experto en las artes tradicionales de pesca, que a su muerte le legó su canoa.

Una auténtica canoa monoxila, trabajada a partir de un tronco centenario como algunos de los que flotaban sin rumbo, arrastrados por las corrientes desde gargantas, donde aguas arremolinadas avanzan a través de saltos y cascadas vertiginosas.

La canoa llevaba decenios dejándose querer por el oleaje del lago Alberto. Tenía para Yvan un alto valor sentimental, pero, además, era una de las pocas genuinas que quedaban, a diferencia de las actuales, de fibra de vidrio.

Su apego a Walykubya debía de ser el motivo por el que su tendencia natural era navegar a una milla lago adentro, hasta enfilar un punto central entre ese poblado y Butiaba.

Walykubya es una aldea ribereña, situada a unos siete kilómetros al norte de Butiaba. La línea que une ambas poblaciones describe una bahía de paisaje cautivador, en cuyo centro se encuentra el Hotel Kabalega.

Ese día no había clientes por ser «de traspaso», lo que ocurre una vez al mes, en que durante un par de jornadas o tres, el hotel se queda vacío para poder orquestar el ir y venir de turistas, con el fin de congregarlos y realizar luego excursiones y safaris grupales. Días festivos para el servicio que se aprovechan para el mantenimiento, aprovisionamiento y reparaciones diversas.

Yvan lanzaba con impecable estilo la atarraya, ante la mirada de un hipopótamo junto a su cría, que, inmóviles, sólo mostraban los ojos y unos orejones ridículos, alrededor de una narizota a ras del nivel del agua. Rara vez recogía la red sin alguna que otra tilapia, que atravesaba por la mandíbula con una vara donde colgaban otras, para así transportarlas mejor.

Ante él, hacia el sur, se alzaba la lejana silueta de los montes Rwenzori que presidía majestuosamente el horizonte para nutrir sus aledaños con decenas de riachuelos.

En uno de tantos movimientos de lanzamiento, Yvan advirtió de reojo algo en el cielo, que, sin una sola nube, lucía impecable. Giró sobre la cadera, sin cambiar la posición de los pies, para no perder estabilidad. Pero lo que vio le sobresaltó hasta el punto de desequilibrar la embarcación: una columna de humo amarillento se elevaba desde alguna aldea cercana. Con prontitud, recogió el arte de pesca y puso en marcha el pequeño fueraborda para atender a esa señal de alarma.

A medida que se aproximaba aumentaban en intensidad y frecuencia los latidos de su corazón, porque se confirmaba la peor de las hipótesis: el origen de la humareda era el hotel.

Repasaba con ojos desorbitados todo el horizonte. Buscaba, sin hallarlos, a otros pescadores que acudieran a la llamada de socorro. El trayecto se le hizo eterno, entre el fragor del motor sobrerrevolucionado que truncaba el silencio del lago.

«Abdalla. Seguro que se ha puesto de parto», se decía a sí mismo.

Él había sido designado para apadrinar al bebé, según la práctica católica de los padres, a quienes consideraba, junto con Arnau, su única y verdadera familia.

«Se ha puesto de parto, seguro, tiene que ser eso», se repetía una y otra vez.

Por fin saltó al muelle, frente al hotel. Amarró con presteza la canoa y levantó la mirada: la chimenea emitía vapores cada vez más ocres por el efecto de la luz solar.

Sus pies descalzos avanzaron con pesadez por el lodo de un área que conecta con el jardín del hotel, y que se rodea por un camino serpenteante cuyo trayecto supone unos minutos más. En la ascensión, se le dibujaba a la perfección su musculatura, con todas las arterias que la irrigaban. Derrochó energía hasta llegar a la explanada, donde se detuvo.

Alguien estaba tras la ventana de la cocina, y hacia allá corrió con todas sus fuerzas. Era Abdalla, fuera de sí, ante los fogones; quemaba bulbos de socorro, y ni siquiera se percató de la presencia de Yvan a su espalda.

Por desgracia, el parto no era el motivo.

Sacudió por la espalda a Abdalla, que, al volverse, atemorizada, se le abrazó.

—¿Qué pasa, Abdalla? ¿Qué ocurre?

Sin dejar de abrazarlo, Abdalla le contó lo ocurrido.

Yvan se separó de ella con rudeza.

—¿Dónde está el señor Arnau? —preguntó en un tono que sonaba más a denuncia que a interrogación.

Sus pupilas de azabache se dilataron. Su mirada se tornó fría y distante. Desapareció la excitación de su semblante y adoptó una expresión adusta, casi de manera automática. Tras una leve inclinación de cabeza, miró por la ventana.

Allí se erguía, desafiante, al final de la cerca, como siempre, mecido por la ventisca leve.

—Kerate —murmuró ante la incomprensión de Abdalla, cada vez más asustada—. No te muevas de aquí —ordenó—. Yo lo resuelvo.

—Pero… —empezó a decir Abdalla, pero fue interrumpida por Yvan, que le puso el índice en los labios—. ¡Chiiiiiist! Quédate aquí y no te muevas.

Abandonó la cocina por la puerta trasera; gateó con sigilo por el jardín hacia el kerate, ante la incredulidad de Abdalla. Recorrió un extraño itinerario para no ser avistado desde la planta superior del hotel.

