El legado del valle (44 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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Advirtieron de nuevo una mirada fulminante del encargado, por lo que optaron por abandonar el restaurante.

José Luis pagó con la tarjeta de Arnau.

—Verás la que se arma —comentó.

Camino del despacho, trazaron el plan.

—Te diré lo que vamos a hacer: deberás quedarte unos días en Barcelona; trabajaremos en equipo. Hay que recomponer todo esto y, mañana mismo, denunciarlo. Debemos destapar toda esta basura. La opacidad con la que se lleva este caso… Luego pondremos queso en la ratera.

—Pero ¿qué dices?

—Sí. —Adornó lo que iba a decir con una amplia sonrisa—: Vamos a montarle una encerrona a Pedrosa.

—Es una locura, una locura de adolescente —se decía una y otra vez.

Jamás había estado tan lejos de casa; ir a Viena fue su viaje más distante, con ocasión de su luna de miel. Y de eso hacía ya muchos años.

—¡Ya estoy aquí! —resonó en todo el piso—. Vendrá Raúl, el de la farmacia, para ponerte las vacunas. ¡Las traen expresamente de Lleida, del Centro de Enfermedades Tropicales! También tendrás que tomarte estos comprimidos. Dice que te tomes el primero ahora mismo; luego, uno a la semana…

Carola leyó el envoltorio:

—Mefloquina… ¡Ay, Dios mío!

Ya de noche, un furgón de la mensajería Tour Line se detenía ante la comisaría de Les Corts.

El conductor descendió; llevaba bajo el brazo un sobre pequeño, en el que destacaba una inscripción legible a distancia: «Retorno urgente con seguimiento especial».

El vigilante de seguridad firmó el recibo, tras pasar el sobre por el escáner, como obliga el protocolo. No dudó en indicar a un mosso su entrega inmediata:

—Es para el
intendent
; parece que urge.

Cuando desde la cristalera del pasillo le mostraron el sobre, Pedrosa abandonó la reunión que a esas horas aún mantenía con sus colaboradores más estrechos.

—Acaba de llegar ahora mismo.

—Lo esperaba.

Se encerró en su despacho, ante la estupefacción de los convocados a un encuentro que quedó a medias.

—Mierda… —rezongó en el momento en que marcaba el número de Marest—. ¿Marest? El sobre sólo contiene un pellejo; un puto pellejo. Nada más —soltó.

—¿Un pellejo?

—Sí, dentro de una bolsita de plástico, junto a una copia del mail que ya conocemos.

—Entonces, Michel Raymond debe seguir con el plan establecido. Por el momento, nada cambia.

—No me gusta el cariz que está tomando todo esto. No sé, no tengo buenas vibraciones. Decidido: ésta será mi última operación.

—¡Qué pesado llegas a ser a veces!

—No veo resultados, y no sólo yo soy el responsable de ello —apuntó Pedrosa.

—Bien, entiendo —respondió indolente Marest—. Fotografía con el móvil lo que sea lo que hayas recibido y envíame la foto.

—Tardaré unos minutos. Debo seguir con una reunión que he dejado. Entre otros temas, montábamos un nuevo dispositivo para pillar a Arnau Miró. Ya te informaré.

—Pedrosa, por tus cojones: ni puedes permitir ni se admitirá que siga libre —advirtió Marest.

—¡No estoy para nadie! —espetó José Luis al cruzar impetuosamente junto a Ramón la puerta de su bufete.

—Pero señor Gomis —respondió su secretaria—, le espera «El Trizas».

—¡«El Trizas»! ¿Es que no sabe estarse quietecito? Que lo atienda Jordi; anula todo lo que tenía esta tarde en mi agenda.

Ambos se encerraron en su despacho, cuyos cuatro costados cubrían estanterías de madera noble, repletas de literatura sobre jurisprudencia, reglamentos y leyes.

Enmarcado junto a la ventana, una inscripción:

«La justicia que llega tarde se hace injusta. Marcel Schwob».

—Bien, vamos a examinar todo esto… —comentó a Ramón, ofreciéndole asiento junto a la mesa.

Transcurrieron un par de horas hasta que un zumbido sonó en el ordenador de José Luis.

—Un mail de Arnau —gritó.

Ambos leyeron su contenido:

————Mensaje original————

De: Arnau Miró [mailto:[email protected]]

Enviado el: lunes, 8 de noviembre de 2010 18:45

Para: 'José Luis Gomis'

Asunto: RE: PROFESOR

Hola, José Luis:

Te escribo el mail desde el móvil. Espero que lo recibas porque la conexión aquí es deficiente. Estamos en Tamanrasset, con la avioneta averiada. Esperamos que en breve llegue la pieza de recambio para poder reemprender el vuelo y llegar a tiempo a Butiaba.

Cuéntame cómo van las cosas. ¿Berta? Espero que esté ya en casa como dijiste. Confírmamelo, por favor, y dime cómo puedo ponerme en contacto con ella.

Acabo de recibir este mail que adjunto de Fevzi Kenan. Lo ha enviado a todos aquellos que el profesor copió en el mail que te hice llegar. ¿Sabéis algo del profesor?