Tras superar los últimos matorrales, el ancestral árbol se alzaba ante él. Se arrodilló e inició una frenética búsqueda en la que se le partieron varias uñas. Hurgó tierra que se mezclaba con su propia sangre, hasta que centelleó una caja metálica con la primera luz que veía tras muchos años. En su interior, envuelto en papeles y bolsas, su preciado Smith & Wesson.

Se incorporó ante el frondoso kerate. Atraído por el rumor de sus hojas en contacto con el viento, miró el camino que le indicaban sus ramas. Aspiró profundamente y empuñó el revólver, que le dio una sensación de poder y grandeza que creía olvidados; se sentía seguro.

Antiguas emociones renacieron mientras su fisonomía se mantenía gélida e inmutable. No le temblaba la mano; no sentía el menor atisbo de miedo.

Susurró un antiguo cántico de guerra que también creía olvidado. Sabía lo que debía hacer. Había sido entrenado y formado para eso y mucho más; jamás había fallado a sus superiores, hasta el punto de destacar entre los demás reclutas y convertirse en un SPC, un Soldado en Puesto de Confianza.

Se arrodilló de nuevo y se frotó la sien con la tierra removida, para pronunciar un lema aletargado en su memoria: «Éste es un buen momento para morir y volver a ti, madre tierra».

Poco antes había llegado un nuevo turista al hotel, ante la sorpresa de Abdalla, que no lo localizaba en el libro de reservas.

—¿Me dice de nuevo su nombre, por favor?

—Michel —repitió con brusquedad—. Michel Raymond. Tenía reservada una estancia en la habitación 14, para ser más exactos.

Sí, aquel jueves se cumplió lo previsto, y cruzó el umbral del hotel un hombre con evidente acento francés, de complexión fuerte y enérgicas maneras.

Al oírlos, Moses apareció desde la dependencia posterior a la recepción, donde se encontraba la pequeña oficina administrativa.

—Yo me ocupo —dijo.

Aunque parecía desentenderse de la situación, Abdalla mantuvo la atención sobre aquel individuo, que, por alguna razón, no le agradó. Su indumentaria, su porte, su estilo, no se correspondían con los habituales de los turistas.

Moses no había querido informar a Abdalla de la llegada del funesto sujeto, ya que no deseaba interferir en el avanzado estado de gestación de su esposa.

—Buenos días, monsieur Raymond —saludó al leer su documento de identidad—. Así es —añadió—, hay una reserva a su nombre, pero por alguna razón no quedó anotada. No hay problema. Firme aquí, si es tan amable, mientras le localizo su habitación. Aquí tiene información sobre las salidas que puede contratar. Que tenga una feliz estancia —concluyó Moses con fingida amabilidad, mientras dejaba la llave en el mostrador, de la que colgaba el número 12.

Raymond se quedó unos segundos en silencio y miró la llave, que ni tan sólo tocó.

—Aquí hay un error —expresó con una sonrisa forzada—. Yo reservé expresamente la habitación 14, y usted me da la 12.

—Lo siento, monsieur Raymond, la 14 está ahora mismo ocupada. Estará igual de cómodo, las dos tienen vistas al lago.

—Me parece que no me entiende. Quiero la habitación que había reservado, la 14 —repitió, ahora con tono amenazante.

—Me temo que no será posible, señor. Ya le he dicho que está ocupada por otro cliente.

—¿Puedo hablar con el responsable del hotel?

—Monsieur Raymond, ya lo hace. En este momento soy yo el responsable. El gerente está en Europa.

Michel recogió la llave con acritud.

—Debo hacer una llamada, y aquí no hay cobertura.

—La población más cercana con señal es Masindi, aunque en algunos rincones del lago también hay. Si lo desea, puede llamar desde el teléfono de su habitación —ofreció sin perder la cortesía.

Moses no desperdició la ocasión, y desde la centralita «pinchó» la llamada.

—¿Sí?

—Raymond al habla, aquí no hay cobertura. Te llamo desde la habitación, pero desde la 12: se han pasado por el forro tu reserva, y en la neverita no hay más que zumos y agua.

—Dios santo.

—¿Qué hago? ¿Rascarme el ojete rodeado de negritos? ¿Irme de safari? ¿Por dónde empiezo? Porque Arnau parece que está en Europa… Ésta aparenta ser una misión imposible.

—La palabra «imposible» no está en mi diccionario y también es impropia de ti; sólo la pronuncian los imbéciles. A ver, déjame pensar, Moses. Sí, Moses tiene que saber dónde se encuentra el pergamino. Oblígalo a que te lo dé y regresa de inmediato.

—Ya, ¿y si no me lo da?

—Entonces deberás quedarte en Uganda hasta nueva orden, no sin antes acabar con él; así Arnau entenderá lo que debe hacer. Empieza ahora mismo. Quiero que me informes cada cuatro horas. ¿Entendido?

—Entendido. Pero oye, Marest, ¿no dijiste que quizás ibas a venir por aquí?

—Dependerá del resultado de tu trabajo.

—Ok, estaremos en contacto. Au revoire!

Tras una prolongada tormenta de arena que de nuevo retrasó su salida, llegó el momento en que la Piper Aztec PA27 levantó el vuelo en Bangui, en el momento en que a unas mil millas de distancia, Moses, inquieto, paseaba por el hall, ante la escalinata, con la pretensión de encontrar en sus peldaños alternativas para afrontar lo que le esperaba.

Tenía una premisa básica: debía dilatar el tiempo al máximo, para permitir la llegada de Arnau.

Pero para Michel Raymond el reloj corría más rápido.

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