Espero ansioso tus respuestas.

Un abrazo: Arnau

————Mensaje original————

De: Fevzi Kenan [mailto:[email protected]]

Enviado el: lunes, 8 de noviembre de 2010 18:01

Para: 'Arnau Miró'; 'Hostal Esperanza'

Asunto: PROFESOR

Buenas tardes:

Soy tan tan preocupado por profesor Puigdevall. No localizo el y eso ser extraño, pues juntos investigamos.

¿Sabe alguien del profesor?

Por favor, respuesta urgente.

Fevzi Kenan

—¿Y qué les decimos ahora? —se preguntó José Luis.

—Avancemos con lo nuestro y luego respondemos, si te parece. El tiempo apremia.

Dedicaron las horas de espera a dar un largo paseo por una ciudad joven, entre sus plazas y callejuelas saturadas de tiendas de tosca artesanía, flanqueadas por casas de adobe que rodean las mezquitas. Una ciudad cautivadora con la historia escrita en el rostro de su gente, pero no en la de sus muros, por haber sido fundada por un monje francés hace tan sólo un centenar de años, a partir de asentamientos alrededor de una capilla.

Con tiempo libre y sin nada que hacer, acabaron el día como dos espectadores más, en una emocionante carrera de camellos por el cauce seco del río Serouf. Era uno de los espectáculos turísticos de la ciudad, en el que los corredores muestran las mejores túnicas a juego con las monturas de gala que los camellos lucen para la ocasión. Pese al ulular de las mujeres, ese agudo batir de lengua y garganta, Arnau percibió la señal de que había recibido un nuevo correo electrónico en su móvil.

Resonaron los timbales mientras consultaba la pantalla.

—Otro mail de Fevzi.

—¿Pasa algo? —preguntó Corbella.

—Nada. Uno que busca a otro, sin encontrarlo. El profesor del que te hablé, aquel que creímos que nos delató. Parece que su amigo, «el turco», no sabe dónde está —dijo, mientras reenviaba el mensaje.

Casi una hora después recibió el mensaje de respuesta de José Luis, cuyo contenido lo inquietó hasta el punto de alejarse del alboroto para contactar por teléfono.

—¿José Luis?

—¡No me digas dónde estás! ¿Entiendes? Debemos tener mucho cuidado con lo que decimos por teléfono.

—De acuerdo. Acabo de recibir tu mensaje, que me ha turbado… No quiero creer que el profesor sea una víctima más de todo esto.

—No sabemos nada aún. Tranquilízate. Déjalo todo en mis manos. Avanzamos bien en la investigación, aunque debo advertirte de algo más.

—Dime.

—Berta está ya libre, así que no te preocupes; pero no quiero que hables de momento con ella.

—Pero ¿por qué?

—Sigue inculpada. No hay nada seguro, pero tenemos un testimonio que sostiene haberla visto con Marest en Boí, a finales del mes de agosto. ¿Lo sabías?

Hubo un largo silencio. Arnau alzó la mirada y entornó los ojos cegados por el sol.

—¿Arnau?

—Sí. Sabía que había estado en Boí por esas fechas, pero…

—Ignorabas que hubiera estado con el que fue albacea de tu tía, ¿cierto?

Estupefacto, Arnau se quedó pegado al auricular, ante un tuareg montado en su camello, aunque su cerebro apenas interpretaba lo que veía. «¿Berta con Marest? Entre todos me van a volver loco», se decía al recordar las advertencias de Carola.

—¡Hola! ¿Sigues ahí?

—Sí, sí, perdona. Eso que dices, ¿es fiable? —preguntó desconcertado.

—Todo está aún en el aire. En cualquier caso, no quiero que contactes con Berta por el momento.

El griterío rodeó a Arnau cuando un tumulto se le acercó, bajo el incesante ulular de las mujeres, mientras los hombres vitoreaban al jinete vencedor, que paseaba victorioso entre una multitud en la que se vio inmerso sin desearlo, con la confusión retratada en su rostro.

No iba a ser un martes como cualquier otro. Lo sabía.

Cuánto hubiera deseado que fuese el típico martes aburrido y rutinario; el día de la semana que solía dedicar a despachar estériles comunicados y a convocar reuniones inútiles, aunque sólo fuera para tocar las narices a sus subordinados. Pero no iba a ser así. Su particular universo se derrumbaba.

El maldito Arnau Miró y el pergamino. Al principio pensó que no le plantearía problemas. Era algo sencillo y se lo habían encargado a él.

Agradeció incluso poder servir a la Orden. Después de todo, «Ellos» siempre habían estado detrás de su espectacular éxito profesional. Luego, Arnau Miró empezó a ser una china en el zapato que crecía y crecía hasta convertirse en una piedra inmensa que amenazaba con llevarse por delante su cómoda existencia.

Siempre «Ellos» detrás de su sorprendente éxito; sí, como lo estarían detrás de su atroz caída. No perdonaban el fracaso. El tono de las llamadas de Marest se lo recordaba a cada momento. Sonó un nuevo zumbido del teléfono en el bolsillo de su chaqueta.

Se dirigía a su despacho en comisaría, o al menos, el que lo había sido hasta entonces. Quizá por última vez.

Desde la madrugada anterior, Berta ya no estaba en los calabozos. Tras ser atendida en un servicio de urgencias médicas, la habían trasladado al juzgado de guardia de Barcelona. El puñetero abogado se había encargado de que saliera en libertad.

Todo lo que habían acumulado contra ella era circunstancial. Aun con su mentalidad obtusa, Pedrosa lo sabía. No había indicios sólidos, salvo su presencia en el lugar de autos y aquella alocada huida, que también era humanamente comprensible. Nada. Los tribunales exigían pruebas, que no había sabido fabricar. Había fallado a sus mentores.

Entró en comisaría. El terror que en otros días, tan cercanos y tan lejanos a la vez, había llegado a inspirar, hizo que los jóvenes agentes que se lo cruzaban por los pasillos, desviaran la mirada. Y de qué manera lo notaba: tenía las horas contadas.

Nada de aquello fue una novedad; ya lo esperaba. Lo que jamás habría podido imaginar era la identidad de las dos figuras que se recortaban contra la luz en el ventanal ante su despacho.

El sargento Ramón Palau y el abogado José Luis Gomis, departiendo tan tranquilos. Su antiguo subordinado, aquel entrometido a quien trasladó después de lo de Vicente, y el maldito letrado ¡juntos!

Le dirigieron una mirada mezcla de compasión y desprecio. Ellos y también la pareja de
mossos
uniformados que acompañaba al sargento.

—Vaya con el picapleitos. ¿No tuviste bastante ayer? ¿Vienes por más?

Con el comentario malgastó el último cartucho de la bravuconería que siempre lo había caracterizado.

—¿Mierda de picapleitos, yo? No, canalla. Soy abogado, y estoy orgulloso de serlo. Y tú, hijo de puta, vas a estar detenido dentro de un momento. Al parecer, el sargento Palau va a adelantarse al juez de guardia. Vengo a ver sólo como te arrestan.

—Mire, Pedrosa —dijo Ramón Palau, que obvió el grado que el interpelado tenía en la policía autonómica—, ¿sabe qué es esto?

Al decirlo, agitó ante las narices del
intendent
una pequeña bolsa de plástico transparente cuyo único contenido era un botón procedente de una chaqueta.

Ante el silencio del hombre, Palau continuó:

—Apareció en la escena de un brutal y cobarde asesinato, de similares características al del mosén. Y a mí me parece, a primera vista, que es igual que el botón que le falta a usted en la chaqueta.

—Hay que cambiarse más a menudo de ropa por higiene, que vas siempre que das asco. Aunque en tu caso, Pedrosa, es muy extraño que no lo hayas hecho. En honor a la verdad, cambiarte de chaqueta siempre se te ha dado bien —manifestó un Gomis risueño por detrás del hombro de Palau, mientras le guiñaba un ojo al tenso gordo; el ojo que le quedaba sano.

—No tenéis nada. Nada de nada. Botones como ése se pueden adquirir en la tienda. Es algo de lo más común, puede haberlo perdido cualquiera.

—Tiene usted razón, pero sin duda es una bonita coincidencia que ilustrará el atestado. La guinda del pastel. Sin embargo, convendrá conmigo en que no es tan común la existencia de un testigo ocular del asesinato —sonrió—. He hecho los deberes, Pedrosa.

—¡No puede ser! Allí no había nadie, nadie pudo… —comenzó a decir, pero calló e interrumpió su propia torpeza.

—No hable, Pedrosa, no hable; es uno de sus derechos. Espere a que lo asesore un abogado.

—A mí no me mires. Tengo mi ética. Me niego a defender a gentuza como tú —terció cada vez más contento un alborozado Gomis.

La encerrona había funcionado.

Aquella misma mañana, la señora Juanita, que, a pesar de sus dificultades de fonación y de oído, de tonta no tenía nada, había reconocido con absoluta seguridad a Pedrosa como una de las dos personas que entraron en el piso del profesor, portadoras de un instrumento de tortura propio de la Edad Media. Como con el mosén. Ese reconocimiento, en fase policial, era una línea de investigación que no constituía una prueba. Sin embargo, el sargento Palau no tenía la menor duda de que en una rueda de reconocimiento de detenidos, ante un juez de instrucción, la testigo lo reconocería de nuevo sin titubeos.

Eso sí era una prueba capital. Había conocido pocos testigos con la determinación y la valentía de la sordomuda.

—Después de una acusación por asesinato, lo mío y lo de Berta son poca cosa, ¿eh, Pedrosa? Casi estoy decepcionado. —Se tocó el apósito que le cubría media cara y prosiguió con su particular ensañamiento—: Te vas a pudrir en prisión, fíjate, y con la de gente que allí te aprecia. ¡Qué contentos se van a poner en la trena cuando corra la voz! Y tras cumplir tus veinte años por asesinato, comenzarás con las penas por lesiones y por detención ilegal.

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